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‘La cocina’ como purgatorio migrante
El mexicano Alonso Ruizpalacios adapta la célebre obra de Arnold Wesker trasladando su historia de migrantes explotados a los fogones de un restaurante para turistas en Nueva York.
Hay entornos laborales en los que, a veces, hay que suplicar por «un poquito de humanidad». Por desgracia, abundan cada vez más. Puede ser un call center, un invernadero o, más frecuentemente, por culpa de la turistificación, la cocina de un restaurante. Todos ellos son lugares con una elevada tasa de trabajadores migrantes. Son su purgatorio, su puerta de acceso a la regularización, a los papeles, al «mejor de los mundos» al que, irónicamente, se refería Günter Wallraff.
El cineasta mexicano Alonso Ruizpalacios ha tomado la ya clásica obra La cocina, del inglés Arnold Wesker, y ha trasladado allí el drama de la inmigración en Estados Unidos, que es como decir en el norte global. La cocina de Ruizpalacios está en Times Square, pero podría ser la de cualquier franquicia en cualquier gran ciudad europea. Hemos visto a estas personas a través de las puertas batientes y de los ventanucos por donde sacan nuestros platos. Si no hemos nacido en la clase social adecuada, incluso hemos compartido cocina con ellos. Y también hemos compartido el vértigo de un trabajo inhumano, aunque no el dolor del extrañamiento y la soledad. Tampoco la sensación de vivir sin red.
La película cuenta un día en la vida laboral de un grupo de hombres y mujeres migrantes en Nueva York. Ese día desaparecen 800 dólares de la caja del restaurante en el que trabajan. Esto desata una investigación interna que perturba aún más la vehemente y estresante relación que mantienen entre ellos y con la dirección del establecimiento. En medio de ese torbellino nace una relación amorosa entre un cocinero mexicano y una camarera estadounidense (los espléndidos y arrolladores Raúl Briones y Rooney Mara), una relación que se antoja imposible por muchos motivos, el primero de los cuales es que pertenecen a mundos y jerarquías diferentes.
El material con el que contaba Ruizpalacios era ciertamente precioso, como han demostrado muchos directores teatrales desde su estreno en 1957 hasta, por ejemplo, la magnífica versión que hizo Sergio Peris-Mencheta para el Centro Dramático Nacional. El cineasta mexicano reelabora a fondo las tramas pero mantiene su espíritu. La cocina de Londres en la que coincidían todas las nacionalidades que se habían masacrado en la Segunda Guerra Mundial se transforma en el restaurante neoyorquino donde tratan de sobrevivir latinoamericanos, africanos, negros y blancos de clase baja, y donde se reproduce el mismo frenesí, el mismo racismo, también la misma fraternidad en los momentos difíciles.
La apuesta de Ruizpalacios por mantener la distancia conceptual que se da sobre las tablas es un acierto, aunque quizás su realización, un tanto manierista, se coma una porción importante de este relato ya de por sí abrumador y excesivo. Uno puede tener la sensación de que este envoltorio tan sofisticado les está robando a los actores una parte de su lucimiento. Aunque, visto desde otro punto de vista, también se agradece un poco de pimienta arty, sobre todo en España, donde estamos tan acostumbrados a las direcciones planas e insustanciales.
Para documentarse a la hora de hacer su adaptación, el director mexicano se trasladó a Nueva York y entrevistó a varios trabajadores de estas cocinas infernales. Wesker, que debutó como dramaturgo con esta obra, conocía el percal por sí mismo: él había trabajado en una de esas cocinas, la del hotel Bell en la ciudad de Norwich. También como fontanero y como pastelero. Su teatro nunca perdió de vista ni la perspectiva de clase (la «conciencia», como diría nuestra querida Christine Lewis) ni la educación que recibió (de una «madre muy judía y muy comunista», según bromeaba Wesker en una entrevista). Todos estos ecos están en la película de Ruizpalacios, aunque haya llevado la historia a su terreno. Un terreno que ofrece una nueva lectura tras la funesta reelección de Trump y su promesa de acometer una deportación masiva de migrantes.
Pero la esencia, tanto en La cocina de Wesker como en la de Ruizpalacios, es la misma y puede resumirse, para todas las cocinas del mundo, para todas las oficinas tóxicas, para todas las fábricas despóticas, en las palabras del dueño del restaurante: «Os doy trabajo, os pago bien, podéis comer todo lo que queráis. ¿Qué más queréis?».
Quizás, como dice Estela (Anna Díaz), una recién llegada a la cocina neoyorquina, lo que queremos, simplemente, es «un poquito de humanidad».
‘La cocina’, de Alonso Ruizpalacios, se estrenó en cines el 8 noviembre.