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Aida dos Santos: “Tu calidad de vida la marca el bando de tu abuelo en la guerra civil”
Hablamos con la autora de ‘Hijas del hormigón’, un ensayo dedicado a las mujeres del extrarradio, incansables trabajadoras (con o sin contrato) a menudo olvidadas por la izquierda y por el feminismo académico.
«Las dinámicas centro-periferia operan más allá de la geografía, son interacciones coloniales», escribe la politóloga Aida dos Santos en su libro Hijas del hormigón (publicado por Debate). El ensayo se centra en las grandes olvidadas de la izquierda y del feminismo, las mujeres que viven en el extrarradio de las grandes ciudades y que ven cómo el sexismo, el clasismo y la violencia atraviesa y condiciona sus vidas.
El título condensa más de cuatro años de investigación y se articula a través de entrevistas personales con estas mujeres, que a menudo son objeto de burlas, prejuicios y abusos por parte de las clases privilegiadas y, más generalmente, por parte de muchos hombres, independientemente de su estatus.
No llevan un mono azul, pero, por ejemplo, las que trabajan en el sector de los cuidados realizan labores físicamente muy exigentes (levantar encamados para asearlos todos los días no es cualquier cosa). No tendrán estudios de Economía, pero saben cómo arreglárselas para llegar a fin de mes y atender a su familia, muchas veces pluriempleándose en trabajos precarios. Muchas querrían una mejora laboral y no han podido acceder a ella por vivir en un barrio estigmatizado. Muchas querían ser madres y no pudieron serlo por no ganar suficiente ni contar con medidas de conciliación. Muchas quisieron seguir estudiando, pero no obtuvieron la beca necesaria. Muchas no tienen pasaporte español, pero si el país funciona mínimamente se debe a su trabajo.
Hijas del hormigón es un libro radicalmente feminista, abrumador por la cantidad de ideas brillantes que contiene y aplastante por sus testimonios de vida. También, aunque pudiera parecer paradójico, es un libro enormemente luminoso.
Desde la crisis de 2008 hemos escuchado hasta la saciedad aquello de que los jóvenes «vivirán peor que sus padres». Tú has introducido un matiz que desmonta esa frase y que es uno de los grandes temas de tu libro: las jóvenes no vivirán peor que sus madres.
Sí, se ha debatido mucho en redes sobre eso. En este caso, el masculino genérico vuelve a esconder las particularidades de género. Si diseccionamos por separado cómo han vivido nuestros padres, cómo han vivido nuestras madres y nos comparamos con ellos, vemos que las jóvenes no vivimos peor que nuestras madres.
¿Cuáles han sido tus referentes a la hora de escribir este ensayo?
Al principio tuve en mente a Svetlana Aleksiévich, la premio Nobel que ha escrito sobre la sociedad en la URSS, sobre sus países satélites y sobre Chernobyl a partir de testimonios de muchas mujeres, pero el estilo no me encajaba. No era lo que yo quería hacer. El estilo que yo quería tener como ensayista lo he encontrado en dos escritores españoles, aunque supongo que también habrá mujeres que han trabajado así. Son Nacho Carretero e Iñaki Domínguez. Ellos van preguntando a la gente cómo está y qué recuerdos tienen, y a partir de eso y de su bagaje literario construyen un ensayo.
En el libro señalas lo importante que han sido también las autoras negras, latinas y gitanas para hacer la crítica sobre lo que es presentable y lo que no según las clases acomodadas.
Sí, ellas escriben desde el exterior. En el feminismo negro, islámico, gitano o latinoamericano las autoras no hablan sólo de sí mismas sino que preguntan a las demás cómo están. Quizás lo hagan, precisamente, por ser minorías. Las feministas blancas, de alguna manera, escriben desde la vivencia personal, no necesitan preguntar, ni siquiera a otras mujeres blancas. Tienen más claro que pueden universalizar su posición.
Eso me recuerda al concepto «espacios seguros», que es absolutamente necesario pero que tiene un aura académica, blanca, universitaria. Donde de verdad no hay espacios seguros es en la periferia de las ciudades.
Es posible que el concepto «espacios seguros» venga de la concepción de que el mundo se puede departamentar. Pero la realidad es que no se puede. Las mujeres de clase trabajadora tienen que ir ocupando los espacios en los que se les hace hueco. Y a menudo son espacios hostiles de los que no pueden escapar porque son centros de trabajo o lugares en los que hay oportunidades laborales. Las feministas negras también han tratado este tema. Para ellas el concepto de «ansiedad» es europeo. Hay comunidades que viven en permanente alerta. Por ejemplo, hay espacios en los que las mujeres blancas nos podemos sentir seguras porque hay presencia policial, pero para una mujer negra es exactamente lo contrario. Ella, en ese espacio, tiene bastantes posibilidades de que le pidan la identificación más allá de cuál sea su situación administrativa en España.
¿Cuántas entrevistas has hecho para escribir este libro?
En profundidad, 175, pero algunas se han caído porque la situación personal de las mujeres protagonistas ha cambiado a lo largo de estos cuatro años que ha durado el trabajo. A todas les di sus entrevistas para que las leyeran y me dieran su aprobación o para que cambiaran lo que quisieran. La situación de la mayoría de ellas ha mejorado, pero no ha sido así para todas. Por ejemplo, había una mujer que hablaba de lo contenta que estaba por las facilidades que tenía para conciliar. Pues bien, esta mujer está ahora en el sistema VioGén como víctima de violencia machista. Otros testimonios se cayeron porque esas mujeres han visto sus casos judicializados y como su relato no es exacto, sino que yo he cambiado sus nombres y he mezclado algunas vivencias, no querían que estas incongruencias pudieran ser utilizadas en su contra durante el juicio.
Hiciste un llamamiento por Instagram para conseguir más testimonios. Supongo que en algún momento eso se convirtió en algo inmanejable.
Sí, llegué a recibir el contacto personal de más de 1.000 mujeres. En realidad, recurrí a las redes sociales para salir de mi burbuja. No quería que la muestra estuviera sesgada por mi propia situación personal: politóloga, que trabaja en la administración, que había sido concejal del PSOE, etc. Necesitaba separar todo eso. Y necesitaba también tener mujeres más mayores, que hubieran vivido otras épocas y que quizás no tenían habilidades digitales. Esos contactos los conseguí a través de sus familiares y moviéndome mucho, aprovechando viajes que a veces eran de ocio para hablar con la gente. También tuve que pedir muchas horas libres en mi trabajo para hacer entrevistas.
El ensayo cuenta con una bibliografía muy extensa, mencionas centenares de referencias de otros autores y autoras, pero hay una que aparece recurrentemente: Obreras sin fábrica. ¿Por qué?
Obreras sin fábrica es un proyecto de un grupo formado por tres chicas y un chico [Anna de Miguel, Bárbara Durán, Claudia García y Enrique Moral] de Ciudad Pegaso, en Madrid. Obreras sin fábrica es muchas cosas a la vez: una cuenta de Instagram, un fanzine, un libro, un proyecto de investigación… Conecta mucho con mi generación, la de las nacidas en los años noventa que nos hemos preocupado no sólo de hasta dónde podíamos llegar nosotras, sino de hasta dónde habían podido llegar nuestras madres y nuestras abuelas. El proyecto es muy interesante por el esfuerzo que ponen en darle dignidad al trabajo que hacían sus abuelas, a las que no se consideraba trabajadoras porque se dedicaban a las labores del hogar. Pero aquel trabajo era fundamental. Primero, porque para que los hombres entraran a trabajar en la fábrica de camiones tenían obligatoriamente que estar casados. Y luego porque sin su trabajo doméstico esos hombres, tan presentes y tan admirados en la memoria obrerista, no hubiesen podido sostener todo lo que implica tener una familia pasando tantas horas fuera de casa.
En el libro dices que para las hijas del hormigón el Estado es el único empleador estable. ¿Por qué?
Básicamente, por la maternidad. Yo soy una excepción, porque no deseo ser madre y soy funcionaria por una vocación de servicio publico, porque quiero llegar al máximo de personas posibles a través de un trabajo ético y no quiero estar generando plusvalías para un fondo de inversión. Lo dicho, yo soy una excepción, pero la mayoría de las mujeres sí que quieren ser madres. Para escribir sobre ellas me he tenido que empapar de todo lo que implica la maternidad. Trabajar para el Estado les da estabilidad y unos derechos de conciliación más reconocidos que en la empresa privada. Por supuesto, también van a tener por encima de ellas a mandos intermedios que les van a pedir que sean más productivas que lo que el Estatuto del Empleado Público prevé, pero podrán pedirse la baja con más facilidad y saben que le mantienen su puesto de trabajo. Y a la vuelta van a poder pedir horas para acudir a las tutorías de sus hijos sin que haya ninguna represalia. Todo eso en la empresa privada es más difícil. A partir de un reportaje que leí en La Vanguardia y de los testimonios que he podido recoger para el libro, me he dado cuenta de que las mujeres tienen bastante miedo a ser madres dentro de la empresa privada. Por eso hoy hay muchas más mujeres que se convierten en madres después de los 40 años, porque es cuando han consolidado las plazas en la función pública. A lo mejor empiezan trabajando en la empresa privada, pero cuando deciden ser madres se preparan una oposición.
Me hace mucha gracia el tono irónico en el que utilizas la expresión «invierno demográfico». La baja natalidad no es culpa de las mujeres, es culpa de los empresarios, pero casi nunca se presenta así en los medios.
Además, se podría llegar a pensar que hay hombres que están deseando ser padres y que no pueden serlo por culpa de estas mujeres que trabajan fuera del hogar y que les niegan ese deseo. Lo cierto es que las empresas no facilitan las medidas de conciliación y que los padres tampoco se han implicado mucho a la hora de solicitarlas.
De hecho, como cuentas en el libro, cuando piden la baja de paternidad lo hacen al mismo tiempo que su pareja. No quieren quedarse solos con el niño.
Así es. Muchas mujeres, para ser madres, recurren al subempleo, porque las funciones para las que ellas han estudiado conllevan unas responsabilidades que no son compatibles con la conciliación. Las empresas no facilitan en absoluto que seas directiva y madre a tiempo completo. El resultado de todo esto es que las mujeres que son hijas de padres españoles tienen menos hijos que las mujeres de origen migrante, pero éstas también se han dado cuenta de que no pueden tener tantos hijos como hubiesen deseado y mantener una calidad de vida similar a la de las europeas.
Además, en las entrevistas de trabajo a los hombres no nos preguntan si pensamos tener hijos.
También lo hacen, pero en una proporción ínfima comparada con las mujeres. Y esa intromisión no se limita a tu edad fértil. Primero te preguntan si vas a tener hijos, después si estás pensando en tenerlos y luego si los has tenido ya.
Sobre las entrevistas de trabajo escribes: «No se nos puede ver Carabanchel ni en las uñas». También citas a Bibiana Collado, que explicaba cómo la forma de comer la fruta (llevándose el cuchillo directamente a la boca) puede delatar el origen rural de tus padres. ¿Por qué crees que hemos convertido la conciencia de clase en conciencia de culpa?
Esa frase de las uñas es de Inés Hernand y la usó en Gen Playz para hablar del clasismo en las entrevistas de trabajo. Yo no tengo ese sentimiento de culpa, pero sí puedo entenderlo. Al final, de lo que se trata es de la sensación de estar ocupando un lugar que no te pertenece. Ocurre con muchos jefes, que parece que te están haciendo un favor al invitarte a ese espacio, pero no es una invitación. Llegamos a la universidad porque hemos obtenido becas y hemos conseguido unas notas suficientes. A nosotras nadie nos ha regalado nada. No quiero decir que nos hayamos hecho a nosotras mismas sino que no hemos competido con ventaja, como sí han hecho las hijas de las clases adineradas. Nos lo hemos ganado y, sin embargo, sabemos que nos pueden echar de esos espacios en cualquier momento. Y también está el miedo a defraudar las expectativas que tu familia ha puesto en ti. Nuestras familias han tenido que hacer un esfuerzo. Mi padre, por ejemplo, ya no podía contar conmigo para trabajar en el bar cuando me fui a la universidad. Por otra parte, tampoco tenemos modelos de mujeres de clase trabajadora que lleguen a espacios de poder. Y cuando estamos cerca de esos espacios tendemos a imitar lo que hacen quienes, por familia, están acostumbrados a estar allí. Imitamos la forma de vestir, de peinarnos, hasta de comer. Y en el momento en el que fallamos en estas performances aparece la culpa y el miedo a ser expulsadas.
Fallar, además, es algo que sólo se pueden permitir los ricos.
Efectivamente. Imagina lo que es comprar un piso sobre plano con tu pareja y que esa relación fracase. O que se retrase la construcción y no te den las llaves a tiempo. O directamente que te estafen con el piso. Eso, que parece tan prosaico, puede condicionar toda tu vida. A lo mejor pensabas formar una familia y ya no puedes. O piensa en lo que era abortar para una chica de 16 años antes de la ley de Zapatero. Imagina todos los trastornos que suponía contárselo a la familia, faltar al negocio familiar esos días o no poder cuidar de sus hermanos pequeños. Todo eso sin contar con el estigma. Esos problemas no existen para las clases altas, sus valores son mucho más laxos. La moralina sobre la familia, la fidelidad, etc., son valores que van de arriba abajo, imponiéndole a los pobres cómo deben vivir. Pero a los de arriba les da exactamente igual. Los divorcios, los abortos, las infidelidades, las separaciones, todo eso lo tienen mucho más aceptado.
De esta gente has dicho que el único mérito que tienen es que Alemania ayudó a sus abuelos a ganar una guerra civil.
Sí, y es curioso cómo en el mundo de la empresa hay cosas que luego se ven reflejadas en la sociedad. Por ejemplo, tú puedes revisar todas las nóminas de una empresa y los salarios tienen una cierta lógica, responden a los títulos académicos, a la categoría profesional, a conceptos más o menos claros. Pero de repente ves una distorsión, un elemento diferenciador que sólo se explica a partir de una cosa: el grado de parentesco con el jefe. Con las oportunidades laborales y la calidad de vida sucede lo mismo. Tomas un grupo de población y empiezas a desgranar su nivel de estudios, el número de hijos, si sufren o no una enfermedad crónica, empiezas a separar diferentes dimensiones de sus vidas y llega un momento en el que te das cuenta de que lo que diferencia la calidad de vida de unos y otros es el bando del abuelo durante la guerra civil. Por supuesto, esto es algo que a los ricos no les gusta que se lo recuerden, pero como adeptos al régimen sacaron ventaja durante 40 años de franquismo. Algunas de estas hijas del hormigón son nietas de represaliados que fueron expulsados de sus pueblos y que se instalaron en los arrabales de las grandes ciudades. Eso se ve muy bien en la película de El 47.
Comprobamos, una vez más, que la meritocracia es el mito más grande que existe.
Pues sí, porque estas mujeres son muy capaces, ya acumulan muchos méritos. A veces, desde el feminismo, podemos trasladar la idea equivocada de que son víctimas. Nada de eso. Lo único que piden son oportunidades, y cuando las tienen salen adelante porque son increíblemente trabajadoras y no necesitan que un pijo venga al salvarlas.
Sus testimonios en ese sentido son muy brillantes. Y su discurso también es muy claro.
Cuando las universitarias hablan sí que identifican la superestructura del clasismo y del machismo, pero las que no lo son lo hacen desde la rabia de clase. Y no se autocompadecen. Hay un testimonio desgarrador de una madre que apunta a su hijo a judo después del asesinato de Samuel Luiz. No quiere que los mossos la llamen para decirle que le han pegado una paliza a su hijo gay, sino porque se ha defendido. Estas mujeres nunca hablan desde el victimismo.
Claro que hubo dos bandos en la guerra civil: los partidarios del socialismo marxista, cuyo referente eran los asesinos Lenin y Stalin, y los de un régimen totalitario basado en socialismo nacional o fascismo, apoyados por los socialistas Hitler y Mussolini. O sea, es cierto que solo había un bando porqué todos eran SOCIALISTAS.
Una cosa es trabajar dura y precariamente y luchar por lo que a tí te incumbe y otra tener valores e ideales y luchar por un mundo más justo.
Mis antepasados trabajaron en el campo más que los esclavos para vivir humildemente, los trabajos de cuidados no son nada comparados con como los ví trabajar a ellos. (Los críos ayudábamos hasta dónde podíamos. Hoy denunciarían a nuestros padres por explotarnos). Y sobre todo a la mujer, pues llegaba «reventada» del campo donde todo se hacía aún manualmente y ponte con las faenas de la casa, animales, comidas, el hombre se desentendía de todo ello pues eran cosas de «mujeres». En parte por esta falta de solidaridad para con su compañera, la siguiente generación de mujeres se fue a «servir» a la ciudad dónde se sentían unas privilegiadas y los pueblos, sin mujeres, empezaron a deshabitarse. Trabajaron más que los esclavos; pero no se implicaron en lucha alguna por un mundo más justo. Tampoco tenían tiempo ni fuerzas.
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Marcelo Colussi: ¡VAMOS POR EL SOCIALISMO!
El socialismo no ha muerto. No puede morir mientras el capitalismo siga existiendo, explotando, alienando y deshumanizando. Su defensa del socialismo no parte, pues, de la idealización del pasado, sino de la necesidad histórica de un horizonte que se oponga a la lógica depredadora del capital. Frente al discurso dominante, que impone la consigna tatcheriana de que “no hay alternativa”, Vamos por el socialismo se alza como una propuesta racional que se niega a admitir esta trampa de la ideología dominante.
Uno de los aportes centrales del libro es la caracterización del capitalismo como un sistema, basado en la más abyecta explotación de la masa trabajadora, sostenido por una red de justificaciones ideológicas, mediáticas y culturales que logran naturalizar la injusticia. Colussi no se limita a señalar la desigualdad económica; muestra cómo ésta se complementa con una cultura del derroche, de la ostentación, del consumo sin sentido, que invisibiliza las condiciones materiales de existencia de millones de personas.
De manera elocuente, el autor denuncia las prioridades absurdas del sistema: se invierten millones en misiones espaciales, mientras cada día mueren miles de personas por falta de agua potable. Estas contradicciones no son errores de diseño, sino expresiones estructurales de un modelo basado en la acumulación privada, en el lucro por encima de la vida. En este sentido, Colussi advierte que seguir apostando por el capitalismo no es tan solo una elección política, sino también una forma de suicidio colectivo.
Uno de los aspectos más originales del libro es su análisis del poder ideológico del capitalismo. Colussi advierte sobre la extraordinaria capacidad del sistema para moldear conciencias, generar deseos artificiales y desactivar la crítica social mediante la cultura del entretenimiento, el consumo, la hipertecnología y las redes sociales.
La pregunta que se impone es: ¿cómo construir socialismo en un mundo donde el sujeto revolucionario está fragmentado, adormecido o absorbido por el sistema? Para Colussi, la clave continúa estando en la organización popular y en la capacidad de inventar nuevas formas de lucha que respondan a las condiciones actuales.
Vamos por el socialismo no ofrece recetas cerradas. Se trata, más bien, de recuperar la brújula histórica que señala que otro mundo no solo es posible, sino urgentemente necesario. La frase de Rosa Luxemburgo resuena en todo el libro: “Socialismo o barbarie”.
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https://canarias-semanal.org/art/37835/vamos-por-el-socialismo-la-nueva-obra-de-marcelo-colussi-que-rehuye-la-nostalgia-y-el-dogma
En la guerra civil no hubo bandos, ese es un lenguaje creado y fomentado por el franquismo y sus herederos.