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Los faroles de Rajoy y Puigdemont
"Rajoy y Puigdemont se quedaron sin juego y, desde entonces, han ido de farol, hasta que finalmente hemos descubierto sus cartas", sostiene Èric Lluent.
Un conflicto en los términos que el Estado español planteó el pasado 1 de octubre en Catalunya no va a ser tolerado en el seno de la Unión Europea. Ese día, a primera hora de la tarde, cuando las imágenes de la brutal represión policial ya ocupaban las portadas de toda la prensa digital de referencia internacional, alguien dio la orden de parar esa barbaridad que el gobierno y las fuerzas policiales habían previsto mantener hasta la noche. Aquel día, la Unión Europea (UE) estableció unas nuevas reglas de juego para la cuestión catalana: respeto a la constitución, sí; violencia contra ciudadanos pacíficos, no. Se trata de una presión de mínimos, puesto que la UE sigue en la línea de no intervención en un «problema interno», pero supone un duro condicionante para un gobierno del Partido Popular que estaba dispuesto a justificar tanta violencia policial como fuera necesaria para acabar con el movimiento independentista amparándose en la legislación española. Al fin y al cabo, según la Constitución, España es indisoluble e indivisible y las fuerzas armadas tienen la misión de defender la unidad territorial.
El plan represivo de Mariano Rajoy, apoyado por amplios sectores del nacionalismo español y muy bien resumido por el ‘a por ellos, oé’, es inaplicable a día de hoy. Una reacción violenta por parte de algunos sectores del independentismo habría cambiado el relato por completo, abriendo así la vía de la impunidad para la policía española. Pero, a pesar de la campaña de manipulación posterior, liderada por el ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, las imágenes de la brutalidad de ese día merecen pocos matices en el ámbito mediático y político internacional. Rajoy jugó la carta de la represión sin tener en cuenta que la prensa internacional no iba a ser tan servicial como los periodistas de El País o La Razón, y se quedó sin juego.
Por su parte, Carles Puigdemont ya había previsto este escenario violento, consciente de la presencia de miles de policías antidisturbios en el puerto de Barcelona que habían llegado con la misión de evitar el referéndum. Obviamente, el día 1 de octubre no se iban a quedar en el barco, y la represión, según la planificación de los sectores independentistas, supondría el punto de inflexión para que la comunidad internacional intermediara finalmente en el conflicto catalán. Esta era la última buena carta con la que contaba el gobierno catalán: mostrarle al mundo hasta dónde estaba dispuesto a llegar el ejecutivo de Rajoy para evitar la expresión de una voluntad política legítima. Y, a pesar de las condenas, la jugada a Puigdemont también le salió mal. La Unión Europea no cambió ni una sola coma de su argumentario a la hora de justificar la no intervención en esta cuestión, más allá de hacer un llamamiento a la no violencia.
El día 2 de octubre, Rajoy y Puigdemont se quedaron sin juego y, desde entonces, han ido de farol, hasta que finalmente hemos descubierto sus cartas. Conocedores de que ni uno ni el otro podía ganar en esta ronda, el día 26 de octubre casi se llegó a un acuerdo de rendición mutua y temporal para que Puigdemont convocara elecciones a cambio de una aplicación suave, casi simbólica, del 155. Tanto Rajoy como Puigdemont se encontraron entonces entre la espada y la pared. Por una parte, las bases españolistas pedían a gritos arrasar con saña la autonomía catalana, no un 155 descafeinado. Por otra, con la mera difusión del rumor de la convocatoria de unas elecciones autonómicas por parte del presidente de la Generalitat, muchos independentistas ya señalaron a Puigdemont como el gran traidor de la causa. Ante tal presión interna, los dos gobernantes optaron por doblar la apuesta y seguir con el farol.
El día 27 de octubre Puigdemont permitió la votación en el Parlament de Catalunya para declarar la independencia e impulsar el proceso constituyente de la República Catalana, entre muestras de júbilo y celebración histórica en las calles de Barcelona. En Madrid, Rajoy realizó una soflama constitucionalista en un Senado enfervorecido que sirvió para satisfacer a aquellos sectores sociales y políticos que exigían mano dura. Pero todo era un gran farol. Mariano Rajoy sabía que, con periodistas de todo el mundo en Barcelona, con una oposición absolutamente pacífica y con la advertencia europea, su idea de un 155 duro era inviable, más allá de la destitución del gobierno y el control titular y provisional de las instituciones catalanas, que no es poco pero es una ínfima parte de lo que a priori se anunció.
Rajoy no ha entrado en Catalunya como advirtió porque sabe que es imposible sin un grado de violencia, represión e intervención inauditas en democracia. De ahí que convocara elecciones en Catalunya lo antes posible, como casi había acordado el día anterior con Puigdemont. El gobierno catalán, por su parte, después de la declaración de independencia, ha cedido de facto a las demandas del 155, ha abandonado sus despachos y parte de él se ha presentado ante la justicia, motivo por el cual ocho de sus miembros se encuentran encarcelados. Además, va a presentarse a las elecciones del 21 de diciembre, aunque las considera ilegítimas. El suflé, a pesar de los graves acontecimientos de estos días, se ha rebajado y lo que se preveía un escenario de violencia y resistencia en las calles de Barcelona es ahora una nueva ronda de la larga y tediosa partida de póquer llamada ‘procés’.
Los recursos políticos son casi inexistentes en el bando gubernamental, que se ha jugado el éxito de su estrategia a la represión institucional, la persecución judicial y el despliegue de su diplomacia internacional. Por otra parte, Puigdemont juega a día de hoy una buena pero arriesgada carta, la de la internacionalización forzosa. Un cuestionamiento del ordenamiento jurídico español por parte de la Justicia belga en el contexto del proceso de su extradición y la de sus consellers incrementaría la presión sobre la Unión Europea, que asiste a este choque institucional en un silencio casi inquebrantable.
El fiscal general del Estado, José Manuel Maza, titulaba su querella contra el gobierno catalán y los miembros soberanistas de la mesa del Parlament con un jocoso ‘más dura será la caída’. Cabe que nos preguntemos: ¿la caída de quién? Con Rajoy y Puigdemont reforzados por sus formaciones y sus socios eventuales, quien de momento muestra más flaquezas es el régimen del 78, germen de una disputa política impropia de un estado moderno y democrático. El presente ordenamiento jurídico nos aboca a un tenebroso callejón sin salida. Como ya ha anunciado el triunvirato constitucionalista (PP, PSOE y Ciudadanos), si las fuerzas independentistas vuelven a ganar y a implementar sus programas electorales, se aplicará más 155 y se producirán más encarcelamientos. No hay democracia que pueda aguantar tal aberración por mucho tiempo, así que tan sólo hay dos salidas: la reforma progresista y el reconocimiento del soberanismo catalán como movimiento político legal y legítimo o la deriva hacia un autoritarismo selectivo, respaldado por una legislación que bien puede reformarse en este sentido, aplicable a determinados territorios o ideologías. El tiempo de los faroles está expirando.
…Para el Nacionalismo Gran Español (burgués, monárquico, defensor de la impunidad del franquismo y liquidador de derechos, libertades y condiciones de trabajo mediante el prolongado Ajuste Estructural que sufrimos lxs de abajo) está en juego la recuperación de Catalunya para la alternancia mediante la “santa alianza” que ponga firmes los anhelos de más democracia por medio de un gobierno de concentración, el gobierno que garantice en el territorio díscolo el orden constitucional, la paz social y el acorazado régimen del 78.
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