Opinión
Houdini en el capitolio
La política de la atención, como la practicada por Gustavo Petro en Colombia, «destruye la institucionalización, desincentiva el sometimiento de la política al derecho y transforma la idea misma de democracia», según Marcos Criado de Diego.
El bien político más preciado de nuestro tiempo es la atención. El éxito político se mide hoy en términos de atención y todas las acciones de los políticos contemporáneos se idean y se ejecutan para que estemos pendientes de ellos. Como Harry Houdini, que llevó la magia desde las barracas de feria al espectáculo de masas sirviéndose de los medios y las estrategias de comunicación del siglo XX, la política de la atención dice servirse de las redes para sacar la política de las sombras de los despachos a la luz de las arenas de la revolución digital y cumplir así la promesa democrática de un gobierno en público. Pero ¿realmente es así? ¿Supone la política de la atención una mejora democrática?
El martes 4 de febrero el presidente de la República de Colombia, Gustavo Petro, decidió por sorpresa retransmitir en vivo un Consejo de Ministros que mostró ante la opinión pública un gobierno errático e incapaz de tratar los temas para los que había sido convocado.
Desde el punto de vista de los bienes y valores que tradicionalmente se han asociado con la política, la decisión parece un terrible fracaso. Mostró un gabinete fracturado, sembró dudas sobre el liderazgo del presidente, reveló las dificultades del gobierno para cumplir su programa electoral y los atónitos espectadores asistieron a denuncias de corrupción, de maltrato o de mentir al jefe del Estado entre los propios miembros del gabinete. Un auténtico desastre.
Sin embargo, no son pocas las personas versadas en estas lides que consideran que la decisión fue un acierto, porque captó masivamente la atención de la opinión pública en un país con un bajísimo nivel de interés por la política y en un contexto global de competencia en el que participan Houdinis de capitolio que anuncian el fin de la civilización. Y es que convertir la atención en el elemento central de la competición política rompe las bases fundacionales de la política tal y como la conocemos: destruye la institucionalización, desincentiva el sometimiento de la política al derecho y transforma la idea misma de democracia.
A diferencia de lo que podemos denominar bienes políticos tradicionales como el orden, la obediencia, la representatividad o la legitimidad, que la política puede producir por sí misma, la atención no puede producirse. Está ahí, se lucha encarnizadamente por obtenerla y se capta siempre de forma momentánea y precaria.
Pero rara vez la política ha sido capaz de conseguir masivamente la atención del público. La mayoría de las personas la relegan a los últimos lugares de importancia en sus vidas y lo cierto es que solo una minoría se dedica a la política y está pendiente de ella. Para captar la atención de los ciudadanos la política necesita acudir a métodos y técnicas de otras áreas de la actividad humana.
Hasta hace unos años, la política se centraba en producir bienes políticos atractivos para los líderes de opinión que eran los encargados de convertirlos en comunicaciones para el público y de distribuirlos en la esfera pública. Se daba así una comunicación de escala donde cada quien se movía en su propio ámbito de especialidad.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte los políticos se comunican directamente con el público y son ellos mismos los que elaboran sus mensajes para captar la atención de una audiencia que consideran propia. Para conseguirlo, la política y los políticos incorporan directamente las técnicas comunicativas que llaman la atención del público. En el caso del Consejo de Ministros de Petro, la gran audiencia se explica en buena medida por la similitud tanto en la forma como en el contenido de lo que allí se dijo con un reality show.
La institucionalización de la política consiste en reconocerla como una actividad diferenciada de otras, con sus propios espacios, sus propios modos y sus propios actores especializados. Convertir la atención en el bien político central supone ir diluyendo progresivamente la política en otras actividades más capaces de llamarnos la atención, de suerte que la política se irá convirtiendo en un bien de consumo más, inmerso en los mismos reclamos que nos empujan a consumir otros bienes de los que cada vez resultará más difícil diferenciarla.
Pero también sucede que los espacios y los modos de la política –las instituciones– están diseñados para conseguir eso que hemos denominado bienes tradicionales de la política y no para captar la atención del público. Como objetivo central de la política, la atención es un bien en sí mismo y no un instrumento para conseguir bienes tradicionales. Las instituciones y su modo de funcionamiento tal y como las hemos conocido se percibirán de forma creciente como algo inadecuado, obsoleto y disfuncional a las necesidades de la política de la atención. La victoria electoral aplastante de un criminal convicto en el país más poderoso del mundo, el uso de las instrucciones judiciales como instrumento de oposición política en Brasil o España y, en su versión más extrema, los mecanismos de control y manipulación institucional de los autoritarismos electorales son manifestaciones de este proceso de desintegración institucional en favor de la atención.
Contra el viejo orden institucional
El sometimiento de la política al derecho contradice la política de la atención. Una política encerrada en los muros de la corrección jurídica es una política más previsible, menos sorpresiva y, por tanto, más aburrida para el espectador. Transgredir los límites de la corrección dictando órdenes abiertamente inconstitucionales o planes manifiestamente violatorios del derecho internacional resulta mucho más llamativo que ser un cabal cumplidor del derecho. Este incentivo al incumplimiento llamativo redobla la presión sobre las instituciones de control y garantía y las expone ante la opinión pública como exponentes y garantes del viejo orden institucional que debe ser superado por la política de la atención.
Otro efecto perverso en este campo es la inversión de la relación entre mandato y momento electoral. En la política institucionalizada y sometida a derecho la elección es el momento de (relativa) incertidumbre en el resultado mientras que el mandato es el momento de previsibilidad y seguridad en las normas. La política de la atención invierte esta relación, porque los Houdinis de capitolio pretenden reducir la incertidumbre electoral garantizándose en la mayor medida posible la victoria a costa de destruir la seguridad en las reglas durante el mandato para generar atención.
La política de la atención también transforma la idea de democracia cambiando la función de los ciudadanos. Los mensajes políticos se dirigen directamente a los ciudadanos porque se espera que ellos mismos los amplifiquen reproduciéndolos en las redes sociales. Esto supone dos cambios de especial trascendencia. Por un lado, la democracia no consiste ya en un método, al menos ideal, de toma de decisiones colectivas en condiciones de libertad e igualdad sobre la base de una información suficiente y pertinente, sino que se cosifica en la libertad de elegir a qué información me expongo y qué información amplifico. Una democracia orientada más a la comunicación que al voto, a la distribución de información que al intercambio de argumentos. Por otro lado, esto supone el paso del ciudadano al espectador participante, un sujeto que ya no participa en los debates de la esfera pública, sino que participa únicamente en la distribución de mensajes en las redes. Con ello la política se ve progresivamente reducida a un permanente momento electoral y, allí donde el peso comunicativo es mayor, el rendimiento de los gobiernos resulta menos importante en favor del tipo de reacciones que generen los mensajes políticos. Generar atención es un factor mucho más importante de victoria electoral que presentar buenos resultados económicos y sociales.
En un acto de ilusionismo definitivo, los Houdinis de capitolio realizan sus trucos a plena luz, nos muestran todo sin esconder nada. Pero cuando dejen de llamarnos la atención los plumajes brillantes de la quimera que saldrá sin cadenas del baúl de siete llaves, descubriremos con horror las facciones de un espanto antiguo que nos prometimos no liberar de nuevo.