Internacional | Opinión
No será fascismo, pero se le parece mucho
La expulsión de un científico francés por criticar en privado las políticas de Trump es el último capítulo del preocupante deslizamiento de Estados Unidos hacia el totalitarismo.
Hace unos días, Guillem Martínez –en esta casa somos muy de Guillem– se hacía eco en un espléndido artículo de otro publicado por el economista Thomas Piketty en Le Monde. En él explicaba por qué el trumpismo no es percibido, stricto sensu, como fascismo. El autor de El capital en el siglo XXI (con un conocimiento mucho mayor que el que podamos tener nosotros, no vamos aquí a enmendarle la plana a quien es, qué duda cabe, un cráneo privilegiado) llama al actual momento histórico «nacional-capitalismo», lo que sería una nueva etapa –furiosa, desaforada, ridícula, terminal y caligulesca– del neoliberalismo. Su explicación se basa en la historia y, más concretamente, en la historia de la economía (la única verdaderamente digna de llamarse historia, si nos atenemos a Marx).
A juicio de Piketty, Trump está cometiendo los mismos errores en los que incurrió Europa en el siglo XIX: una lucha sin cuartel por los territorios y las materias primas a golpe de arancel. Por aquel entonces, las potencias europeas impusieron «tributos coloniales a todos los países recalcitrantes, desde Haití a China, pasando por Marruecos». Y luego lo hicieron entre ellas. Los guantazos arancelarios tuvieron un momento estelar en la pugna entre Francia y Alemania, un a ver quién la tiene más grande que llegó al absurdo: la deuda alemana por este concepto triplicaba su PIB anual. Esa guerra comercial culminó (con 80 millones de muertos) en las dos grandes Guerras Mundiales. El trumpismo, esa «mezcla de nacionalismo brutal, de conservadurismo social y de liberalismo económico desbocado», ha entrado ya en esa dinámica, la última fase –la del estertor– del neoliberalismo reaganiano. Ahora mismo EE.UU. es un zombi. Está económicamente muerto, pero todavía no lo sabe, y en el ínterin nos morderá a todos para que muramos con él.
Piketty «no lo denomina fascismo», recuerda Guillem Martínez. «Lo que viene es la nueva extrema derecha, la mayor amenaza a la libertad, la democracia y, tal vez, a la vida, desde el fascismo». La cuestión es: ¿de verdad es tan nueva? ¿No será el fascismo de toda la vida que nosotros, tan dados a intelectualizarlo todo, nos empeñamos en barroquizar buscándole tres pies al gato? Veamos un ejemplo, el penúltimo en esta preocupante deriva, para intentar salir de dudas.
El pasado 9 de marzo, Estados Unidos prohibió la entrada en su territorio (y después expulsó) a un científico francés (del CNRS, el equivalente galo a nuestro CSIC) que había viajado allí para participar en una conferencia. La razón fue que había expresado una «opinión personal» discrepante con la política estadounidense. Este investigador habría sido sometido a un control aleatorio en el aeropuerto durante el cual le requisaron su ordenador y su teléfono móvil. Allí pudieron ver un intercambio de mensajes con colegas y amigos en los que criticaba la política de recortes de la Administración Trump en materia de ciencia. Las razones expuestas después del incidente son delirantes.
Según una fuente diplomática a la que tuvo acceso la agencia AFP, los mensajes que había en aquel teléfono móvil reflejaban «un odio hacia Trump que podría calificarse como terrorismo». Otra fuente habla de «mensajes de odio y conspiración». Hasta el FBI entró en el caso para, poco después, con el científico ya expedido de vuelta a Francia, «retirar los cargos».
Podemos darle muchas vueltas, pero esto, a simple vista, parece un claro ejemplo de fascismo. En un régimen democrático, nadie debería tener acceso a tus comunicaciones privadas sin tener una orden judicial basada en investigaciones previas y sospechas fundamentadas. Pero bajo el fascismo no existe la privacidad y, obviamente, no puede decir uno lo que le dé la gana.
Es más, el fascismo no sólo exige silencio, va más allá. El fascismo reclama demostraciones públicas de adhesión. Ya no es sólo que te metas tus discrepancias por donde te quepan, es que debes replicar obedientemente el discurso oficial. Cuando Volodímir Zelenski visitó, incauto, la Casa Blanca aguantó un chorreo denigrante por parte del emperador y, de propina, se llevó una lección de primero de fascismo: «Deberías agradecer al presidente sus intentos por poner fin a esta guerra», le dijo el vicepresidente J. D. Vance apuntándole con el dedito. En América se apunta mucho con el dedito. O sea, deberías decir lo que nosotros queremos que digas. Auto de fe, lo llamaba la Inquisición española (aquí también hemos apuntado siempre mucho con el dedito).
Es especialmente interesante el pasaje en el que Guillem Martínez se refiere al desprecio de Trump por el parlamento de su país. La primacía del Ejecutivo sobre el Legislativo podría ser, de hecho, «el gran programa de Trump», dice. «En una cultura jurídica y política en la que la jurisprudencia es muy importante, Trump intenta crear el precedente de que el Presidente puede gobernar solo de forma legal. O casi. Y, por ahora, le pita».
La italiana Michela Murgia, en esa esclarecedora maravilla titulada Instrucciones para convertirse en fascista, explicaba muy bien la diferencia entre el líder (ligado a las democracias) y el jefe (propio del fascismo): «El problema del líder democrático es que discute con quien le plantea opiniones contrarias dotándolas así de la misma dignidad que las suyas, de modo que a la hora de tomar una decisión los opositores lo deslegitiman. El jefe, en cambio, es sincero, leal, no finge que toma en consideración las numerosas opiniones contrarias que surgen alrededor de las personas que están al mando, y por esta razón sus decisiones no son negociables. Cuando gobierna, puede ganar o perder, pero al jefe hay que obedecerlo en cualquier caso».
Continúa Murgia en sus Instrucciones: «Habrá que aprovechar todas las ocasiones que se presenten para denigrar el parlamentarismo [por lento e improductivo], sobre todo en su composición proporcional, y promover como solución más eficaz el presidencialismo (…) Es importante repetir que los órganos de negociación democrática son trabas burocráticas que no sirven para nada».
Es muy habitual entre la extrema derecha criticar la burocracia. Lo cierto es que allí donde hay burocracia, hay civilización, ley y orden. Y donde no la hay, individualismo, destrucción y barbarie. Piensen en una frase del tipo «relléneme usted este impreso para que un funcionario de la Junta visite su finca y pueda evaluar si puede usted excavar un pozo para extraer agua o no». Bellísima, ¿verdad? Pues Elon Musk no piensa lo mismo. Su «agencia paragubernamental», dedicada a los recortes y a la eliminación de la burocracia, ha conseguido, nos recuerda Martínez, logros muy discretos, «lo que invita a pensar que su objetivo principal también es teatral: amedrentar, imponer la lógica del miedo en los departamentos gubernamentales, cambiar sus perspectivas». Y el miedo, más incluso que la porra, es el instrumento predilecto del fascismo.
El nuevo ‘orden del día’ del fascismo
Musk, por cierto, capitanea el grupo de empresarios multimillonarios adeptos a Trump, casi todos ellos barones de lo que ya se conoce como «tecnofeudalismo», entre los que se encuentran Mark Zuckerberg (Facebook) o Jeff Bezos (Amazon). Al verlos a todos ellos en fila durante la ceremonia de la toma de posesión era inevitable recordar El orden del día, de Éric Vuillard, en el que narra el apoyo que Hitler obtuvo de los grandes patrones de la industria alemana: Opel, Siemens, Bayer, Agfa, Krupp… Antes, en la Italia de Mussolini, pasó algo parecido. Las élites se pusieron al servicio del Estado fascista para hacerse aún más ricas. Fascismo y capitalismo han vivido siempre una relación simbiótica. Como indica David D. Roberts en su libro El totalitarismo, «los fascistas [de aquellos años] habían llegado a la conclusión de que el problema no residía en el capitalismo o en la propiedad privada sino en la cultura liberal en general». Es decir, en lo que hoy llamaríamos lo woke. La educación y el respeto hacia otros seres humanos (lo woke, despojado de connotaciones risibles, se podría resumir así) ha sido el gran caballo de batalla del fascismo en esta indigesta guerra cultural que, en su máxima expresión, dura ya una década.
Otra de las recetas que propone Murgia para el auge del fascismo es «granjearse enemigos», ¿y qué otra cosa ha hecho Trump desde que tomó posesión del cargo? «No se convierte uno en fascista sin un enemigo, porque el fascismo, para proponerse, debe oponerse». La Unión Europea, Groenlandia, Canadá, México, Panamá, todos son sus enemigos. Todo aquel que no se pliegue a sus deseos es su enemigo. Incluidos, por supuesto, los propios jueces norteamericanos, a los que amenaza continuamente si dictan sentencias que no le gustan.
Para seguir trazando paralelismos entre el nazifascismo y el trumpismo podríamos poner los aviones con inmigrantes que ha mandado a prisiones de El Salvador junto a los trenes que iban camino de Buchenwald, pero la idea ya ha quedado bastante clara.
Volvamos, para finalizar, a la gran Michela Murgia: «Nos llamarán nostálgicos, nuevas derechas, nacionalistas o de otras maneras, pero serán ellos [los demócratas] los que evitarán pronunciar la palabra fascistas».