Análisis
Desinformación y negacionismo, las otras lecciones de la pandemia
Cinco años después del estallido del Covid-19, su impacto todavía está muy presente en el ámbito sanitario y social. También en el mundo de la comunicación. La OMS llegó a hablar de “infodemia”, en referencia a una sobrecarga de información no fiable que se propaga rápidamente entre la población. Sus daños, lejos de haber actuado como una vacuna, todavía los sufrimos.
Este artículo se ha publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Desde el punto de vista de la comunicación, el impacto de la pandemia del coronavirus fue como el combate entre dos mundos. En palabras del sociólogo Michel Wieviorka, “el de la razón y el del oscurantismo. El primero apela al razonamiento, a la ciencia, al conocimiento, a la argumentación y a la demostración rigurosa. El segundo, a la fe, las convicciones, unas voluntades de carácter místico, la idea de la conspiración o de unas potencias maléficas”.
Este combate no nació con la pandemia, es también el combate por los derechos humanos y valores universales. Wieviorka recuerda que “aunque la razón ha conocido épocas favorables en Europa, con el Renacimiento y, después, con la Ilustración, y aunque hoy en todo el mundo la ciencia y la tecnología son fuerzas cruciales, el desenlace de este combate sigue siendo incierto”.
Estos dos mundos también tuvieron su expresión en el periodismo, entre los medios que optaron por alimentar emocionalmente un clima de incertidumbre, miedo, odio… y los que optaron por informar con responsabilidad ética y rigor. La Organización Mundial de la Salud (OMS) llegó a acuñar el término “infodemia”, es decir, una sobrecarga de información no fiable que se propaga rápidamente entre la población.
Pocos días después de decretarse el confinamiento, el filósofo Daniel Innerarity escribía en Twitter: “Esta crisis no es el fin del mundo, sino el fin de un mundo. Lo que se acaba (ha terminado hace tiempo y no acabamos de aceptar su muerte) es el mundo de las certezas absolutas, el de los seres invulnerables y el de la autosuficiencia”. Empezaban tiempos de incertidumbre extrema. En un primer momento, la humanidad necesitaba encontrar respuestas, pero sólo halló preguntas. No existían verdades científicas y era el terreno abonado para las noticias falsas, la pseudociencia o las teorías conspiranoicas.
“La información incorrecta trunca vidas”
Cristina Peñamarín, catedrática de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, recordaba que “en los momentos de emergencia, la humanidad tuvo que aprender rápidamente qué era información fiable y qué, intoxicación o falsedades, por las consecuencias a las que llevaba cada una”. Era una lección dramática porque políticos que estaban entonces en el poder como Donald Trump, Boris Johnson, o Jair Bolsonaro defendieron que el Covid-19 era como una gripe más, “por lo que no deben tomarse precauciones especiales”, y llegaron a decir que “la mayoría se infectará levemente y así se inmunizará”.
En septiembre de 2020, y ante la proliferación de noticias falsas o imprecisas sobre la pandemia de covid-19, diferentes organismos de la ONU (OMS, Unicef, PNUD, Unesco…) y otras organizaciones humanitarias internacionales, como Cruz Roja y la Media Luna Roja, firmaron una declaración conjunta. Denunciaban una sobreabundancia de información y los intentos deliberados por difundir noticias erróneas para socavar la respuesta de la salud pública y promover otros intereses de determinados grupos o personas. “La información errónea y falsa –decían– puede perjudicar la salud física y mental de las personas, incrementar la estigmatización, amenazar los valiosos logros alcanzados en materia de salud y espolear el incumplimiento de las medidas de salud pública, lo que reduce su eficacia y pone en peligro la capacidad de los países de frenar la pandemia”.
La ONU también alertaba de que “la información incorrecta trunca vidas. Sin la confianza adecuada y la información correcta y pertinente, las pruebas diagnósticas se quedan sin utilizar, las campañas de inmunización (o de promoción de vacunas eficaces) no cumplirán las metas y el virus seguirá expandiéndose”. Además, la información falsa polarizaba el debate público y daba alas al discurso del odio. “Potencia –decían en el comunicado– el riesgo de conflicto, violencia y violaciones de los derechos humanos; y amenaza las perspectivas a largo plazo de impulsar la democracia y la cohesión social”.
Como consecuencia, la Organización de las Naciones Unidas lanzaba un llamamiento “a los medios de comunicación y a las plataformas de las redes sociales, a los investigadores y especialistas en tecnologías que pueden concebir y establecer estrategias y herramientas eficaces para responder a la infodemia, a los líderes de la sociedad civil y a las personalidades influyentes con sus objetivos. Información precisa y prevenir la difusión de información errónea y falsa”.
La “infodemia” nacía de comportamientos irresponsables como los que denunciaba la ONU, pero sobre todo del desconcierto que se apoderó del conjunto de la sociedad y de las administraciones. En medio del vacío, las redes difundieron mentiras, pero también alertas, mientras que el sistema institucional y mediático tardaba en reaccionar. La ciudadanía explicaba en las redes qué ocurría en su entorno, y, entre muchas informaciones distorsionadas y fábulas, emergía la realidad.
La humanidad se enfrentaba a una amenaza global y de consecuencias imprevisibles. Eran tiempos de desconcierto y de angustia por no saber qué pasaba en realidad. Los medios, por serios y responsables que fueran, no podían evitar la desinformación, porque sus fuentes, la comunidad científica y las administraciones, también ofrecían datos contradictorios o que, posteriormente, nunca fueron avalados por la ciencia.
Superados por la magnitud de la emergencia
Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce y el periodismo con credibilidad recuperó su papel. En especial, las publicaciones científicas. Por ejemplo, contra las propuestas conspirativas, la revista Nature ofreció todo tipo de datos solventes, en marzo del 2020, para desmentir que el Covid-19 fuera “una construcción de laboratorio o un virus manipulado intencionadamente”.
Pese a los esfuerzos de los medios responsables por construir una información de calidad útil para la ciudadanía, la pandemia agravó problemas que ya estaban aquí, principalmente tres: el primero, la desconfianza de una parte de la sociedad –por suerte minoritaria– hacia los medios; de ahí surge en todo el mundo una corriente negacionista de la propia pandemia y de las vacunas. El segundo, la politización de la pandemia por parte de algunos medios, que fueron mucho más allá de la crítica necesaria y legítima a las administraciones. Y el tercer problema fue la saturación informativa respecto a la emergencia, hecho que dejaba fuera del foco informativo otros muchos aspectos de la realidad que también merecían atención.
La tragedia de aquellos primeros días se tradujo en miles y miles de muertos en las residencias de ancianos, UCI colapsadas, tanatorios llenos de féretros…, y todo ello sin familiares. Aquel inmenso dolor no quedó reflejado como se merecía desde el punto de vista periodístico. Los periodistas no lograron superar las barreras, por el cierre efectivo de los escenarios donde ocurría la tragedia, pero también porque el periodismo, como la sociedad en su conjunto, se vio desbordado, superado por la magnitud de la crisis a la que nos enfrentábamos.
El símbolo de las víctimas en las residencias
Cinco años después de la pandemia hay una cifra que simboliza la lucha por la veracidad: las personas fallecidas en las residencias geriátricas en Madrid. Los datos oficiales, avalados por las familias, las cifran en 7.291, mientras que la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, lo niega. La Comunidad de Madrid estableció un protocolo que vetaba el traslado a los hospitales de las personas contagiadas en las residencias. El argumento era que no se podían colapsar los hospitales, pero en la práctica era una gigantesca criba que condenaba a muerte a los ancianos enfermos con Covid-19. En toda España fallecieron treinta y cinco mil residentes en la primera ola.
El diario Infolibre demostró, con una extensa investigación periodística, que hubieran podido salvarse muchas vidas si no se hubiera vetado el traslado a los hospitales. O, en cualquier caso, se habría aliviado el sufrimiento de las horas finales. Jesús Maraña, director editorial del diario Infolibre, denunciaba en un artículo “la alfombra roja que buena parte de los medios de masas escritos, audiovisuales y digitales han extendido a los pies de Ayuso y a las falsedades de su discurso […]. Así le han permitido mentir con total soltura sobre asuntos tan sensibles como las muertes por Covid de miles de personas en las residencias durante la primera ola de la pandemia”. El jefe de investigación de Infolibre, Manuel Rico, recogió estas investigaciones en el libro ¡Vergüenza! El escándalo de las residencias (Planeta, 2021).
Madrid es la comunidad que registró mayor exceso de mortalidad en el 2020, con un incremento del 41,2% respecto al 2019. La media de España fue del 17,7%. Cataluña, por ejemplo, también quedó por encima, con una subida del 23,5% debido al impacto de la pandemia. Todos los resultados de la gestión de la pandemia de Ayuso fueron catastróficos, los peores del país. Empezando por el abandono que sufrieron las personas en las residencias geriátricas. Sin embargo, Ayuso ganó las elecciones del 2023 por mayoría absoluta.
¿La pandemia nos hizo mejores?
¿Cómo nos cambió la pandemia? La experiencia colectiva de sufrir una pandemia abrió múltiples reflexiones sobre cómo incidiría en nuestra vida. La antropóloga Lucía Muñoz Sueiro pensaba en ese momento que la pandemia “ha desatado emociones que, si las encaminamos adecuadamente, pueden conducirnos a reflexiones fructíferas que generen las condiciones necesarias para una transición sistémica, consciente y planificada. Disfrutemos de más bienestar, más tiempo libre, más cuidados, más introspección, más vínculos sociales. Ojalá plantemos las semillas de un cambio sistémico que nos haga, realmente, florecer como sociedades”.
Uno de los pronósticos que aportó una corriente de esperanza fue la de Jacques Attali, un reputado economista que había sido consejero especial del presidente francés François Mitterrand y fundador del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo. Attali predijo en plena pandemia que “veremos nacer, después de un momento de cuestionamiento muy profundo de la autoridad, una fase de regresión para intentar mantener las estructuras de poder existentes y una fase de cobarde alivio, una nueva forma de legitimación de la autoridad; no estará basada ni en la fe, ni en la fuerza, ni en la razón, tampoco en el dinero, último avatar de la razón. El poder político estará en manos de quienes sepan mostrar el mayor grado de empatía hacia los demás”.
Attali auguraba que, después de la pandemia, “los sectores económicos dominantes serán también los de la empatía: la salud, la hospitalidad, la alimentación, la educación, la ecología”. La predicción de Attali, desgraciadamente, no se ha producido. Quizás todo lo contrario. Pero es un buen ejemplo de una corriente de pensamiento mundial que creyó, de forma tal vez ingenua, que “de la pandemia saldremos mejor como humanidad”.
Cinco años después, la perspectiva del tiempo nos dice que la pandemia nos ha cambiado. Que nos marca la noción del tiempo: hablamos de “antes de la pandemia”; “durante la pandemia o de “después de la pandemia”. Y a su vez intentamos olvidar, como si fuera un paréntesis en nuestra vida, un tabú que preferimos no recordar. Pero el dolor de quienes la sufrieron en primera persona, de quienes perdieron familia, sigue muy presente. También entre los sanitarios que se entregaron de forma heroica a salvar vidas poniendo en peligro las suyas. ¿Fue un trauma colectivo que nos hizo mejores? Aquí cada uno tiene su propia respuesta.