Opinión | Sociedad
Se fue la luz, pero volvió el lazo social
"Recordaremos las horas sin luz, pero también las puertas abiertas, las plazas llenas, las radios compartidas. La vulnerabilidad fue el mapa que nos llevó a casa", analiza el autor.
Este artículo ha sido publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Este apagón no fue simplemente un fallo técnico, un evento que puede explicarse con un informe sobre causas técnicas. Fue, en esencia, un recordatorio de que las infraestructuras modernas, aunque nos proporcionen la sensación de una vida segura y estable, son enormemente frágiles. El colapso de la red eléctrica es un ejemplo palpable de cómo dependemos de un sistema global interconectado que, cuando se interrumpe, afecta directamente a todos los aspectos de la vida cotidiana.
En cierto sentido, este suceso subraya una de las características que, como sociedad, tendemos a olvidar: la vulnerabilidad inherente a todo sistema que pretende garantizar el orden y la continuidad. Vivimos bajo la ilusión de que la normalidad es una condición perpetua. Como si el suministro eléctrico, el acceso a internet o el transporte público fueran algo dado, algo que nunca deja de funcionar, que nunca falla. Sin embargo, este apagón nos devuelve a la realidad de que el sistema puede romperse de forma inesperada, y con ello, nuestra idea de seguridad.
La COVID-19 ya nos sacó del letargo de la idea de vivir en una arcadia tecnológica feliz y abrió una brecha en lo que el sociólogo Jean Baudrillard describió como la “hiperrealidad”. Baudrillard sostenía que vivimos en un mundo donde la representación de la realidad (la imagen que nos damos de la sociedad a través de los medios, la tecnología y las infraestructuras) reemplaza a la realidad misma. Así, lo que antes parecía estable, seguro y predecible, se convierte en una construcción de simulacros que solo existía en nuestras mentes.
El apagón de ayer puede ensanchar esa brecha, añadiendo una nueva capa de paranoia e inseguridad en la sociedad. En lugar de ver la interrupción como un simple incidente técnico, la percepción colectiva puede comenzar a sentir que vivimos en un mundo donde la hiperrealidad –esa sensación de control y estabilidad asegurados por la tecnología– es, en realidad, una farsa. Este sentimiento de vulnerabilidad, amplificado por los recientes sucesos, refleja un estado de incertidumbre global más amplio. La fragilidad de nuestras infraestructuras no solo se ve como un hecho aislado, sino como un síntoma de un mundo donde el caos está mucho más cerca de lo que queríamos admitir.
Y, sin embargo, a pesar de esta vulnerabilidad, del descontrol inicial y la incertidumbre generalizada, –o precisamente gracias a ella–, el apagón también puso de manifiesto una capacidad fundamental: la de la comunidad para reagruparse y ayudarse mutuamente. Mientras la ciudad permanecía a oscuras, los ciudadanos se organizaron para compartir recursos e información. En muchos barrios, los vecinos abrieron sus puertas y sintonizaron la radio a todo volumen, para que aquellos sin acceso a dispositivos pudieran escuchar las actualizaciones sobre la situación.
En las plazas, se formaron pequeños grupos de apoyo, donde la gente compartió alimentos, cubrió necesidades básicas y ayudó a mitigar la angustia colectiva. Esta solidaridad que emergió en respuesta a la crisis muestra que a pesar de la fragilidad del sistema, la capacidad humana para adaptarse y cuidar de los demás sigue siendo una fuerza poderosa que nos recuerda que, incluso en medio de la vulnerabilidad, la comunidad es una red de apoyo crucial.