Internacional
La guerra a pie (2) | El corredor estratégico que definirá las relaciones entre Ucrania y Rusia
50 kilómetros caminando desde Járkiv, la gran ciudad de Ucrania más atacada, hasta el frente de Kozacha Lopan, situado en plena frontera con Rusia y cerrado a la prensa. Un viaje de invierno y encuentros al paso por el corredor que en el 2022 fue temporalmente ocupado y hoy es diariamente martirizado por unas fuerzas rusas que lo consideran clave para el devenir de los próximos diálogos.
Dejando atrás la gran ciudad de Járkiv, anodina capital del Este, parcialmente despoblada y retaguardia fundamental de esta guerra, camino hacia el norte en dirección a la frontera rusa, atravesando algún pequeño cinturón de autovías en los que se yerguen los retenes militares que controlan el acceso al centro de esta estratégica capital de provincia con nombre homónimo.
Una vez se pasan los controles bunkerizados con sus dientes de dragón, abrojos y concertinas, comienzan los arrabales y el municipio de Derhachi. Fue justo aquí donde en marzo del 2022 se consiguió detener la inesperada embestida del Ejército ruso. No fue fácil, sino un proceso de siete semanas que duró hasta el 21 de abril de ese mismo año cuando los ucranianos consiguieron alejar a los invasores hasta las inmediaciones de la frontera rusa. Sin embargo, y ya en invierno del 2025, es aún muy pronto para dar nada por concluido. Los 42 kilómetros de pueblos y asentamientos rurales que parten de aquí en adelante hacia la frontera son, según se va acercando el viajero, más y más peligrosos, siendo la población de estos, víctimas diarias del fuego enemigo.
De acuerdo a lo que veríamos en un mapa anterior a la invasión, para llegar a la frontera rusa podríamos tomar dos eficientes rutas de uso civil que discurren en paralelo a este corredor de caminos labriegos y carreteras comarcales. Una sería la importantísima autopista M20, la cual se encuentra bloqueada y ocupada por un Ejército ruso que penetra varios kilómetros hasta el interior de Ucrania. Y la otra, una vía férrea, que si bien no llega hasta la propia frontera, sí que termina su viaje en un terrorífico apeadero a cinco kilómetros de esta.
Es de hecho, aún hoy, el único servicio público que conecta a estos pueblitos con la ciudad de Járkiv. Dichos trenes son los más viejos y peligrosos de Ucrania. Trenes de banco corrido; luces de tungsteno color canela; ancianas que cruzan de vagón a vagón vendiendo remedios caseros; y heridos, malamente sanados, que regresan al frente ruso o, todavía peor, a las casuchas en las que sobreviven como civiles, aún perplejos, por una guerra fratricida que aquí nadie podría haber imaginado. Convoy de buena mañana que sale aún de noche, con los cristales empañados y témpanos de hielo colgados a los costados. Convoy de tarde que regresa a Járkiv si es que ningún proyectil ha reventado los raíles como ya ha sucedido en innumerables ocasiones antes. No hay más que dos oportunidades al día para entrar o salir de este corredor vía elektrychka, que es como se conoce aquí, desde el tiempo de la Unión Soviética, a esas bestias eléctricas que, pese a todo, se mueven con puntualidad británica.
Por lo que respecta a las vías alternativas a ese tren y a la autopista bloqueada, es decir, a las formas que hoy quedan operativas para alcanzar la frontera rusa, señalar que los automovilistas no encontrarán más opción que una estrecha carretera comarcal por la que circulan los blindados (mayormente de noche) así como una serie de antiguas rutas de carromatos, hoy ya senderos en desuso, que atraviesan escenarios ocres, con nieve de ayer, y alguna que otra casita, pobre en abundancia.
Es precisamente a través de estos caminos rurales, por donde el viajero se encuentra con multitud de sorpresas inesperadas, como el cementerio de Bezruky, en el que aún yacen las tumbas -algunas incluso con fotos impresas en 1945- de los héroes locales que dieron su vida en la lucha contra el nazismo. Bajo una estrella comunista de aquella era soviética, o bien clavados sobre una cruz que alguien ha puesto en las últimas décadas, ver estos rostros con la lejana sinfonía de la artillería pesada evoca a un juego de roles entre presente y pasado, héroes y villanos. ¿Quién hace el papel de quién en esta guerra? Ha sido una pregunta absurda que, pese a no tener sentido, se ha venido repitiendo desde el inicio del conflicto.
Paso a paso por esta tierra negra y única, a la que los geólogos del imperio ruso llamaron chernozem por su fertilidad y pureza, se van observando trincheras abandonadas, algunas -sobre todo aquellas más escondidas en áreas boscosas- conservan latas de munición calibre 7.62 desperdigadas por la fatiga del combate, casquillos percutidos e incluso ropa militar hecha girones. Pese a lo inquietante del escenario, hecho de viento helado, detonaciones remotas y una cierta calma solo interrumpida por el paso de algunos helicópteros de combate en vuelos extremadamente bajos, se discurre serenamente, sin sobresaltos ni transeúntes con los que hablar o cruzarse.
Sin embargo, el suelo es una mezcla de tierra y hielo, que en ocasiones pasa a ser algo novedoso para quien llega del extranjero. En otras palabras, no sabes lo que es el barro hasta que llegas al Este de Europa y tratas de dar una zancada después de haber hundido tu bota en la raspútitsa, ese lodo que llega cuando la nieve aparece o se marcha, formando un compuesto viscoso hasta lo indecible, y sobre el cual solo pueden circular los carros de combate y vehículos con tracción de oruga. No sin razón, se dice que tanto a las tropas de Napoleón, como a las de Hitler, la irrupción de este elemento les costó su proyecto de conquistar Moscú, aunque –ironías de la historia- ahora ese mal se ha repartido a partes iguales entre aquellos que lucharon juntos contra Hitler y Napoleón.
De una casita campestre sale humo. En su interior está una anciana llamada Irina. La casa ha sufrido varios bombardeos, y pese a algunos daños serios, aún conserva su encanto de casa pobre pero bien mimetizada con el entorno gracias a su construcción en madera rústica. A la vivienda le sucede como a la población rusófona de esta área. No es ni una tradicional jata (arquetipo de casa tradicional ucraniana, legendaria protagonista de innumerables pinturas y cuentos) ni tampoco una isba o dacha rusa, sino tan solo eso, una sencilla casa de adobe y tablones en la que viven familias trabajadoras dedicadas al campo, dar servicios o el ejercicio de pequeños oficios.
“Vivo sola -dice Valentina, mientras prepara una café- porque mis hijas emigraron, como casi todo el mundo aquí”. Para ella los tiempos de su juventud fueron buenos, porque había trabajo, “pero ahora todo es caro e inseguro”, afirma desencantada. Sin embargo, y pese a no tener una mala memoria del tiempo soviético, Valentina es vehemente con la invasión rusa. “Trajeron guerra. Mira la letrina que tengo fuera. La primera bomba me cayó muy cerca mientras estaba yo allí dentro. Y la segunda explosión –señala un agujero en el techo que le ha destrozado media casa– cayó aquí, pero como estaba acostada en la cama, la metralla salió hacia arriba y milagrosamente no me alcanzó”, relata mirando a un icono de un San Nicolás que tiene colgado en su dormitorio.
No muy lejos de la casa de Irina, hay otra mujer visitando una sepultura del cementerio de Slatyne. “Es mi hijo”, dice Nadia al tiempo que señala una tumba en la que se ve una fotografía de un soldado en una lápida. Al hombre le acompañan otros dos uniformados más jóvenes, también del pueblo. Pero el caso de Artem, según su madre, deja un daño mayor, “pues tenía mujer y dos niños”, susurra. Murió en los primerísimos días de esa violación del derecho internacional que ha supuesto la invasión rusa. De haber prosperado las primeras negociaciones que se llevaron a cabo la semana anterior a su muerte, hoy Artem estaría vivo. Y como él, más de cien mil ucranianos.
Llegando ya al diminuto centro de Slatyne, la guerra se presenta de forma categórica. Solo hay dos o tres negocios abiertos, con sacos terreros o listones de madera en las ventanas, y una clientela escasa y evasiva, que entra y sale rápido, si acaso acude a la casa municipal para recibir la ayuda humanitaria que se reparte rápidamente en una o dos cajas que la población (anciana en su práctica totalidad) carga en carritos de la compra o bicicletas, pues aquí los coches son un lujo del que casi nadie ha disfrutado nunca, con o sin guerra.
En una pared, que no es la primera, ni será la última de este tipo con la que me cruce a lo largo de este viaje a pie, se distingue una gran pintada neonazi. Esta dice: “Nord Division”, y lleva aparejada el símbolo del Wolfsangel utilizado por las SS alemanas. Por lo visto, según se marcharon los rusos de esta zona en el 2022 hizo aparición alguna de las brigadas ucranianas que se identifican con la Alemania de la II Guerra Mundial más que con el Ejército rojo en el que lucharon la mayor parte de sus abuelos. Lo paradójico no es solo eso, sino el hecho de que este símbolo, y no digamos ideología, es ilegal en Alemania, uno de los países que les da mas dinero y armas.
Con neonazis o sin ellos, el caso es que en Slatyne el precio de la guerra no lo han pagado los ultranacionalistas del Lviv, ni los políticos de Kiev que los amparan, sino gentes inocentes como los niños de la escuela local, totalmente arrasada por un misil balístico que dejó tras de sí imágenes grotescas de pizarras, juguetes y libros hechos trizas a lo largo de tres plantas. “No cayó en horas de clase, pero el daño material es enorme como se puede apreciar”, dice Valeri, un hombre maduro que busca entre las ruinas de una escuela en la que tanto la lengua como los libros en ruso estaban siendo eliminados del programa educativo.
De igual forma, el propio nombre de la localidad correrá la misma suerte, esto es, será también eliminado y sustituido por otro más patriótico. ¿El motivo? El nombre de Slatyne se puso en 1913 para recordar a Ilya Slatyne, un director de orquesta que nació en la ciudad rusa de Belgorod (40 kilómetros más al norte), pero hizo toda su vida aquí, en la provincia ucraniana de Járkiv, llegando a pasar sus veranos en este aldeorrio, hoy ya pueblo, en el que estaba su casa de campo.
Más aún, la calle de Járkiv capital donde estaba la residencia de este hombre, fundador del Conservatorio local, ya no se puede encontrar según las guías actuales, pues la acaban de cambiar de nombre. Ya no es avenida Pushkin, y no lo es porque Pushkin era ruso. Poco importan hechos como que Pushkin saltara a la fama por un poema llamado “Oda a la Libertad”, el cual le enfrentó al zar de Rusia, Alejandro I, y terminó con el escritor desterrado en Ucrania.
Bogdán por el contrario es un nombre muy propio, no solo de los ucranianos, sino de otros eslavos más occidentales, como los checos y eslovacos. Significa “regalo de Dios”, y eso es justamente lo que debieron pensar los padres de un joven que se presta a hacerme de guía por unos minutos. Según me confiesa, su familia no quiere que responda al nuevo llamado de Zelenski para unirse a filas. Preguntado por las motivaciones exactas, Bogdán se piensa muy bien la respuesta, pero como debe de tener miedo a decir la verdad, tan solo esgrime un tímido: ”Es algo complejo”.
Lo cierto es que a estas alturas de la guerra, con unas negociaciones a la vuelta de la esquina y un presidente dispuesto a ceder más de un 20% del territorio, ¿qué sentido tiene perder la vida por una guerra perdida? La pregunta puede resultar provocativa pero es absolutamente realista. Al menos eso mismo piensa Sergei, un hombre de cincuenta años y muy buen carácter, para el que todas estas reflexiones sobre la utilidad de la guerra ya le cogen demasiado tarde. Su hijo, Sasha, un muchacho de 20 años, ha muerto en Pokrovsk tras un servicio mínimo.
Desde Slatyne hacia la frontera, caminando campo a través en paralelo a las vías del tren y la fantasmagórica carretera, ya se recibe el fuego, no solo desde las posiciones rusas situadas al norte donde termina Ucrania, sino también desde el Este, donde las tropas del Kremlin están situadas a tiro de tanque a lo largo de la autopista M20. Transitar por estos caminos, que estarían desiertos de no ser por las jaurías de perros salvajes que los recorren amenazantes en busca de comida, se va volviendo cada vez más difícil, en parte por la suspicacias que despierta en las fuerzas de asalto la presencia de un intruso donde no debería haber nadie.
En uno de esos encontronazos con un blindado que abandona sus posiciones en primera línea, este se detiene, abre su compuerta trasera, y de ella no sale ningún oficial mal encarado, sino un grupo de soldados heridos a fumar un cigarro. Uno de ellos lleva la mano vendada. Dice llamarse Dima, y está contento por poder disfrutar de un respiro. Así las cosas, los héroes de la guerra van y vienen a lo largo de este camino labriego y la propia historia. No en vano, de esta localidad salió un héroe de popularidad universal: el socialista Afanasi Matushenko, líder de la revolución de 1905 a bordo del acorazado Potemkin.
Siguiendo el curso del río Lopan se llega a la aldea de Prudynka, o mejor dicho, a lo poco que queda de ella. A partir de aquí la gente que no ha huido apenas sale de casa. Sin embargo, esta mañana hay un círculo de ancianas alrededor de un hombre que habla flanqueado por una especie de comparsa compuesta por dos cantantes y un guitarra. Se trata del pastor, Peter Stakhov, predicador de la Iglesia de la Natividad venido desde Berdychiv. Se dice que su sermón (de cuando en cuando interrumpido por algún estruendo de la artillería) irá seguido de un reparto de ayuda humanitaria.
Pacientes pero temblorosas, las señoras aguardan el momento en el que podrán hacer cola para recibir una buena bolsa de comida en lata. Con la nieve cayendo y un contexto de devastación importante, la estampa resulta verdaderamente triste y buen indicador de lo poco atractivo que para estas gentes resulta la idea de asociar la invasión rusa con nada positivo. Valga como ejemplo de su sentir, el monumento soviético a la madre que, malamente, y con un pecho arrancado por la metralla, se erige tras ellas sobre una peana en la que están rubricados los nombres de los 123 combatientes de la aldea que murieron combatiendo al fascismo en la década del cuarenta.
“Desde aquí hasta la frontera, con lo que hay que tener cuidado es con los drones kamikaze”. Advierte uno de los ayudantes del pastor antes de marcharse de la zona. “Ir caminando en solitario podría ser una buena forma de librarte de un ataque”, señalaba Bogdán el día antes en Slatyne. ¿El motivo? “La economía”, pues, según el joven, “antes de lanzar el dron a por un caminante solitario irán a por un grupo de personas o vehículo para sacar más rendimiento al gasto del aparato”.
Y escuchado así tiene sentido, aunque en el Punto 44 de la guía de las Fuerzas Armadas de Ucrania sobre “Cómo protegerte de los drones enemigos” dice algo mucho menos optimista: “Si ves un dron enemigo en la distancia no corras a tu posición para refugiarte, porque de este modo revelarás al enemigo cuáles son los lugares en los que tu unidad está desplegada. Es mejor morir y no moverse”. Así pues, de todos los drones que se han ido utilizando, los de fibra óptica son los que más miedo producen entre los soldados, ya que con ellos la mayor parte de los inhibidores de frecuencia (con los que van equipados prácticamente todos los vehículos militares que por aquí circulan) no funcionan. Sobra decir que los ucranianos han respondido pagando en la misma divisa, lo cual quiere decir que al otro lado de la frontera, en el lado ruso, también se mata a civiles aunque la prensa europea apenas lo visibilice.
Avanzar más al norte, camino a la aldea de Tsupivka es entrar de lleno en el territorio en disputa, pues unos días atrás las tropas de asalto rusas han intentado tomarse algunas de la aldeas que quedan al Este de este eje, lo cual quiere decir que sus posiciones quedan extremadamente cerca, a no más de tres o cuatro mil metros. Aquí no se ven ni civiles, ni militares. Ni mucho menos reparto de ayuda humanitaria o blindados en campo abierto a tiro de mortero de 120mm. No obstante, de una casa en ruinas surgen unos sonidos. No es mas que un hombre quemando cables robados para extraerles el cobre. No quiere ni hablar ni mucho menos ser fotografiado. A los saqueadores se les castiga severamente, muchas veces atándolos a postes y rociándoles zelyonka, un antiséptico de color verde que produce quemaduras en piel y ojos.
Un kilómetro más adelante, en una de las pocas casas que no están afectadas por las bombas, veo a un hombre recogiendo leña. Se llama Anatoly y ha perdido una mano. Me advierte del peligro de caminar entre los árboles para evitar los drones. “Están minados”, me dice. Y no duda en jugarse la vida para compartir sus vastos conocimientos sobre los peligros que acechan. Cuando las detonaciones se van volviendo más notables es capaz de indicar su procedencia y calibre. Al cabo de un rato, caminando con cuidado al borde de unas vías, se para y advierte: “Donde veas cintas amarillas atadas en las ramas de los árboles es que hay minas, así que por allí jamás camines”. Su generosidad es conmovedora.
Por último, para llegar al asentamiento de Nova Kozacha desde la aldea de Tsupivka, hay que cruzar un páramo de campo y trincheras abandonadas. Una vez atravesado, y llegando a una zona boscosa descubro un tanque escondido junto a las vías del tren. Apunta hacia las posiciones rusas en Kudiivka, y debe de ser el autor del fuego de salida que ha provocado el bombardeo de hace una hora contra esta zona. Los soldados están tan atareados, y mi paso es tan esquivo y silencioso, que afortunadamente no se dan cuenta de mi presencia.
Un poco más adelante, y bajo una hilera de árboles rotos por el fuego cruzado, se llega por fin a Nova Kozacha, la última zona fronteriza con Rusia en la que está permitida la presencia de periodistas. Como en todo el resto de la ruta ferroviaria Járkiv-Belgorod, el apeadero está destrozado, y la propia aldea arrasada. No hay nadie con quien hablar. Nadie a quien preguntar, aunque tampoco mucho que añadir. Ucrania ha perdido la guerra, es algo que tiene asumido toda la población, sea civil o militar. La única preocupación es hoy, no tanto qué territorio ceder a Rusia, sino qué tipo de garantías de no repetición asumirá el Kremlin y qué precedente sentará esta flagrante violación del derecho internacional.
Caminando dos kilómetros hacia el norte, tan solo queda la población fronteriza de Kozacha Lopan, campo de batalla activo y próxima parada en mi viaje a pie. Visto lo profunda que se ha vuelto la brecha entre ambos territorios, resulta extraño pensar que Brézhnev nació en Ucrania y que Trotsky era ucraniano también. Que Gorbachov tuviera sangre ucraniana, como incluso la tiene la actual mano derecha de Putin, Dmitri Medvédev, quien clava sus raíces maternas justo en esta región donde hoy pelean dos pueblos unidos por el pasado, y mal que les pese, por el futuro también.
Vídeo imprescindible.
EL CONFLICTO EN UCRANIA: LA REALIDAD QUE NO NOS CUENTAN.
Organiza: Plataforma de Madrid contra la OTAN y las Bases.
Anunciado desde este mismo sitio web, el pasado viernes 7 de febrero se celebró un acto en el local de ASC de Madrid con ocasión de los tres años del inicio de la Operación Militar Especial de Rusia; tuvimos la oportunidad de conocer innumerables aspectos sobre la guerra que la OTAN ha venido construyendo contra Rusia en Ucrania.
El acto estaba organizado por la Plataforma de Madrid Contra la OTAN y las Bases, dentro de la campaña «Que no nos arrastren a la guerra», orientada hacia una jornada de lucha en todo el estado, alrededor del aniversario del refreréndum de la OTAN, para poner de manifiesto nuestra oposición a la deriva belicista imperante en la sociedad occidental.
Presentado por nuestra compañera de la Plataforma Nines Maestro, contó con los siguientes ponentes:
* Dimitri Sokolov, diplomático ruso
* Daniil Kuzmenko, analista político y militar ucraniano
* Augusto Zamora, diplomático nicaragüense, ex-embajador en España
https://frenteantiimperialista.org/el-conflicto-en-ucrania-la-realidad-que-no-nos-cuentan-video-del-acto/