Internacional
Negociar con cadáveres
El control colonial impuesto por Israel no se limita sólo a la vida de los palestinos; se extiende también a su muerte. Desde 1967 y hasta 2007, se apropió de los cadáveres de, al menos, 253 palestinos, a los que acusaba de haber cometido un atentado contra su Ejército o su ciudadanía, según datos de la Oficina de los Derechos Humanos de la ONU.
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«Mantienen secuestrado el cadáver de mi hijo para cuando quieran negociar la liberación de los israelíes que tiene Hamás en Gaza. Ese es el valor que le dan a nuestras vidas y a nuestros niños». Shadi Elayyan habla en su casa en Al Azarya, uno de las ciudades de la Gobernación de Jerusalén que la ocupación israelí ha dejado del lado de Cisjordania. Como en muchas casas palestinas, las paredes están cubiertas de fotografías de su «mártir», el familiar asesinado por el Ejército sionista. En el caso de esta familia, quien nos mira sonriente desde la mayoría de los retratos, impresos a gran formato con mensajes de pésame, es Wadi.
El 5 de febrero de 2024, como cada mañana, el chico se vistió con coquetería antes de desayunar con sus padres y sus cuatro hermanos. Se marchó para hacer unas compras en el supermercado y nunca volvió. Tenía 14 años y los vídeos de las cámaras de seguridad muestran cómo se acerca con determinación a uno de los checkpoints que controlan los accesos a la ciudad e intenta apuñalar a uno de los soldados israelíes. Tras un breve forcejeo, sale huyendo, pero antes de que haya podido recorrer unos pocos metros recibe varios disparos por la espalda que acaban de inmediato con su vida. Su madre, Linda Elayyan, subraya que lo sufrido por su hijo no es una «muerte en legítima defensa», sino una ejecución extrajudicial.
–Es paradójico que el mayor deseo de unos padres pueda ser enterrar a su hijo. Pero es lo único que queremos. Desde que lo ejecutaron, no puedo dejar de pensar en mi niño encerrado en una cámara frigorífica. Y nosotros tenemos suerte. Al menos sabemos que no lo han enterrado en una fosa común como a tantos otros.
Linda viste de riguroso luto y expone los hechos con sobriedad. La humedad de su mirada sólo está a punto de desbordarse y convertirse en lágrimas durante un instante. Entonces, retiene el aliento y el abismo de dolor se contiene. Ocurre cuando explica que su hijo nunca dio muestras de querer atacar a las fuerzas ocupantes, que «no era de los chicos que se escapan por las noches para tirarles piedras». La última conversación que mantuvieron, aquella misma mañana, era sobre lo que quería hacer durante las vacaciones: jugar al fútbol. La afición le viene de familia. Su padre, periodista, es responsable de comunicación del que se considera el mejor equipo de fútbol palestino, el Jabal Al Mukaber.
La madre señala otras dos fotos pequeñas antes de decir: «A este primo lo mataron en 2015. Su cadáver lo devolvieron meses después. A este otro primo lo mataron 40 días antes que a Wadi. Tampoco nos han devuelto su cuerpo».
Desde 1967, el Estado israelí ha encarcelado aproximadamente a un millón de palestinos, «incluidos decenas de miles de niños», según un informe de 2023 de la relatora especial para los derechos humanos en los territorios ocupados, Francesca Albanese. Es decir, el 20% de la población palestina –el doble, si circunscribimos el dato a los hombres– ha sido arrestado en algún momento de sus vidas. La mayoría bajo la llamada «detención administrativa», por la que se encarcela a adultos y menores sin necesidad de alegar cargos ni aportar pruebas, y por periodos ilimitados. La legislación internacional sólo permite su empleo en situaciones de emergencia y siempre y cuando se vaya a celebrar un juicio en el que el acusado se pueda defender con todas las garantías. En el caso de una ocupación, el Convenio de Ginebra limita su uso a «razones imperiosas de seguridad».
Control colonial
En este régimen carcelario, el control colonial impuesto por Israel no se limita sólo a la vida de los palestinos; se extiende también a su muerte. Desde 1967 y hasta 2007, se apropió de los cadáveres de, al menos, 253 palestinos, a los que acusaba de haber cometido un atentado contra su Ejército o su ciudadanía, según datos de la Oficina de los Derechos Humanos de la ONU. Esta práctica está prohibida por la normativa internacional –por tratarse de un castigo colectivo dirigido a agravar el dolor de los seres queridos del fallecido–, pero Israel la reforzó a partir de 2015 como respuesta a la llamada Intifada de los Cuchillos, en la que jóvenes palestinos, desesperados ante el agravamiento de la ocupación y la falta de liderazgo político, atacaron a soldados ocupantes y colonos. Murieron 23 israelíes y 127 palestinos.
A partir de entonces, el Estado israelí no sólo decide retomar la retención de los cadáveres, sino que actualiza la norma a la que se acogían en tiempos de la ocupación británica y que regulaba el entierro de los soldados palestinos que muriesen bajo su cautiverio. En los siguientes años, la Knéset –el Parlamento de Israel– aprobará que los cuerpos de «terroristas asociados con Hamás» y de «terroristas que perpetraron un ataque particularmente atroz» no sean devueltos a sus familias.
La medida fue avalada por el Tribunal Supremo en una decisión que Btselem y Hamoked, dos organizaciones israelíes que defienden los derechos humanos, desmontaron jurídicamente en un informe. En él señalaban el desprecio de la Knéset hacia el derecho internacional. Según los legisladores, «el terrorismo no respeta ninguna de las reglas del juego que el viejo mundo puso en marcha en las leyes de guerra», por lo que se veían obligados a «repensar estas leyes para remodelarlas y ajustarlas a la nueva realidad».
Desde entonces, Israel se ha apropiado de más de 110 cuerpos de palestinos, incluidos los de 11 niños como Wadi, según datos de la ONU. A estos habría que añadir los que el Ejército ha «secuestrado» –así llaman en Palestina a esta práctica– en Gaza tras los atentados del 7 de octubre de 2023 y el posterior genocidio israelí en represalia. Una investigación de Haaretz estimaba que sólo en el centro de detención de Sde Teiman (macabro escenario de torturas corroboradas por miembros del propio Ejército israelí) había más de 1.500 cadáveres correspondientes, según la fuente gubernamental citada, a los miembros de Hamás y a los civiles que se sumaron a ellos en los ataques del 7 de octubre. Desde entonces, los soldados han secuestrado numerosos cuerpos de fosas comunes y de morgues en la Franja, y han destruido y dañado al menos 16 cementerios, según las informaciones recopiladas por CNN, EuroMed y The New York Times. Se trata de una forma de castigo cosmogónico que lleva décadas practicando. De hecho, Israel llegó a destruir un camposanto milenario palestino en Jerusalén; sobre él levantó el Museo de la Tolerancia.
Intercambio con los vivos
Wadi también fue víctima de otra práctica que Israel emplea desde su fundación y que reguló a partir de 2015, violando de nuevo el derecho internacional: aplicar la fuerza letal como primer recurso en aras de la «seguridad preventiva». Es decir, disparar a matar cuando no se atisba ninguna amenaza, como denunció Human Rights Watch en una investigación en 2016.
Horas después de que el chico fuese abatido mientras huía, Shadi, su padre, recibió una llamada por la que se le ordenaba dirigirse al puesto militar 300, uno de los más concurridos entre Cisjordania y Jerusalén. Allí, tras ser interrogado, le mostraron una foto del cadáver. Ni él ni su mujer han podido verlo desde entonces. «El abogado que lleva el caso de nuestro hijo lo elige Israel. Ni siquiera eso podemos hacer por nuestro hijo. No podemos elegir», lamenta Shadi.
Cuando en octubre del año pasado Hamás asesinó a más de 1.200 personas y secuestró a más de 240, en los Territorios Ocupados de Palestina muchos recobraron la esperanza de poder ver a sus familiares presos y de recuperar los cadáveres de quienes perdieron la vida. A lo largo de su historia, Israel sólo ha negociado cuando no ha tenido otra salida. Por eso creyeron que se abría una vía para rescatar los cuerpos de sus seres queridos: un intercambio por los secuestrados por Hamás.
Según datos de Btselem, entre 1991 y 2008, Israel llegó a acuerdos por los que entregó 405 cadáveres a cambio de soldados israelíes. Sin embargo, hasta el momento, el ejecutivo de Netanyahu ha accedido sólo a un intercambio por presos, desoyendo a los familiares de los rehenes que cada semana se manifiestan para exigirle que negocie hasta conseguir el retorno de todos.
«Las madres y padres palestinos vivimos con el temor a que encarcelen o asesinen a nuestros hijos en cualquier momento. Tengo mucho miedo de cómo la muerte de Wadi ha podido afectar a sus dos hermanos pequeños. No hablan de ello, se lo guardan dentro. Solo se esfuerzan por consolarme cuando me ven llorar o ausente», explica Linda, mientras los dos pequeños, de cuatro y seis años, se cuelan en el salón cada dos por tres para escuchar qué dice su madre durante la entrevista.
«La ocupación, los asesinatos, ahora el genocidio de Gaza… Los palestinos crecemos con la idea de convertirnos en mártires frente a toda esta violencia y este horror», concluye Shadi justo cuando su hija mayor vuelve del colegio. Tras un año de aulas cerradas por imposición israelí, Cisjordania acababa de reabrirlas para comenzar el año escolar. La respuesta fundamentalista del ejecutivo de Netanyahu ha sido recrudecer el acoso (tanto militar como paramilitar, por parte de los colonos) contra estos territorios ocupados ilegalmente.
Azhar Abu Srour es profesora de árabe en un colegio católico de Belén. Su marido cocina el almuerzo que comparten con sus hijos y nietos cada viernes, el día festivo en el mundo musulmán. Ella nos atiende en el salón que, como Linda y Shadi, estos padres también han convertido en un altar dedicado a su hijo Abdelhamid. En 2016, el joven de 19 años explosionó una bomba en un autobús en Jerusalén. Veintiuna personas resultaron heridas y un hombre palestino y él mismo murieron a los pocos días. Su cadáver es el que más tiempo lleva retenido desde que el Estado hebreo retomó este procedimiento en 2016. Esta política viola las reglas sobre el manejo de los muertos en la guerra, la prohibición del castigo colectivo, los derechos humanos (a la dignidad, la vida familiar y la libertad religiosa), la prohibición de tratos inhumanos o degradantes y, según un informe de la ONG palestina Jerusalem Legal Aid and Humanitarian Assistance, podría equipararse a una desaparición forzada.
«Lo primero que me gustaría explicar es por qué mi hijo hizo lo que hizo», dice Azhar, mirando fijamente a la cámara que graba la entrevista. «Era un joven lleno de sueños, pero en 2015 hubo una Intifada en la que el Ejército israelí dejaba a los jóvenes desangrarse en las calles. Después asesinaron a un primo suyo en un enfrentamiento en la universidad de Beit Yala. Todo eso le afectó mucho y le empujó a cometer ese ataque», explica con aplomo y serenidad.
Vivir sin dignidad
«Yo no sabía que mi hijo estaba planeando hacer algo así, pero fue su decisión y respeto las decisiones de mis hijos. Lo que sí sabía era que estaba muy comprometido con la causa contra la ocupación y que no podía vivir sin dignidad», continúa Azhar. Según publicaron varios medios árabes internacionales, Abdelhamid había sido reclutado por Hamás, aunque como explica Tareq Baconi en su ensayo sobre este grupo, Hamás es también una idea. La idea de que frente a una Autoridad Nacional Palestina pusilánime y conformista, Hamás es una de las pocas organizaciones que le planta cara a la ocupación.
De hecho, es la segunda vez que Israel le roba a Azhar la posibilidad de despedirse de sus muertos. «Cuando tenía nueve años, Israel asesinó a mi padre en un ataque en Damasco. Él era un líder de la causa palestina y durante días nos impidieron recuperar sus restos. Cuando nos dejaron hacerlo, estaba tan descompuesto que en el hospital lo metieron en un ataúd cerrado con clavos. No pudimos darle sepultura siguiendo nuestras creencias», explica esta mujer de modos pausados y mirada penetrante. El rito funerario islámico incluye el lavado del cuerpo del cadáver antes de envolverlo en un lienzo y enterrarlo en contacto con la tierra, sin ataúd. «Israel es un monstruo lleno de crueldad», añade.
Tras horas de búsqueda, la oficina que hace de enlace entre la Autoridad Nacional Palestina e Israel le comunicó cuál era la base militar en la que podía encontrar a su hijo. Allí, un soldado israelí le mostró al padre de Abdelhamid un cuerpo conectado a maquinaria médica. Era imposible saber si se trataba de él porque estaba quemado y mutilado. No le permitieron hacerse pruebas de ADN. La abogada que lleva su caso les ha dicho que sus restos no han sido trasladados a uno de los llamados «cementerios de números», los terrenos militares en los que Israel entierra estos cuerpos, sin lápidas ni nombres, sólo con unos tablones con números pintados con rotulador permanente.
«Nos niegan cualquier tipo de información para generarnos más sufrimiento. En nuestra creencia, mientras no se da sepultura a los cuerpos, las almas no descansan en paz. Los primeros cuatro años estuve a punto de perder a mi familia porque psicológicamente no podía más que pensar en él, en si estaría vivo o muerto, si lo tendrían preso o en una cámara frigorífica. Pero luego tuve que obligarme a vivir por el resto de mis hijos y de mis nietos. Así que decidimos abrir una tumba para Abdelhamid en el cementerio del campo de refugiados de Aida y dejarla abierta para cuando recuperemos su cuerpo. Eso me ha dado sosiego», explica Azhar, quien accede a visitarla con nosotros unos días más tarde. Finalmente es su hermana quien lo hace, por el temor de Azhar a derrumbarse ante la visión de la fosa que, algún día, albergará el cadáver de su hijo.
Lo que nos encontramos no difiere demasiado de la imagen que debían de tener las víctimas del Holocausto en los campos de concentración. A una decena de metros de la tumba de Abdelhamid se alza el muro que separa Jerusalén del campamento de Aida –donde Azhar, nació y creció como refugiada–, y de toda Cisjordania. En lo alto, desde las torres de vigilancia, los soldados israelíes apuntan a sus habitantes en todo momento. Por la noche, unos grandes focos alumbran el cementerio y los grafitis que recuerdan a las decenas de niños que han sido asesinados en estas calles cuando desafiaban con piedras a uno de los ejércitos más poderosos del mundo.
«Y nuestro caso no es de los peores», añade Azhar. Se refiere al abanico de represalias con las que se castiga a los familiares de los asesinados. Además del duelo quebrado por la confiscación de su cadáver, a menudo sufren la destrucción de sus casas, la retirada de los permisos para trabajar en Israel o en los asentamientos ilegales, la tortura y el encarcelamiento. Y aquellos que sí han conseguido recuperar finalmente los restos, en varios casos se han encontrado con que no se correspondían con los de sus seres queridos o que no podían cerciorarse de ello porque estaban irreconocibles y se les prohibía tomarles pruebas genéticas. De hecho, antes de entregar los cuerpos, muchas familias tienen que firmar un contrato en el que se comprometen a no realizar autopsias, ni celebrar funerales públicos o, incluso, no abrir las cajas o bolsas en las que son entregados para comprobar su contenido. Para blindar su cumplimiento, les hacen pagar fianzas que pueden superar los 6.000 euros.
Posible tráfico de órganos
En 2009, Yehuda Hiss, el exjefe del Instituto Forense más importante de Israel, el Abu Kabir, reconoció que en la década de los noventa el Ejército se había apropiado de piel, huesos, válvulas cardíacas y córneas de los cadáveres de los soldados y ciudadanos israelíes, así como de los de los palestinos y de trabajadores extranjeros. Por supuesto, sin solicitar el consentimiento de sus allegados. Esto, sumado a que abundan las denuncias de devoluciones de cadáveres erróneos, mutilaciones y cicatrices injustificadas, alimenta desde hace décadas el temor a que haya robo de órganos.
Cuando en 2016, Azhar supo que no iba a poder ver ni enterrar los restos de su hijo, se unió a la llamada Campaña Nacional para la Recuperación de las Víctimas Palestinas y Árabes de la Guerra, una organización integrada por decenas de familiares que luchan contra esta práctica de desaparición forzosa. Muchos de ellos han viajado a foros internacionales para exigir que Israel cumpla con su deber y entregue los restos. Pero tras años de lucha, Azhar ha perdido la esperanza en estos espacios. «Por primera vez, no tengo nada que decirle a la comunidad internacional. Hemos ido incluso a las Naciones Unidas y ya sabemos que nadie hará nada». Y concluye, antes de volver a la cocina con el resto de su familia: «El genocidio de Gaza nos ha demostrado que estamos solos en el mundo».