Cultura
‘The Brutalist’: la podredumbre del sueño americano
Brady Corbet firma una película abismal sobre el ego, el arte y las dificultades de los migrantes (de cualquier época) en Estados Unidos. Con 10 nominaciones, es una de las grandes favoritas en los Oscar.
Emilia Pérez y The Brutalist se han revelado, no sin polémica, como las dos grandes películas de la temporada de premios. Triunfaron en los Globos de Oro y es muy probable que lo hagan también en los Oscar si las críticas que reciben, concebidas desde la literalidad (que es algo que siempre estará en guerra con la ficción), no empiezan a hincharse sin medida y las defenestran desde las redes sociales. No sería extraño. Quizás ni siquiera totalmente injusto. De momento cuentan con 13 y 10 nominaciones, respectivamente.
La verdad es que ambas son grandes películas a las que se les pueden sacar muchos defectos, ¿pero qué obra de arte no los tiene? Si a Emilia Pérez, un melodrama musical bizarrísimo, se la ha acusado de apropiación y desvirtuación cultural, lo que ha encendido la controversia con The Brutalist es el uso de la inteligencia artificial para modificar la interpretación de su reparto: las voces de Adrien Brody y Felicity Jones han sido editadas digitalmente para que su acento resulte más realista en las frases que pronuncian en húngaro.
El truco (aunque el cine se haya hecho con trucos desde que se inventó) es, como mínimo, discutible desde varias vertientes: la primera, por la verdadera naturaleza de la interpretación de Brody y Jones, que obviamente está alterada (¿pero más que cuando los actores alteran su aspecto con una peluca o una nariz falsa?); la segunda, por la elección del casting, una polémica que comparte con Emilia Pérez (si tan difícil es hablar húngaro, ¿por qué no contrataron a un actor húngaro en primera instancia?); y la tercera, porque, al parecer, ya hay un programa de edición (ProTools) que puede cambiar los acentos, pero necesita ser manejado por un ingeniero de sonido, un humano, vamos, y los humanos a veces tienen la mala costumbre de afiliarse a un sindicato.
¿Pueden dejarse aparte todas estas consideraciones a la hora de valorar una película como The Brutalist? Pues con las elecciones artísticas, aunque podamos rezongar un poco, sí puede hacerse, ya que prima la libertad del creador. Con la desaparición de puestos de trabajo (ea, vamos a ponernos un poquito populistas con esto: estamos hablando de quitarle la comida de la mesa a muchas familias), ya cuesta más ser tolerante. La inteligencia artificial no sólo se usó en las voces de los intérpretes, también se recurrió a ella para crear algunos de los bocetos arquitectónicos que aparecen en la película: por tanto, los honorarios que podría haber recibido una persona experta en diseño gráfico se quedaron mayormente en el bolsillo del productor. Por desgracia, esta cuita proletaria no le importa a nadie hoy en día. Aunque, quién sabe, quizás volvamos a hablar de clases en un futuro no muy lejano.
Paradójicamente, The Brutalist habla de eso, de lucha de clases. También de lucha de egos, pero sobre todo de clases. Cuenta la historia de un prestigioso arquitecto judío, László Tóth (el ya citado Brody), que logra escapar de los nazis y llegar a Estados Unidos, donde es un don nadie. Duerme en un camastro en la tienda de muebles de su cuñado, trabaja de peón, se engancha a la droga… En fin, sufre un montón de calamidades hasta que alguien, un millonario (Guy Pearce), reconoce su talento y le da una oportunidad. Ese es el choque que interesa, el tour de force entre el dinero y el arte, entre el poder y el genio.
El papa Julio II y Miguel Ángel andaban a la greña por lo mismo en El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1965), pero aquí el director, Brady Corbet, carga las tintas sobre la humillación que la clase alta exige siempre a sus subordinados. Se puede resumir así: te sientas a mi mesa, parece que somos amigos, pero debes tener muy claro quién es el amo aquí. Y quién el perro.
Esta enfermiza relación no se circunscribe a lo personal, sino que Corbet la extiende, como una mancha gris y ominosa, sobre el propio relato patriótico estadounidense. La célebre tierra de las oportunidades, desde su punto de vista, es una tierra de dolor, indignidad, desprecio y vergüenza para los recién llegados. Siendo este un enfoque original, o por lo menos infrecuente, ya que no se veía algo así en el cine americano desde la década de 1970, lo cierto es que a Corbet se le va un poco la mano. El malo es demasiado malo, demasiado obvio, demasiado explícito, tanto en lo que dice como en lo que hace (sobre todo en lo que hace con el pobre arquitecto húngaro). Eso sí, hay que reconocer que para interpretar a un imbécil de ese calibre, Guy Pearce es perfecto.
Este menoscabo del migrante, del pobre, adquiere una nueva lectura desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Su victoria no habla demasiado bien de la mitad del pueblo americano, que ha elegido a un millonario tan impresentable y tan abusón, tan racista y tan merluzo como el de la película para «hacer América grande otra vez». Ese reverso tenebroso del sueño americano es quizás lo mejor de una película monumental, aplastante, granítica, como los diseños brutalistas de su protagonista. Dura 215 minutos (más de 3 horas y media), con un descanso, y sin embargo no tiene altibajos, no resulta aburrida en ningún momento. Hay algo hipnótico en ese insondable pozo negro al que nos asoma Corbet. Parte de su atractivo, claro, recae en el fabuloso trabajo de Adrien Brody, que es el gran favorito en los Oscar. Ya le dieron uno por El pianista (Roman Polanski, 2002), donde encarnaba a un personaje no muy diferente a este.
El genio incomprendido
The Brutalist, que peca de poco sutil en determinados momentos, sí que elabora con exquisito tacto uno de los núcleos centrales de su trama: el del genio incomprendido que debe luchar contra todo el mundo para imponer su visión artística. Con esta misma base, y también con un arquitecto como protagonista, la ultralibertariana Ayn Rand, quintaesencia de la maldad, madre ideológica de la actual plutocracia neoliberal y principal inspiración de Javier Milei, perpetró una de sus más célebres aberraciones: El manantial, llevada al cine por King Vidor en 1949.
El egoísmo, según Rand, debe ser el motor que nos guíe. No existe la sociedad, sólo existes tú, y el resto del mundo es idiota. El libertariano al estilo Rand no acepta sugerencias ni correcciones de nadie. ¿Por qué habría de hacerlo si es genial y, por tanto, superior a todas las personas que le rodean? Algo de esta monstruosa ideología, dominante hoy en el mundo, está presente en dos películas de 2024 protagonizadas por arquitectos: Megalópolis, de Francis Ford Coppola, y The Brutalist. No desde luego con la desfachatez de El manantial, pero está presente. Son los matices introducidos por sus creadores los que las convierten en algo diferente y mucho más interesante (políticamente hablando; artísticamente Megalópolis es un desastre irrescatable).
En la fallida película de Coppola, el amor reconcilia al genio con la humanidad. En la de Corbet, el triunfo pasa por la resistencia, y la resistencia se apoya en la religión. Algo así como lo que le ocurre en Japón al sufrido cura de Silencio (Martin Scorsese, 2016), pero en este caso en el corazón del capitalismo americano, entre cristales, acero y nubes negras. Bajo esa aurora que tiene, según el poeta, «cuatro columnas de cieno».