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Memoria, resiliencia y lucha por un futuro sostenible tras la DANA
"La frustración y la rabia son emociones que nos acompañan en cada rincón de nuestras calles, donde el duelo se hace palpable", escribe Marta Todolí Balaguer
MARTA TODOLÍ BALAGUER | La vulnerabilidad es una condición humana intrínseca, un hilo frágil que nos une a todos, aunque, a menudo, el poder prefiera ignorarlo. En estos últimos dos meses he sido testigo de cómo la fragilidad de las personas se manifiesta en diferentes escenarios: un niño llorando sobre el barro, mientras observa lo que antes era su parque; una anciana que teme salir de casa por la incertidumbre; o un joven que lucha por encontrar su seguridad en una política que parece desinteresada en su bienestar. La realidad es que, para muchos, la vida se transformó en angustia hace cincuenta días.
Este escenario de vulnerabilidad no solo refleja las dificultades individuales, sino que está íntimamente ligado a la falta de conciencia política sobre el cambio climático. La crisis ambiental que enfrentamos no es un fenómeno distante; se manifiesta en la falta de acción y de atención a una situación que ha dejado a comunidades enteras expuestas a desastres naturales, a la pérdida de sus hogares y a la incertidumbre sobre su futuro. Cuando veo a un niño llorar sobre el barro que solía ser su parque no solo veo lágrimas por la pérdida de un espacio de juego, sino que también veo un símbolo de un sistema que ha fallado en proteger lo más esencial: nuestro entorno.
La anciana que teme salir de casa no solo siente el peso de la inseguridad, sino que también vive en un mundo que ha desatendido la necesidad de crear entornos seguros y sostenibles. Y el joven que busca su lugar en una política indiferente es la representación de una generación que se encuentra atrapada entre las promesas incumplidas de un mañana mejor y la cruda realidad de un presente marcado por la incertidumbre.
Las imágenes de destrucción y dolor que han emergido tras la DANA son un recordatorio escalofriante de la fragilidad de estas comunidades. Sin embargo, lo que realmente hiere es la inacción política que ha seguido a esta catástrofe. Las promesas de reconstrucción y el apoyo que se desvanece en un vacío de burocracia y desinterés, dejando a los más vulnerables aún más expuestos y desprotegidos. La falta de respuesta no solo exacerba este sufrimiento, sino que también perpetúa un ciclo de desamparo y abandono.
Esta situación no solo se traduce en pérdidas materiales, sino que también acarrea una devastadora pérdida de cultura e identidad. Cada comunidad tiene su propia historia, sus tradiciones, su forma de vida, que son parte integral de lo que son. Cuando los desastres naturales, como la DANA, arrasan con estas comunidades, no solo se destruyen casas e infraestructuras, sino que también se desmantelan relaciones sociales, prácticas culturales y modos de vida que han sido transmitidos de padres a hijos. El resultado es una desintegración del tejido social que, en muchos casos, es irreparable.
No se trata solo de proporcionar asistencia material, sino de ofrecer un apoyo institucional que reconozca y respete la riqueza cultural de estos pueblos. La reconstrucción debe ir acompañada de un esfuerzo consciente por preservar y revitalizar las tradiciones y la identidad comunitaria valenciana. Sin un enfoque que contemple la dimensión cultural, cualquier intento de recuperación estará destinado a ser incompleto e insostenible.
El miedo al olvido, también, existe sobre nuestra memoria colectiva, recordándonos es un bien frágil en un mundo saturado de información efímera. Las historias que acapararon las portadas de los diarios, aquellas que provocaron un torrente de emociones y una indignación colectiva, tienden a desvanecerse con el tiempo, dejando solo ecos de dolor. Es devastador pensar que el sufrimiento de personas pueda convertirse en un mero recuerdo o una cifra en estadísticas, mientras la vida en la ciudad avanza a un ritmo vertiginoso.
Es importante que no permitamos que el dolor de quienes han sido afectados se convierta en un arma en manos de aquellos que buscan manipular la memoria colectiva para satisfacer intereses políticos. La historia no debe ser un campo de batalla ideológico; debe ser un espejo en el que podamos reflejar nuestras vivencias, nuestros errores y nuestras lecciones.
El verdadero desafío radica en resistir la tentación de olvidar, en alzar la voz contra la normalización del dolor y en recordar, aunque los medios dejen de informar, que nuestras conciencias deben permanecer en alerta. Es nuestra responsabilidad colectiva mantener viva la memoria de los hechos, no solo para recordar a las víctimas, sino para construir un futuro donde el pasado no se repita y aseguremos que quienes son responsables nunca más tengan la oportunidad de causar sufrimiento.
En este contexto, los jóvenes son agentes clave de un cambio necesario y urgente. Su habilidad para organizarse y movilizarse ante esta tragedia ha surgido como un faro de esperanza. No solo han demostrado un firme compromiso con el bienestar de los más vulnerables, sino que han asumido la lucha como una responsabilidad moral. Este compromiso activo refleja no solo su profunda empatía, sino también una conciencia social que perdurará a lo largo de las generaciones. Así, su capacidad para innovar y actuar se convierte en una razón para mirar hacia el futuro con optimismo, convencidos de que, a través de su labor, es posible transformarlo.
Sin embargo, en este momento, hay un profundo dolor que nos atraviesa a todos. La frustración y la rabia son emociones que nos acompañan en cada rincón de nuestras calles, donde el duelo se hace palpable. En cada manifestación hay un eco del dolor que hemos tenido que enfrentar. Pero, a pesar de ello, tengo la convicción de que estamos en un proceso transformador.
El dolor y la frustración no desaparecerán de inmediato. El duelo que estamos atravesando es un proceso necesario que nos permitirá sanar y encontrar razones para seguir adelante. Las historias recordarán lo que hicimos como sociedad. Este espíritu de solidaridad y respeto por nuestro entorno es lo que debemos llevar con nosotros hacia el futuro. No podemos permitir que lo que hemos vivido se repita. Debemos construir un mundo donde la responsabilidad y la sostenibilidad sean pilares fundamentales. Así que, aunque ahora enfrentemos el dolor y la frustración, miro hacia el futuro con esperanza. Creo en un mañana donde las voces del pueblo valenciano sean escuchadas y nuestras acciones generen un impacto duradero. Un futuro en el que el pueblo continúe alzando la voz por lo que es justo, cuidando de nuestro planeta y apoyándonos mutuamente, pero sin la carga de tener que salvarnos entre nosotros; porque, en realidad, el pueblo nunca debió salvar al pueblo.