Un momento para respirar
El Doctor Vargas y Míster Llosa
José Ovejero recuerda a Vargas Llosa en su diario: «Es uno de los autores que mejor ejemplifican la idea de que el escritor, mientras escribe, es más inteligente que la persona que es cuando no lo hace».
13 de abril
Ayer, cumpleaños. Damos un paseo temprano, familiarizándonos con los nuevos caminos. Un ciclista sufre un accidente poco antes de llegar nosotros a su altura. Parece que se ha roto la muñeca. Empujamos su bicicleta y lo acompañamos hasta el pueblo más cercano, hasta que llega la ambulancia. A veces parece a punto de desmayarse de dolor.
Por lo demás, no encontramos la playa que buscábamos. Edurne se esfuerza en que disfrute el día y lo consigue. Por la noche, sentado en el sofá digo que me parece increíble haber cumplido sesenta y ocho años. Pero en realidad he cumplido sesenta y siete. Supongo que cuantos más cumples, más te cuesta llevar la cuenta.
Oído en una conversación entre Donna y Harold en Twin Peaks, que estoy viendo por primera vez: «Nací en Boston, pero crecí en los libros». Yo nací en Vallecas, pero también crecí en los libros. En la vida solo hice pie bien entrado en la veintena. Luego Donna, dice: «Hay cosas que solo puedes encontrar en los libros», y Harold responde: «Hay cosas que no puedes encontrar en ninguna parte».
15 de abril
Ha muerto Vargas Llosa. Es uno de los autores que mejor ejemplifican la idea de que el escritor, mientras escribe, es más inteligente que la persona que es cuando no lo hace. Todos nos manejamos en el mundo con un juego de opiniones de relativa tosquedad. Cuando opinamos, solemos acudir a ideas ya hechas, repetidas, con frecuencia poco contrastadas, que hemos ido elaborando con el tiempo sin volver a pensarlas. Rara vez nos detenemos de verdad a poner a prueba nuestros argumentos. Vargas Llosa, en sus artículos de opinión, me daba la impresión de alguien que dejó de pensar hace mucho y se limita a repetir lo mismo sin tomarse la molestia de montar un discurso sólido. La simpleza frecuente del neoliberalismo de Vargas Llosa expresada una y otra vez en sus artículos, que solo se tienen en pie si estás previamente de acuerdo con él –como si no se dirigiese más que a correligionarios– parece incompatible con la complejidad de sus novelas –complejidad tanto moral como ideológica–, que se mueven en un mundo más sutil.
«El Doctor Vargas y Míster Llosa», pienso. Pero es el segundo el fascinante, ese ser oculto incluso para sí mismo que solo asoma cuando el más ordenado y civilizado Doctor Vargas no está atento, dejándose llevar por su voz interior y no por las creencias y las buenas costumbres.
A Tolstoi le pasaba algo parecido en su manera de relacionarse con las mujeres: las opiniones del hombre Tolstoi eran banales y misóginas, de forma que la mirada aguda y diferenciada que muestra en Ana Karénina parece provenir de un cerebro diferente. El escritor de gran talento que era no se resignaba en sus ficciones a las simplezas con las que se conformaba la persona que también era. Por eso tuvo que reescribir tres veces su novela hasta encontrar a una Ana de la envergadura que conocemos –aunque para llegar ahí fue su mujer Sofia Tolstaia quien se encargó de copiar y corregir cada vez el manuscrito–.
Es algo que nos sucede a todos, pero casos tan extremos, en lo bueno y en lo malo, como los de estos dos autores, muestran cómo la literatura nos introduce en realidades que no controlamos y que incluso a menudo ignoramos.
He cumplido años hace poco. Mi propósito para mi nuevo año de vida –en realidad lo es desde hace mucho, pero no está de más repetírmelo una y otra vez–: ser amable sin dejarme avasallar nunca. Dicho de otra manera: intentar mantener una mirada abierta y comprensiva hacia quienes me rodean pero no ignorar las posibles agresiones ni someterme a ellas. Por supuesto, la segunda parte depende en buena medida de la relación de fuerzas.
Seguimos viendo Twin Peaks. Me está interesando y está claro que fue una serie inquietante, innovadora y seductora. Aunque quizá haya en ella más capacidad de seducción que inteligencia –de Lynch me quedo con Carretera perdida–. Y desde luego las escenas románticas son insufribles. También lo son los momentos solemnes por mucha ironía que queramos leer en ellos.
Hay algo que me perturba en la serie: a mediados de la segunda temporada se da un giro interpretativo que encuentro cobarde. La interpretación que hace Cooper del comportamiento de Leland, padre violador y asesino, lo disculpa de manera sutil. No es Leland en realidad quien comete los crímenes, puesto que ha sido poseído por el espíritu malvado de Bob, el verdadero culpable. Leland muere yendo hacia la luz, al encuentro con la hija, asesinada y violada no tanto por él como por una fuerza maligna. Cooper incluso lo expresa diciendo «Leland fue una víctima de…» y parece así exculparlo por completo.
Me recuerda al giro que dio Freud en su teoría de la histeria: si en una época temprana identificó el origen de los desequilibrios –del trauma– que sufrían muchas mujeres que lo consultaban en los abusos sufridos a manos de parientes cercanos, ante el escándalo que podía provocar tal hipótesis por lo que revelaba sobre las miserias de las familias burguesas, trasladó el peso de la culpa a las mismas mujeres, explicando que su histeria era provocada por la represión del deseo sexual que sentían hacia el padre.
Cito esta idea pero hace tantos años que la leí en algún lugar que no me atrevería a jurar que es una lectura correcta. Debería asegurarme.
Cada vez asocio más la felicidad con la indiferencia. A ver si encuentro tiempo mañana de desarrollar la idea, que, dicha así, parece abrazar la renuncia –a la pasión, al deseo, al entusiasmo, a la rebelión–.
Dos cosas me etrapan del texto, con disonancia… una es que valorar más al Mr que al Dr es una secuela del malditismo intelectual. (XIX). Yo opino al contrario, pero…
Otra es que la serie del Lynch, tan seductora ella, es un poco como la mujer fatal… parece que tiene más de lo que muestra, pero al final, se queda en la fachada… yo no la terminé, pero…