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IRPF e injusticia fiscal
"La justicia fiscal, entendida como un mecanismo de redistribución de renta y riqueza, que mitigue la desigualdad, continúa siendo una quimera en el Estado español", escribe Arantxa Tirado.
La última subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), y la noticia posterior de que no ha ido acompañada de un aumento del mínimo exento de tributación al Impuesto sobre la Renta a las Personas Físicas (IRPF), ha mitigado el impacto económico de una medida necesaria. El aumento de 50 euros mensuales en el SMI, si bien insuficiente para compensar la inflación, supone una leve mejora en el poder adquisitivo de los sectores peor pagados de la clase trabajadora. Aunque se trate de limitados avances que nunca resarcirán la injusticia estructural del capitalismo, es, sin duda, positivo que el salario mínimo ascienda a 1.184 euros mensuales y que haya aumentado un 60,91% desde 2018.
Sin embargo, la celebración ha quedado en un segundo plano por el jarro de agua fría que implica que el 20% de los perceptores del SMI tengan que pagar este impuesto por primera vez en su declaración de la renta. La decisión del Ministerio de Hacienda de no adaptar las bases de tributación para impedir que los que menos cobran tengan que tributar por el IRPF, ha provocado una crisis al interno del Gobierno de coalición PSOE-Sumar.
En la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros del 11 de febrero se pudo observar la tensión entre la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y la portavoz del Gobierno, Pilar Alegría, a cuenta de la tributación. Díaz aseguraba que se había enterado por los medios y Alegría lo negaba. Cuesta creer que los negociadores del Ministerio de Trabajo hubieran pasado por alto un detalle nada menor, o no hubieran acordado con el Ministerio de Hacienda, dirigido por la socialista María Jesús Montero, que se ampliara la base exenta de tributación para ajustarla a la nueva situación, como se había realizado hasta la fecha. Sea como fuere, ambas ministras, y vicepresidentas del Gobierno, han entrado en un pulso que pudiera afectar las futuras expectativas electorales de Montero en Andalucía, comunidad autónoma donde radica un buen número de trabajadores que cobran el SMI y se verán afectados por la tributación.
Yolanda Díaz apelaba en la rueda de prensa a una idea clave: la justicia fiscal. También el presidente del Gobierno se ha referido al mismo término y ha hecho estos días una defensa de la “tributación justa”, asumiendo aparentemente la reivindicación de Díaz para tratar de demostrar que la parte socialista del Gobierno también la comparte. El PP ha intervenido para pescar en río revuelto, aprovechando para deslizar su discurso anti impuestos: “No es ético ni razonable usar el incremento para aumentar la recaudación fiscal”, declaraba Alberto Núñez Feijóo.
Por su parte, la patronal mira los toros desde la barrera, no sin cierta satisfacción. Los empresarios se habían negado a acordar esta última subida, dejando a la ministra Díaz sola con CCOO y UGT en la foto. Este hecho no debería hacernos pensar que la subida del SMI es una medida drástica en contra de sus intereses, por mucho que echen mano de la hiperventilación que acostumbran a desplegar cada vez que la clase trabajadora obtiene una mínima mejora de sus condiciones salariales o laborales. Lo que escenifican es su rechazo a ceder ni un ápice de sus ganancias.
La patronal tiene motivos para negarse a negociar y fuerza para presionar. El sistema está diseñado para beneficio del capital y cualquier mínima modificación es inadmisible para quienes están acostumbrados a vivir del trabajo ajeno pero, no contentos con ello, saben multiplicar sus fortunas con sofisticados ejercicios de ingeniería fiscal. De hecho, los grandes empresarios ni siquiera necesitan hacer fraude pues tienen vías legales, en la forma de privilegios y amnistías periódicas, para la elusión fiscal. Una factura de miles de millones de euros que pagamos entre todas y todos, sobre todo los que menos tienen.
A pesar de que el artículo 31.1. de la Constitución Española establece que “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”, lo cierto es que el sistema tributario español carece de progresividad a partir de determinados tramos del IRPF. Esto lo aleja del principio de igualdad que la Constitución dice defender y, de paso, de la tan reivindicada, como inexistente, justicia fiscal.
En España, no todo el mundo es igual a la hora de pagar impuestos, mucho menos cuando se trata del IRPF. Mientras las rentas del capital tributan en tramos que van del 19% para rendimientos por debajo de los 6.000 euros y un máximo de 26% para los superiores a 200.000 euros; las rentas del trabajo se rigen por unos tramos que pasan de un mínimo del 19% para 12.450 euros anuales hasta un sexto tramo de 47% para rentas superiores a 300.000 euros. Como dejan claro los técnicos de Hacienda Carlos Cruzado y José M. Mollinedo en el título de su libro: Los ricos no pagan IRPF.
Si tomamos en consideración que el IRPF es el impuesto que aporta mayor recaudación a las arcas del Estado, con más de 100.000 millones de euros al año, y que el 80% de esos miles de millones proviene de las rentas del trabajo, podemos concluir que el sistema tributario español se sostiene sobre los trabajan. Y, también, que carece de progresividad y proporcionalidad a la hora de cobrarle impuestos a los que más ganan. Además, los sectores de menores ingresos sufren mucho más en sus bolsillos el impacto de la inflación o los impuestos indirectos, como el IVA, cuando se trata de bienes de primera necesidad o servicios básicos ineludibles. Curiosamente –o no– el IVA a la educación y la sanidad privada está exento, una decisión política que beneficia, como siempre, a los que más tienen, aquellos que aspiran a educar a sus hijos o a curarse desde el privilegio, no desde la igualdad.
En conclusión, estamos ante un sistema impositivo con rasgos regresivos, incapaz de hacer tributar de manera equitativa a las diferentes clases sociales, ni de reducir las desigualdades intrínsecas del modo de producción capitalista a través de una tributación que compense las inequidades, como demuestra la ofensiva contra los impuestos de patrimonio y sucesiones. La justicia fiscal, entendida como un mecanismo de redistribución de renta y riqueza, que mitigue la desigualdad, continúa siendo una quimera en el Estado español.
Pero, a pesar de encontrarnos ante esta injusticia fiscal que perpetúa privilegios, los de abajo debemos defender con uñas y dientes el pago de impuestos. Nos va la salud, la educación, la vivienda y la propia vida. Pero ello no puede hacerse sobre las espaldas de quienes menos tienen. Antes de exprimir a los de abajo, empecemos a exigir a los ricos que paguen el IRPF que les correspondería. Necesitamos una reforma fiscal que apunte hacia una auténtica progresividad y proporcionalidad, para que quienes más ingresan, más aporten, como indica el sentido común y la justicia real. Es sencillo: de cada cual, según su capacidad; a cada cual, según su necesidad.