Un momento para respirar
¿Qué cambia más el mundo: la literatura o la fontanería?
«He oído a algún escritor contemporáneo ensalzar el compañerismo y la valentía de quienes van a la guerra y compararlos con los valores decadentes de nuestras democracias aburguesadas. Cuánta imbecilidad y cuánta mezquindad», escribe José Ovejero en su diario.
22 de noviembre
Decido pasar una mañana tranquila, de lectura. Ignoro correos y mensajes. Edurne no está. Ni siquiera tengo ganas de salir al paseo habitual hasta el arroyo con el perro. Pero Goxo me insiste tanto que acabo levantándome del sofá y salgo con él. A mitad de camino me abandona y se va a sus asuntos. No me parece mal, yo también cambio de opinión de forma inesperada.
Quizá porque tiene que venir hoy un fontanero a mi casa, la noche pasada, en la duermevela, me pregunté: ¿qué es más necesario, un fontanero o un escritor? ¿Qué cambia más el mundo, la fontanería o la literatura? Habría que poner en la balanza la contribución a que tengamos agua potable y agua caliente en nuestras casas, la calefacción, el sistema de desagüe de nuestros baños, y del otro lado las obras de Shakespeare, Agota Kristoff, Borges o Sylvia Plath.
Como es sabido, Platón quería dejar fuera de la república a los poetas. Si yo pudiera dictar las normas de una república y tuviera que elegir, ¿a quién dejaría fuera, a los poetas o a los fontaneros? La respuesta es obvia. La única esperanza para la literatura sería entonces que hubiera fontaneros poetas, o viceversa.
Esto me lleva a preguntarme, ahora perfectamente despierto, si no sería lógico que los escritores que tienen preocupaciones éticas y valoran lo literario en sus posibilidades de cambiar –a mejor– el mundo, también decidiesen dejar de operar solo en el nivel simbólico y ser activos a nivel práctico. Y me lo pregunto sin que yo sea para nada ejemplar en ese sentido.
23 de noviembre
Releyendo A sangre y fuego –la de Enzo Traverso, no la de Chaves Nogales– me encuentro con la tipología de guerras que establece y con su evolución, y pienso inevitablemente en lo que está sucediendo en Gaza (él mismo ha escrito un ensayo al respecto que aún no he leído). Aplicando sus categorías, Israel ha lanzado contra los palestinos una guerra que es a la vez social, civil, entre naciones y colonial. El cóctel ideal para que surja la brutalidad más feroz incluso para los estándares habituales de cualquier guerra. El enemigo no es visto como un ciudadano de otro país, alguien a quien hay que vencer, pero merece respeto y un trato, al menos sobre el papel, humanitario, sino que es una bestia, una alimaña. No es persona. Lo mismo que las potencias coloniales solían decir sobre los indígenas de los territorios conquistados, lo que les permitía no tener que diferenciar entre población civil y soldados y tampoco permitía levantar objeciones morales contra su exterminio, si era conveniente a los intereses de la potencia invasora.
La brutalidad de las guerras coloniales fue casi un ensayo para lo que sucedería en las guerras mundiales y un antecedente de lo que sucede hoy en Gaza. Me viene a la memoria la política de exterminio de los herero y los namaqua en África Sudoccidental a manos de los alemanes, dirigidos por Lothar von Trotta. Las órdenes impartidas por el insigne general eran de disparar a todo herero y namaqua que se encontrase en territorio alemán –es decir, en territorio robado por los alemanes–, no haciendo distinción de si iba armado o desarmado. Antes de eso había empujado al desierto a la población civil –hombres, mujeres y niños– donde miles de ellos murieron de inanición y sed. El exterminio por hambre de los civiles del territorio ocupado no es un accidente y no lo acaba de inventar Israel: es un objetivo y ha sido una estrategia probada muchas veces.
27 de noviembre
No se me va de la cabeza el libro de Traverso. Tampoco los intelectuales que apoyaron la guerra del 14, y la guerra en general, como forma de combatir la decadencia de la civilización occidental y recuperar los valores de la virilidad, el sacrificio y el heroísmo. Cuántos de aquellos intelectuales acabaron espantados, algunos a los pocos meses de guerra, al descubrir lo que eran de verdad unos enfrentamientos en los que no había heroísmo ni virilidad, pero sí sacrificio. La muerte bajo las ametralladoras o por el gas o por las enfermedades era imposible de convertir en gesta épica.
No había caído en que los monumentos al soldado desconocido son una cínica negación de las promesas de inmortalidad y gloria que se hacen a quienes van a dar la vida por la patria.
He oído a algún escritor contemporáneo ensalzar el compañerismo y la valentía de quienes van a la guerra y compararlos con los valores decadentes de nuestras democracias aburguesadas. Cuánta imbecilidad y cuánta mezquindad. Nuestros padres eran mejores que nosotros porque ellos conocieron la guerra y el sacrificio, dijo una vez un autor de novelas de aventuras. No sé si en su comparación moral metía las violaciones, los asesinatos, las venganzas, los fusilamientos sin juicio, los robos, los bombardeos contra la población civil. Eso; cuánta imbecilidad y cuánta mezquindad.