Un momento para respirar
Euskara ikasten ari naiz
«Venirme a vivir a Vizcaya se parece a vivir en el extranjero y a la vez no», escribe José Ovejero en su diario. «Mi única incomodidad real es que me gustaría hablar euskera y sé que nunca lo conseguiré del todo».
9 de abril
Si no tuviese el compromiso de publicar fragmentos de este diario en La Marea es posible que lo hubiese abandonado por un tiempo. Los días están tan llenos y mi cabeza tan dispersa que se me olvida detenerme a repasar el día y escribir mis impresiones. Me sucede algo parecido a lo que me pasa con el ejercicio físico: es una actividad con la que me siento bien después de realizarla, pero siempre la pongo en un lugar demasiado bajo de mi lista de urgencias.
No estoy acostumbrado a pasar tanto tiempo sin escribir (literatura). Siento que mi vida está incompleta si no creo. Cuando Edurne se ausenta unos días siento algo parecido. No, no es que mi vida esté incompleta, es más bien que vivo en modo standby. No se me ocurre una buena palabra en castellano –reposo, espera, no me valen–. En los aparatos de gas –calentadores, estufas–, cuando solo está una pequeña llama encendida pero los quemadores apagados, se dice en francés que está en veilleuse; si se abre el agua caliente o se demanda más calor se produce una llamarada y como un soplo fuerte que anuncia el pleno funcionamiento. Eso es: cuando no escribo o no está Edurne me encuentro en veilleuse y anhelo el momento de la llamarada.
Estamos asistiendo al fin del liberalismo. En principio, deberíamos alegrarnos. Pero lo que se nos viene encima es aún peor: un proteccionismo nacionalista cuyo objetivo no es proteger a los ciudadanos sino barrer, o someter, a la competencia.
Y esto no se debe al narcisismo ególatra, infantiloide y despiadado de Trump, quien solo es la herramienta perfecta para quienes desean instaurar un nuevo orden mundial. Me acuerdo de aquel momento en el que varios líderes mundiales iban a salir a escena y, cuando Trump se dio cuenta de que no iba el primero, se lió a empujones y manotazos para desplazar a los demás. Una imagen perfecta de cómo entiende la política. Solo que en aquel momento no portaba armas.
Pero da igual que nos sintamos superiores a los idiotas que se están alzando en tantos sitios con el poder. Da igual que nos riamos de su zafiedad y su ignorancia en artículos de opinión y en las redes sociales. Hay ya demasiadas mayorías que se sienten representadas –o vindicadas– por ellos y demasiados poderes que saben, o creen saber, utilizarlos.
No estamos ante gatos con máscaras de ratón, como hemos podido tener en el pasado, sino de ratas con máscara de gato.
Venirme a vivir a Vizcaya se parece a vivir en el extranjero y a la vez no. Oigo continuamente palabras en un idioma que no entiendo, debo desentrañar los letreros de las tiendas y de los edificios públicos –casi las primeras palabras que he aprendido, obligado por las gestiones de la mudanza, son udaletxea y garbigune–, pero todo el mundo me habla en mi idioma en cuanto ven que no sé euskera. Hay costumbres ajenas a las mías, como el amaiketako, pero no tanto como para extrañarme o maravillarme; y detalles que me pueden resultar exóticos, como el aizkolari que vende como leña los troncos que parte en sus entrenamientos; seguro que me sentiré extranjero la primera vez que asista a un aurresku, aunque menos que cuando visité Sevilla en Semana Santa. El paisaje me resulta familiar, también la comida, los gestos, ciertos sobreentendidos. Mi única incomodidad real es que me gustaría hablar euskera y sé que nunca lo conseguiré del todo. Lo chapurrearé malamente, dadas mi edad y cierta desgana para aprender más idiomas; hace años abandoné el holandés y me dije que no iba a aprender más lenguas. Estaba harto de aprender vocablos y formas gramaticales. Sin embargo, euskara ikasten ari naiz. Muy, muy poco a poco.
10 de abril
Mi afición al fútbol consiste en que sigo los resultados de Primera División y en que de vez en cuando miro los resúmenes de tres minutos de los partidos con más goles. En realidad, no me gusta el fútbol pero sí ver goles. Y cada año, ya empezada la temporada, elijo un equipo con el que ir, siempre uno que esté en peligro de descenso. He ido con el Cádiz y con el Huesca –ninguno de los dos está ya en Primera– y este año voy con el Leganés. De niño iba con el Athletic de Bilbao, aunque nada me unía al País Vasco.
Supongo que nunca me ha atraído ir con los favoritos. ¿Qué interés tiene ganar cuando la mayoría cuenta con que ganes? ¿Qué épica hay en la victoria cuando posees todos los medios para conseguirla? Ahora caigo en que en los juegos infantiles en los que tenías que ir con los americanos o con los indios –entonces no veía a los indios como americanos, aunque lo fuesen con más derecho que los blancos– yo siempre elegía a los «salvajes», como se los llamaba en los tebeos. Un efecto algo embarazoso de ese afán infantil por sumarme a los perdedores es que también me ponía en el bando de los alemanes de la Segunda Guerra Mundial. Dibujaba cruces gamadas y los símbolos de las SS en la bolsa de deportes. Me hace sonreír aquel niño que no tenía la menor idea del mundo pero se iba forjando una ética para atravesarlo.