Cultura | Opinión
‘El juego del calamar’ y el juego de la democracia
Los cambios en la dinámica de 'El juego del calamar' en su segunda temporada acentúan y amplían las lecturas críticas a ciertas concepciones de la libertad y la democracia.
Este artículo se ha publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
ÁLEX MESA | Desde hace ya unos cuantos años se debate con frecuencia sobre un concepto de libertad política que, a menudo, se subsume en manifestaciones muy específicas de esta como la libertad de expresión. Así, la libertad se resume en poder expresar nuestro parecer y en tener la capacidad de poder elegir. El tema de la elección, de lo que significa elegir, es otro melón que daría para mucho, pero mejor centrémonos por ahora en algo más concreto: esa libertad que se agota en la capacidad de poder expresar nuestro parecer.
En la recién estrenada segunda temporada de El juego del calamar se explora con suficiencia tanto la dimensión netamente individual como la colectiva de dicha concepción de la libertad.
En este sentido, a nivel individual, la libertad se presenta como la posibilidad de elegir libremente participar en los juegos; y, a nivel colectivo, como la articulación de una mayoría para decidir si seguir o no jugando después de cada prueba.
En principio, atendiendo al esquema formal planteado, uno podría hallarse en la tentación de pensar que, efectivamente, los participantes del juego son respetados en su libertad, tanto individual como colectivamente. Por lo tanto, dado que la responsabilidad de empezar a jugar y de seguir jugando luego es enteramente suya, las consecuencias acaecidas (la muerte de tantos y tantos participantes) son también responsabilidad total de los participantes, excusando a los morbosos organizadores que, en todo caso, parecería que simplemente realizan un experimento social para que los jugadores se conozcan a sí mismos.
El problema de este planteamiento es que asume que el ejercicio de la libertad es algo que se da, por ser clásicos en la denominación, de forma pura: uno ejerce la libertad en cuanto elige. En este contexto, no se tienen en cuenta las diferentes circunstancias y condicionantes que predisponen a dicha elección: carácter personal, educación, situación familiar y económica, factores sociopolíticos, etc.
En su versión más extrema, este planteamiento que ignora toda circunstancia particular, lleva a planteamientos tan controversiales como el de la posibilidad de vender tus propios órganos vitales que planteaba Javier Milei en su campaña electoral. Según él, si una persona decide vender libremente un riñón a un tercero, ¿quién debería impedirlo? El coste de intervenir sería limitar una libertad que no estaría dañando a un tercero (principio de no-interferencia). En realidad, estos ejemplos que se dan con Milei, por bizarros y macabros que nos parezcan, son extremadamente útiles para observar, aunque sea de forma intuitiva, que algo está mal en ese planteamiento: si la libertad de una persona que vende voluntariamente un riñón se resume a hacer eso o morirse de hambre, por ejemplo, ¿no estamos ante una fuerza coercitiva bastante evidente?
Por otra parte, en cuanto a la dimensión colectiva de la libertad, desde luego que hemos fundamentado nuestras democracias liberales representativas en el poder de la mayoría. Es decir, esta democracia se ha presentado de forma ininterrumpida desde el fin de la II Guerra Mundial como el paradigma en el que se deberían fundamentar todas las sociedades políticas del mundo porque se percibe a sí misma como la forma excelsa de tener en cuenta el criterio de cada ciudadano. No obstante, tal y como diversos teóricos/as han planteado, con Slavoj Žižek entre ellos, para que una democracia funcione debe compartirse un marco común en el que todas las partes respetan a los demás y en el que aquello que se vota no suponga una afrenta o algo inasumible para una de las partes. Hasta cierto punto, la democracia funciona adecuadamente en la medida en la que sirve como criterio de desempate: ante un cierto consenso, las decisiones del día a día deben tomarse de alguna forma y, tal vez, la forma más justa y menos arbitraria de hacerlo es consultando a la mayoría social.
En cambio, en El juego del calamar, se somete a votación algo tan crucial como el seguir participando en un juego que puede acarrear la muerte directa de aquellos que participan en la votación. ¿Hasta qué punto una mayoría puede estar facultada para tomar dicha decisión? Aquí, sin duda, se cae en el peligro que Alexis de Tocqueville advertía hace ya largo tiempo: una mayoría social no puede estar habilitada a tomar decisiones abyectas que afecten directamente al proyecto vital (literalmente) de los demás integrantes de una sociedad porque, cuando lo hace, se cae en la tiranía de la mayoría.
Para terminar, y por si no fuera suficientemente evidente la voluntad de la organización de legitimar lo que se hace en base a la responsabilidad exclusiva de los participantes, la infiltración del jugador 001 nos viene a recordar continuamente que, a pesar de los esfuerzos del jugador 456, los participantes no merecen ser salvados de sí mismos: son egoístas, caprichosos, crueles, etc. Pero, ¿es esto realmente así? ¿Se puede resumir la naturaleza de estas personas sin atender a las circunstancias que los condicionan? Y lo más importante, ¿se puede legitimar el show y la barbarie en base a una supuesta libertad de decisión?
YA NO HAY VIKINGOS.
(Un vikingo, en los lejanos tiempos medievales es convertido al cristianismo por la piadosa y tenaz labor misionera de unos curas que a ello se dedicaban.“¿Qué me pasará después de morir si ahora me bautiza?”, “Hijo”, replica el interpelado, “irás al Cielo. Te habrás ganado la salvación eterna, al lado de Dios y de los ángeles.“¿Y mis compañeros, con los que he vivido y viajado y corrido mil peligros durante toda la vida, que ser´de ellos?” El misionero adopta la expresión triste y cariacontecida que merece su respuesta: “Ellos se quemarán en el fuego eterno del Infierno, con terribles sufrimientos para toda la eternidad”.“Entonces no quiero bautizarme. Yo iré con ellos hasta el Infierno”)
En el destrozo de la izquierda de nuestro país que ya es tema de análisis y debates públicos, aunque los que así se califican no se den por enterados, ha sido definitiva la pérdida de la ética militante que mantuvieron los luchadores antifranquistas en España durante cuatro décadas, y que impulsó a miles de obreros, campesinos, intelectuales, científicos, mujeres, profesores, maestros, a enfrentarse al fascismo al coste de la libertad y hasta la vida, como no se hizo en ningún país europeo. Aquella ética vikinga que desde mi más tierna infancia me inculcaron las mujeres de mi familia, supervivientes de la masacre que sufrieron en la guerra y la postguerra.
En esta fábula se contienen los principios que rigieron la lucha de los anarquistas y comunistas que mantuvieron su fidelidad a los principios revolucionarios por los que entregaron la vida. Hoy sería absolutamente ridículo que en las filas de los partidos políticos de izquierda se invocara semejante lealtad a sus militantes, aún sin el riesgo de acabar en el Infierno.
En esta democracia woke que disfrutamos ninguna organización política o social exige a sus asociados la lealtad vikinga. Ni aún a sus dirigentes que prometieron conquistar el Cielo. Porque ya se sabe que no lo aceptarán ni lo cumplirán, ni siquiera imaginan que se les pueda plantear semejante entrega a la causa.
El nuevo mundo que estamos viviendo ha podrido a las tres últimas generaciones, que desean únicamente vivir felizmente en paz la vida woke que los posmodernos han organizado -y de esto no son solamente el Capitalismo y el Patriarcado los culpables. La realidad es que el gran inconveniente para hacerla renacer es que ya no quedan vikingos.
(Lidia Falcón, «Ya no hay vikingos», Canarias Semanal)
P.D. «La revolución no vendrá con campanadas» Fuente:
Editorial Insurgente.org.
La democracia aún no se la ha conocido en parte alguna y cada vez se aleja más.
Quizá estuvimos muy cerca de ella con la II República; pero lxs demócratas que la defendieron aún están esperando en las cunetas a que llegue de nuevo y los saque de allí.
La dictadura del capital, la más letal, destructora, saqueadora, injusta, de todas las dictaduras, manipuladora hasta el límite que incluso ha conseguido hacerse llamar la democracia.
Los pueblos, cual más cual menos, manipulados y desinformados:
Con estos mimbres votan las masas.
Hasta hace unos años, aunque no te hacían caso, se podía protestar. Ahora, con la ley mordaza ni éso.
Hasta hace unos años aún había gente despierta, hoy, entre la dictadura del capital que ha sabido colonizar las mentes de las nuevas generaciones y las nuevas tecnologías, hay autómatas, robots y individualismo.
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La revolución no vendrá con campanadas
Coincidimos en que, aunque lo fundamental sea la lucha en barrios, centros de trabajo o lugares de estudio, las redes sociales pueden jugar un papel. Sin embargo, resulta inexplicable que, desde las campanadas de fin de año, buena parte de la izquierda «cibermilitante» ande obsesionada con la cuestión de Lalachús y Broncano.
Estos humoristas pueden resultar simpáticos para tomarse una caña, qué duda cabe. Pero de ahí a ponerlos como los nuevos Che Guevara y Rosa Luxemburgo, hay un salto considerable. Resulta inaceptable que, en apenas unos años, se haya pasado de gritar “nacionalización de la banca y las eléctricas” o “no al pago de la deuda externa” a un descafeinado “viva Broncano, abajo Motos”.
La mayoría de los temas que hoy día levantan pasiones en tertulias y redes sociales no son políticos: son personales. La lucha de clases se está queriendo aparcar y sustituir por una vaporosa y estéril «guerra cultural» entre “wokes y antiwokes”, “globalistas y patriotas” y otros circos similares que desvían la atención, mientras la vivienda se convierte en un lujo, la sanidad pública es desmontada, etc.
Es un error entrar en ese juego. Ni en Kamala ni en Trump podemos buscar el más mínimo avance para los trabajadores, los autónomos y los sectores populares, pues ambos son peones de un mismo tablero: el de la estructura de poder capitalista. ¿“Antiglobalistas”? Que no nos confundan. Somos antiimperialistas. Y sabemos que tanto Trump como Harris forman parte del mismo bando: el imperialismo que explota al tercer mundo y bloquea económicamente a los países que deciden resistir. ¿No había quedado ya claro, desde la anterior arremetida de la crisis, que PSOE y PP “la misma mierda es”? (o CASI)
En las redes sociales, nuestro pueblo se divide y se odia en una guerra cultural que en nada le beneficia, mientras la oligarquía queda fuera de todo cuestionamiento. Una parte del pueblo se mofa de la otra y la convierte en el blanco de todos sus esfuerzos. No caigamos también nosotros en eso: la otra mitad del pueblo no es el enemigo. Aunque a alguien le parezca casposa, reaccionaria, tendente a las actitudes machistas o inclinada a los comentarios xenófobos.
Guste o no, el pueblo sigue siendo el único sujeto histórico capaz de darle la vuelta a esto. Con el pueblo, hace falta pedagogía, no una nueva inquisición. Pero es comprensible que se cometa este error, porque estar en las redes sociales despista. Y porque no existen los «cibermilitantes». Solo alguien ligado al terreno (a la asamblea, a la asociación vecinal, al sindicato…) podrá luego hacer un uso sano y estratégico de las redes sociales.
Es curioso cómo se suele quitar de la ecuación democrática la rémora antidemocrática de la religión. Sin laicismo la democracia cae fácilmente en la fe del oscurantismo.