Sociedad
Luis Acebal Monfort, el hombre que murió como vivió: digno y libre
El exsacerdote, teólogo, filósofo y referente de la defensa de los derechos humanos en España Luis Acebal Monfort ha muerto hoy mediante eutanasia. Un cáncer de vejiga e insuficiencia renal le impedían "cumplir con las dos éticas que han guiado mi vida: la ética del trabajo y la ética del cuidado. Ya no puedo aportar nada que contribuya a la sociedad", le explicó a Patricia Simón. "Toca volar".
Luis Acebal Monfort, destacado referente ético e intelectual en el ámbito de la justicia social y los derechos humanos de España, ha muerto este 17 de enero a la edad de 88 años. Un cáncer de vejiga y una insuficiencia renal habían lastrado su existencia en el último año. “He pedido la eutanasia porque ya no puedo cumplir con las dos éticas que han guiado mi vida: la ética del trabajo y la ética del cuidado. Ya no puedo aportar nada que contribuya a la sociedad y que, por tanto, cuide, se ocupe y preocupe, de la humanidad. Toca volar. Y para mi sorpresa, me la han concedido. Mañana vendrá la doctora y acordaremos el día de mi vuelo”.
Así me explicó mi amigo Luis Acebal su determinación a morir como había vivido, siendo un ejemplo de entereza y dignidad. Al día siguiente, en una nueva llamada, me comunicó el día acordado: el 17 de enero, exactamente una semana más tarde. “Me escuchas jadear porque estoy haciendo bicicleta para mis piernas”, dijo justo después, sin transición, quien mantuvo las rutinas de cuidados y de comunicación con sus amigos hasta el final.
Luis Acebal Monfort, el joven que sacó las mejores notas en las facultades jesuitas de Filosofía y Teología de Alemania, que estaba llamado a integrar el Estado Mayor de la orden religiosa, que abandonó el sacerdocio a los 35 años porque quería dejar de ser tratado como un objeto de santidad y hacer política para contribuir a la llegada de la democracia a España, que cofundó la Junta Democrática y la Federación de Partidos Socialistas, que pasó su encarcelamiento con la comuna del Partido Comunista de España de la prisión de Carabanchel, que fue presidente y secretario general de la primera ONG española enfocada en la defensa de los derechos humanos, la Asociación Pro Derechos Humanos de España (APDHE), y que en las siguientes décadas, este eterno estudiante que también se licenció en Periodismo y realizó cursos de Derecho y Psicología, se convirtió en un referente ético para una multitud de hombres y mujeres que aprendimos a ser mejores seres humanos siendo testigos de su ilimitada generosidad, de su hondura espiritual, de su insondable sabiduría, de su eléctrica pasión por el conocimiento, de su elevado sentido del humor.
“No pensaba que me fuesen a conceder la eutanasia. Ha sido una sorpresa. También porque cuando me lo comunicaron experimenté una libertad que desconocía. Estoy sereno, el viernes vuelo”.
Con Luis Acebal he compartido el medio que cofundamos en 2010 Periodismo Humano, el programa que hacíamos en la emisora municipal madrileña M24 La ciudad de la memoria y los derechos humanos, así como largas conversaciones en persona y por teléfono que fueron alimentando en mí una amorosa admiración intelectual y ética. Luis es uno de los protagonistas del capítulo que dedicó en mi libro Miedo a cómo podemos construir una ética pública basada en el amor al otro.
Cuando le esperaba para entrevistarle sobre esta cuestión en el restaurante El Espejo Nouveau, en el que solía comer con los amigos tras sus mañanas investigando y escribiendo en la Biblioteca Nacional, un camarero se me acercó para decirme que Luis era de las personas más educadas, agradables y cultas que había conocido en su vida. Le contesté que yo también. En ese momento, apareció mi amigo y todos los trabajadores le hicieron saber que se alegraban de verle. Como era habitual en él, llegó con un regalo impreso. En aquella ocasión era la recién publicada encíclica Fratelli tutti, la que el Papa Francisco había dedicado a la fraternidad y la amistad social, uno de los textos más luminosos y revolucionarios de este siglo.
Como escribí en Miedo, en todas las vidas deberían caber muchas vidas, pero difícilmente se pueden conjugar tantas como las que consiguió enlazar Luis Acebal Monfort. Este hombre de sempiterna melena blanca, recogida en una coleta, fue también un maestro de la retórica: sabía cómo jugar con las palabras para evocar los pensamientos más complejos y despertar una sonrisa en su interlocutor al desentrañarlos, enriquecía su discurso con acepciones y matices que nacían de la entonación, las pausas, la seriedad y hasta de la risa. Siempre desde una elegante sobriedad.
Luis era la antítesis del histrionismo o de la sobreactuación que tanto abundan hoy en los medios de comunicación y que han normalizado entre parte de la población que para ser escuchado hay que gritar, gesticular y entonar como si estuviésemos manejados por un ventrílocuo. Cuando Luis hablaba todos guardábamos silencio porque no queríamos que se callara nunca. Y, en cambio, él lo que siempre quería era escuchar.
Este es el contenido de aquella entrevista realizada el 14 de octubre de 2020.
¿Por qué me has traído esta encíclica, cómo está relacionada con el amor?
En la Encíclica, Francisco habla de la parábola del buen samaritano. Hay un libro sobre Ivan Illich, filósofo y teólogo austriaco, que creó una comunidad en Cuernavaca en México, en el que este intelectual cristiano habla sobre esta figura que supera enormemente a la filantropía. Los samaritanos eran odiados por los judíos. Por eso, cuando Jesús se dirige a él, cuando le habla, el samaritano le pregunta por qué lo hace. El hombre había sido atacado y herido por malhechores. Jesús le da ropa, le atiende. Y en este sentido, Illich dice que lo que pregunta Jesús no es quién es el pobre para darle limosnas, sino quién es el prójimo para atenderle.
Yo he experimentado varias veces algo muy curioso y es que, de pronto, alguien aparece en tu vida, que quizás no te gusta nada, pero que te sientes llamado a atenderle, no a quererle, sino a hacer propios sus problemas, de manera que si reaccionaras de otra manera sentirías que te estás traicionando a ti mismo.
Ese prójimo siempre es alguien que no tiene nada que ver contigo y hacia el que surge ese amor porque merece estar vivo. Entonces, lo asumes en tu vida, lo integras. Para mí, ese es el amor al otro en toda su plenitud. Lo contrario es eso que se dice de “tú y los tuyos”. El amor al prójimo es no encerrarte en los tuyos, que cualquiera pueda ser uno de los tuyos.
“El amor al prójimo es no encerrarte en los tuyos, que cualquiera pueda ser uno de los tuyos”
¿Qué es el amor?
Para mí el amor es entender y atender al otro. Es lo contrario del populismo, del egoísmo, del amor al dinero a todo precio. Y es muy difícil porque el otro es eso, otro, y hay que digerirlo como tal. Convertirlo en uno puede ser una operación de dictadura. De hecho, el problema del odio es la incapacidad de asimilar al otro.
¿Y de dónde viene tanto odio?
En España estamos viviendo una aventura de odio. No hay un líder público que no presuma de odios. Es llamativo. Y, en el fondo, se trata de la cuestión del otro. Por ejemplo, el tema de la violencia de género, que tiene como origen concebir que las mujeres no tienen derecho a ser otro. Por eso, cada año matan a más de 50 mujeres quienes dicen que lo hacen porque las querían mucho.
¿Por qué te hiciste sacerdote?
Para huir de mi padre, en primer lugar. Y en segundo, porque yo me creía el cristianismo. Mi madre era una católica militante; mi padre no era un católico convencional, era más meapilas que mi madre, pero se notaba quién estaba más con el fondo y quién con la forma. Tampoco puedo descartar otro motivo, en este caso psicoanalítico: soy el hermano pequeño, vivíamos en Coruña y mis hermanos estaban en Madrid. Como era el primero en todos los cursos, me planteé hacer Derecho y Economía a la vez en Madrid. Mi padre no me lo permitió porque me quería junto a él, a sus pies. De hecho, hasta los nueve años que me escolarizaron, estudiaba en casa con una maestra.
Mi padre tampoco me dejó ir a la Universidad en Santiago de Compostela ni en Oviedo. Me tuve que preparar con un fiscal de A Coruña para presentarme por libre en la Universidad de Oviedo. Me dieron tres matrículas y dos sobresalientes al acabar el curso y entonces decidí meterme a jesuita. El meapilas de mi padre dijo que no me daba permiso y mi madre no daba crédito a su oposición porque para ella era la mayor bendición que me hiciera cura. Se imaginaba llegando al cielo con mi foto [ríe].
¿Cómo era tu padre?
Era una persona bastante neurótica, que tenía dolores de cabeza continuos -no todos los que decía tener nos los creíamos- y, sobre todo, era hijo de un genio. Mi abuelo tenía su entrada en el Espasa, había sido miembro de sociedades de amigos del país, fue quien repobló todos los montes que rodean Covadonga porque estaban pelados, creó la primera piscifactoría en España, en Infiesto, y le han dedicado tesis doctorales. Esa genialidad apocó a mi padre.
¿Cómo te formaste para jesuita?
Me fui a Salamanca sin el permiso de mi padre. Allí estudié dos años de noviciado y dos de estudios clásicos. Después, me fui a la Universidad de Comillas a hacer Filosofía y el tercer año de carrera lo hice en la la Facultad de Filosofía de los Jesuitas en Alemania. Los españoles teníamos las mejores notas porque hablábamos latín mejor que los profesores. Disfruté muchísimo, sobre todo porque tuve un ataque poético. El otoño alemán me hizo escribir no sé cuántos poemas. Antes había escrito poesía, pero el clima alemán capta mucho.
Después, me enviaron de vuelta a Comillas a enseñar a adolescentes que, supuestamente, querían ser sacerdotes. Sólo el 5% lo llegaba a ser, pero el objetivo era darles a todos una formación muy buena.
“Todas las religiones están corrompidas por sus cleros”
¿Por qué abandonaste el sacerdocio?
No lo hago por Silvia [la que sería su mujer]. La cuestión del sexo es inevitable, pero no así, personalizado. Hay un momento en el que me sentí una especie de monigote sagrado. Había gente que me regalaba cosas porque creía que así estaba haciendo el bien, que estaba salvando su alma. Con el sacerdocio, te conviertes en un objeto y es angustioso. Yo tenía una carrera bastante brillante, por lo que sabía que estaba condenado a formar parte del Estado Mayor de la Compañía de Jesús. Y la visión que ya entonces tenía de la Iglesia me hacía desconfiar de los cleros y de los Estados mayores. Todas las religiones están corrompidas por sus cleros. Y llegué, poco a poco, a la conclusión de que no estaba bien allí.
A la vez, tenía un deseo grande de meterme en política y como jesuita podía politizarme, pero no hacer cosas como ser el secretario de la Junta Democrática de la región de Madrid. Tenía un amigo que era jesuita y miembro del Partido Comunista y lo ocultaba, solo lo sabíamos dos o tres. Al principio no entendía porque lo tapaba, pero luego, encarcelado en Carabanchel, comprendí que no hay nada tan parecido al Partido Comunista como la Compañía de Jesús, dos instituciones con un fin noble y que piden entrega y disciplina total a sus miembros.
En la comuna de la Junta Democrática de la prisión de Carabanchel, capitaneada por el PC, el líder espiritual era Marcelino Camacho, que, si a las diez no te habías levantado, aparecía en tu celda y se sentaba en la cama para animarte. También estaba el teólogo joven, que era Nicolás Sartorius.
¿Cuándo entraste en política?
En cuanto me fui de la casa de los jesuitas, en enero de 1973. Había hecho amistad con otro jesuita, un antropólogo de la selva del Perú, que también se quería ir y planeamos alquilar juntos un piso con el poquísimo dinero que teníamos.
No envíe mis papeles de renuncia a Roma hasta seis meses después y en el Vaticano lo despacharon en poco más de un año. Yo creo que pensaron que un tipo que había sacado la mejor nota en Teología en su Universidad y que escribe diciendo que se siente un objeto e incómodo es mejor que se vaya porque si se queda va a ser un tío peligroso.
¿Y cómo empiezas tu vida secular?
Encontré un trabajo en el Instituto de la Sociedad de Industria y empecé a militar en la Junta Democrática que fundamos en 1974. Antes, habíamos intentado crear una Mesa Democrática siguiendo el ejemplo de las que se habían puesto en marcha en Andalucía, pero no cuajó. Luego vimos que lo que tenía más garra era la Asamblea de Catalunya y fundamos la Junta Democrática, lógicamente empujados por el PCE, y a la que invitamos al PSOE, al PSI, USO, CCOO, PCE Internacional, JOC, Bandera Roja… También participábamos un grupo de gente que reconocíamos una inspiración cristiana y que nos llamamos la Federación de Independientes Demócratas (FID). Pepín Vidal, intelectual y activista, fue nombrado presidente y Miguel Jordà y yo secretarios de la Junta.
En la encíclica Fratelli tutti, el Papa Francisco habla de la amistad social también en términos de participación política para el bien común -por cierto, la filósofa Hannah Arendt lo conceptualizó como amor al mundo, dentro de su categorización de las distintas formas de amor–. ¿Por qué era tan importante para ti ese compromiso político?
Era un compromiso con la justicia porque este país era una vergüenza.
¿Cuándo te encarcelaron?
En el mismo año 74. El presidente de la Junta de Madrid, Pepín Vidal, se exilió en Francia, pero yo no pude. Estuve escondido un tiempo hasta que me entregué y me ingresaron en Carabanchel. Allí pasé varios meses en la comuna de la Junta Democrática. Cuando salí, me matriculé en Periodismo y seguí con el proyecto de Federación de Partidos Socialistas, que terminó siendo absorbido por el PSOE por el apoyo financiero de los socialistas franceses y alemanes.
¿Y cuándo conociste a Silvia Schmitz Engelke?
A finales de 1973. Ella me daba clases de inglés. Ella y su marido trabajaban en el Instituto Fe y Secularidad, creado por la Compañía de Jesús. Él era Justo Pérez Corral, sobrino de Fray Justo Pérez de Urbel, una especie de enciclopedia de lírica y quien les casó. Se separaron y ella pasó a trabajar como intérprete en los Altos Hornos del Mediterráneo y, después, como profesora en el Goethe-Institut. Fray Justo votó a favor de que el matrimonio fuese considerado inválido porque veía a Silvia como alguien que no había aceptado las condiciones del matrimonio católico. En cambio, Justo era amigo mío y aceptó la separación. Quien era su novia entonces me quiere muchísimo [ríe]. En Navidades cenan en casa. Hay muy buen clima entre nosotros cuatro.
Siempre hablas de Silvia como tu único gran amor. ¿Cómo se mantiene ese gran amor durante más de 40 años?
Aceptándola como es: una persona muy valiosa con cosas que toca aceptar. La vida no puedes más que compartirla porque si no, no hay manera de vivirla. El otro día una amiga peluquera estaba cortándole el pelo y, de pronto, Silvia dijo una cosa que me dejó helado: “Luis es mi vida”. Yo no sabía dónde meterme en ese momento (ríe).
“La vejez es muy mala, es una cosa muy dura”
¿Has tenido miedo a la vejez?
La vejez es muy mala, es una cosa muy dura. Pero yo la he formulado a mi manera: quiero ser un viejo simpático. Es muy terrible ver que hay gente que envejece mal, que se van estropeando humanamente. Ahora mismo me duele la cadera, vengo con el bastón y me olvidé el paracetamol; no me hace gracia, pero es parte de la vida y te la tragas. Pero ves a gente que cuando envejece, sus valores cambian, se vuelven amargos, se encasquillan, no aprenden nada como si por ser viejos estuviéramos libres de seguir aprendiendo. Yo estoy escribiendo una cosa sobre la aporofobia y si me da tiempo seguiré con algo que puso en pie Walter Benjamin y que está tomando todo el sentido: el capitalismo como religión.
¿Cómo es tu relación con la muerte?
Mi relación con la muerte es muy tranquila. Me fastidiaría morirme ahora porque quiero escribir esos libros y porque me preocupa cómo se desenvolvería Silvia que está enferma y le cuesta lidiar con los quehaceres cotidianos. Pero la muerte no me da miedo.
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Silvia Schmitz Engelke murió en 2022. Luis publicó la biografía De sacerdote a ciudadano. Un relato personal (Catarata) en noviembre de 2024 y eligió morir el 17 de enero de 2025. Quienes le quisimos y admiramos nos sentimos profundamente agradecidos por haber podido aprender, compartir, reír y reflexionar con una persona que representaba el amor al prójimo en su sentido más pleno, revolucionario y radical.
Gracias eternas, Luis.
Gracias Patricia