Cultura | Internacional
El otro muro
El escritor Nasser Abu Srour, condenado a cadena perpetua, lleva 30 años en prisiones israelíes. Su libro ‘La historia de un muro’ es un testimonio extraordinario sobre la capacidad de resistencia: la suya como ser humano y la de Palestina como pueblo.
El artículo ‘El otro muro’ se ha publicado originalmente en El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para apoyar el periodismo independiente.
Quien ha pasado una larga temporada en la cárcel y escribe un libro contando su experiencia, casi siempre siente la necesidad de describir las condiciones de su prisión. Los rígidos horarios, el rancho incomible, los abusos, la violencia, la deshumanización del presidiario. Más aún en el caso de quien ha estado en prisiones de alta seguridad o en condiciones en las que los derechos de los presos son una quimera. ¿No cabría esperar lo mismo de Abu Srour?
No puedo preguntárselo: condenado a cadena perpetua por presunta complicidad en la muerte de un oficial de inteligencia israelí, Nasser Abu Srour lleva 30 años en prisiones israelís y es imposible contactar con él, salvo que seas miembro de su familia o su abogado. Pero, de haber podido entrevistarlo, sé cuál habría sido mi primera pregunta: ¿por qué, en lugar de mostrar la carne tumefacta y la herida, en lugar de volver la mirada hacia el verdugo, en lugar de hacer visible la reja y la celda miserable, ha decidido escribir sobre lo que no se ve?
Abu Srour, en La historia de un muro (Galaxia Gutenberg, 2024), vuelve la mirada hacia dentro. Está acostumbrado a ello. Para él la única manera de sobrevivir sin derrumbarse es dejar de anhelar lo que existe fuera de la prisión, no centrarse en lo que podría ser, sino en lo que es. «Busqué vida en mi interior después de que toda posibilidad de vida en el desierto quedara descartada», un desierto que él ve como fosa común. Aprender, entonces, del muro que lo aprisiona: «…sabía desde el principio que tenía que renunciar a la posibilidad de ser libre y abrazar ese muro si lo que quería era sobrevivir». Aprender de su consistencia y de su falta de expectativas, de su impasibilidad pétrea.
Abu Srour se había familiarizado con los muros desde niño. Nació en un campo de refugiados palestino, sabía qué significa estar encerrado y que buena parte de la vida se desarrolle en un afuera al que el acceso le está vedado: «Todo en cualquier otra parte parecía más grande: el sol, las nubes, las estrellas. Allí, fuera del campo, la gente parecía más atractiva…».
Dieciocho años tiene en 1987, cuando comienza la Intifada de las piedras. Los padres, resignados, se han quedado sin justificaciones, sin épica, y son los jóvenes, adolescentes e incluso niños, quienes se rebelan, sin plan, sin historia, las mentiras del pasado ya no les sirven. Necesitan sus propias mentiras, su propia fe.
«Arrojamos luz sobre héroes legendarios que se convirtieron en dioses cuando lucharon y murieron por sus causas. Nosotros también éramos dioses que luchaban y morían. Éramos dioses sin trono, sin un cielo que fuera nuestro hogar, sin nada que no hubiéramos creado de la nada».
Pero toda revolución quema con rapidez a sus héroes y sus dioses. Unos se desengañan, otros se desesperan, otros mueren, y muchos son encarcelados. Cualquier revolucionario acepta que las posibilidades de victoria son escasas; da igual lo que digan los lemas y los cánticos, las promesas y todas las mentiras que tienes que contarte –la palabra «mentira» puntúa la narración de Abu Srour–. Y Abu Srour acaba como tantos otros de sus compañeros de lucha; lo detienen en 1993.
No nos cuenta en detalle ni sus actos –comprensible por las posibles consecuencias penales– ni las acusaciones. Hace referencia a interrogatorios, golpes y torturas, a la incomunicación, pero más que los hechos en sí narra sus sensaciones, por ejemplo la vergüenza por oler mal, algo que el interrogador señala cada vez, haciendo, como es habitual, a la víctima culpable de serlo.
Se niega, nos dice, a odiar al carcelero. «El odio no es más que una pérdida de energía y otra cerradura más».
Podríamos pensar que, en realidad, ha sido derrotado y ha dejado de rebelarse y escandalizarse. No es así. No solo porque vamos descubriendo que sus disputas con las autoridades carcelarias suponen para él castigos y traslados a otras prisiones. También porque a través de su recuento conocemos su disconformidad con los Acuerdos de Oslo, su decepción –tras un tiempo de entusiasmo– con la Primavera Árabe, o porque una y otra vez nos recuerda la brutalidad criminal de la ocupación. Se alegra del protagonismo nuevo de las mujeres en la lucha. Participa en huelgas de hambre. Sigue los acontecimientos mundiales. No cae en un individualismo cínico, mantiene su pelea y el amor por su tierra; es solo que no quiere engañarse.
Si cualquiera de nosotros tiene dificultades para comunicar sus sentimientos más profundos, sus heridas más dolorosas, ¿cómo puede compartir lo que le sucede alguien cuya experiencia se aleja tanto de la de la inmensa mayoría? ¿Cómo hacer que sintamos al leerlo quienes ni siquiera podemos imaginar lo que significa vivir así?
Abu Srour recurre a un lenguaje poético y a poemas intercalados en la narración. Las palabras de todos los días no sirven para expresar, por ejemplo, cómo se modifica la sensación del paso de los años en un lugar en el que parece que el tiempo no pasa y no pasará jamás, porque el tiempo, salvo como repetición, apenas tiene sentido cuando no hay una posibilidad de futuro.
Mi guardián envejece y yo
no crezco,
los días dejan de contar. (…)
Yo soy la cadena perpetua,
nada en mí se acerca al final,
ni comienza.
(Del poema «Cadena perpetua»).
Solo que el tiempo, y con él la posibilidad de cambio, es capaz de filtrarse por cualquier rendija. Y así sucede cuando Nanna, una abogada especializada en la defensa de los derechos de los presos, le hace una visita en la cárcel. Entonces el libro cambia de tono. El prisionero tiene que soltar su muro para acercarse a esa mujer. Pero ¿cuántos años puedes soportar una relación sentimental con alguien a quien no puedes tocar, cuando vas perdiendo la esperanza de poder hacerlo un día? El deseo intensifica la espera. Y el romanticismo inunda el texto, lo que es comprensible en alguien que solo puede tocar a su pareja a través de un cristal, en visitas de media hora entre las que transcurren semanas. La ausencia de realidad genera casi una divinización del amor y de la amada. Si Fray Luis de León usaba el lenguaje del amor físico para hablar del amor a Dios, Nasser usa el lenguaje religioso para hablar del amor físico. Sin embargo, el cuerpo exige sus derechos: «En la cárcel, no nos sirven de nada los cuerpos. Los cuerpos no son más que una carga pesada, un límite impuesto por las leyes de la naturaleza. (…) Cuando nos enamoramos, nuestros cuerpos regresan a nosotros».
Nasser es consciente de que Nanna y él viven en tiempos de espera diferentes y de que su amor puede encerrarla a ella también en una cárcel: «Nanna vino a mí, y me enamoré de ella. Pero ahí estaba, matándola lenta y deliberadamente, y escribiendo cartas y poemas sobre su asesinato».
Obstáculos a las visitas
Desde que se publicó este libro, muchas cosas han cambiado para el autor. Una fuente me dice que, tras la invasión de Palestina, los letrados tienen muchas dificultades para visitar a prisioneros como Nasser, a quien además, han trasladado varias veces en los últimos meses. Nasser ha perdido mucho peso, probablemente debido al racionamiento de la comida. La situación en las cárceles se ha deteriorado, incumpliendo las ordenanzas penitenciarias y en contra de los derechos humanos más básicos de los prisioneros: prohibición de contacto con familiares y con la Cruz Roja; esperas de meses para hablar con el abogado; hacinamiento; imposibilidad de mantener un mínimo de higiene, que ha propiciado epidemias como la sarna; aumento de la violencia contra los presos, causa probable de un incremento de las muertes en prisión.
Sorprendentemente, el estado de ánimo de Nasser es bueno -«incredible», dice literalmente mi fuente-, y hace ejercicio para mantenerlo. También él, como otros prisioneros palestinos, tiene una mínima esperanza de poder salir de la cárcel al final de la guerra tras un intercambio de presos.
Algo que sí afecta al ánimo de Nasser es que ahora no se permite a los prisioneros tener bolígrafo ni papel. No podrá ir sacando sus escritos a escondidas como hizo para la publicación de La historia de un muro. Aunque es de suponer que en su cabeza está anotando sus sensaciones ante los horrores cotidianos en esas prisiones que escapan a cualquier supervisión externa. Y que nos lo contará un día.
Precioso y muy triste.
El futuro de la humanidad se juega en Palestina.
El mundo tendrá que ir decidiendo si toma partido por los valores, la justicia y la dignidad o por la bestialidad, la codicia y la sinrazón. Por un mundo más justo o por la autoaniquilacion.