Internacional | Opinión

El dilema electoral ante la degradación de la democracia

"Cuando las fuerzas sociales que claman por cambios, ya sea en el acceso a la vivienda o en la venta de armas a Israel, no reciben ningún tipo de respuesta de la clase política, la consecuencia puede ser fatal para los sistemas democráticos", escribe Eros Labara.

Kamala Harris aborda el ‘Air Force Two’ en Los Ángeles (California), el 29 de septiembre de 2024. KEVIN LAMARQUE / REUTERS

El próximo día 5 de noviembre se celebran en Estados Unidos las elecciones presidenciales que enfrentarán a Kamala Harris y a Donald Trump en una contienda electoral que, a tenor de las encuestas, vuelve a demostrar que el país está roto en dos mitades. Los últimos datos sitúan a los demócratas ligeramente por delante de los republicanos en un escenario reñido de empate casi perfecto. La Casa Blanca parece estar solo al alcance de aquel candidato que logre movilizar un puñado de votos más en unos pocos estados clave del país. Pero, para ello, también hay que saber retener el voto y, en este caso, la campaña de Harris hace aguas, principalmente por su apoyo sin ambages a la política bélica de Israel.

Durante toda la campaña, Kamala Harris no se ha distanciado del apoyo al gobierno de Netanyahu y, con ello, está condicionando su camino hacia la presidencia del país. Millones de estadounidenses, principalmente jóvenes progresistas, se debaten entre votar con la nariz tapada a Harris para evitar el mal mayor que supone el retorno de un Trump beligerante de tesis dictatoriales o, por el contrario, votar a alguna alternativa abiertamente propalestina o, directamente, no votar como castigo a una candidata que se muestra cómplice en las masacres de Israel contra el pueblo palestino. Son muchas las voces como las de la escritora canadiense Naomi Klein que auguran que este reguero de votos perdidos para la candidatura demócrata puede llegar a costarle la presidencia: hay decenas de miles de votos protesta que pueden suponer una debacle para Harris. Para los votantes pacifistas, ya sean de izquierda o no, todo esto supone un verdadero dilema de afiladas aristas.

La candidata demócrata parece fuertemente influenciada por los lobbies proisraelíes que alimentan económicamente su campaña y no solo se ha mostrado inamovible en sus posiciones, a pesar de las duras imágenes de los ataques israelíes sobre civiles palestinos y libaneses, sino que ha despreciado a los cientos de miles de personas que le pedían un alto el fuego y el embargo total de armas a Israel participando activamente en la aprobación de nuevos paquetes de ayuda militar pagado con el dinero de los contribuyentes. En este contexto, preguntada recientemente por todos aquellos votantes que pueden decidir no votarle por su posición proisraelí, respondió algo así como que, aunque pueda suponer duro ver lo que sucede en Gaza, la gente debería votarla a ella por evitar la llegada de Trump al poder. De nuevo la táctica del mal menor, de nuevo el chantaje como estrategia política.

Realmente, este dilema que pone a los votantes progresistas contra las cuerdas y carga sobre sus espaldas las posibles consecuencias de su dirección de voto supone una estrategia arriesgada y problemática que embarga el futuro de la democracia. En cierto modo, el dilema del mal menor capa las democracias, pero, sobre todo, limitan todas aquellas pretensiones políticas socialmente radicales y emancipadoras que buscan ampliar derechos y ensanchar las costuras de nuestras instituciones democráticas. Así pues, nos resulta habitual ver cómo en cada cita electoral las fuerzas políticas del espacio de izquierdas anulan sistemáticamente su sino político y buena parte de sus pretensiones programáticas para coaligarse con fuerzas moderadas, principalmente centristas –si es que esto existe– y socialdemócratas de la tercera vía y, con ello, evitar el mal mayor que supone la formación de gobiernos de ultraderecha.

Trump, Harris y la degradación de la democracia
Donald Trump y Kamala Harris durante el debate electoral celebrado en septiembre en Filadelfia. BRIAN SNYDER / REUTERS

En cierto modo estas coaliciones pueden tener sentido en según qué países y sistemas electorales, así como también es cierto que esta estrategia puede llegar a ser puntualmente efectiva para que en algunos asaltos electorales retrase la llegada al poder de los ultraderechistas, ya sea en Estados Unidos o en cualquier otro país que se encuentre bajo la actual ola reaccionaria mundial. Ahora bien, parece claro que ponerse anteojeras y apostar por la continuidad de las mismas políticas que nos han llevado hasta esta situación sociopolítica límite no parece una estrategia con visos a perdurar en el tiempo.

Todas las políticas de desregulación, privatización, exenciones fiscales, reducción de impuestos y demás artimañas neoliberales que se han aplicado con mayor o menor intensidad pero que, en definitiva, han favorecido a las clases privilegiadas y ensanchado enormemente las diferencias sociales sobre todo en las últimas décadas, no pueden formar parte de ninguna política futura que se proponga transformar nuestras sociedades y encaminarla hacia un futuro colectivo mejor. Sin grandes cambios en el modelo económico actual, sin políticas valientes y de calado y sin mejoras radicales en las condiciones de vida que consigan reducir las desigualdades y los principales problemas de cara a las nuevas generaciones, la estrategia del mal menor tiene un claro horizonte finito.

Pero la paciencia tiene un límite y la de millones de votantes parece estar ya desbordándose. Apretar con fuerza los dientes y aguantar la rabia ante una realidad política inerte que empeora las condiciones de vida de forma generalizada no puede, obviamente, eternizarse sin que acabe por detonar, dando lugar a algún tipo de estallido social con impredecibles vertientes y resultados. Parece evidente que, si no se atajan los problemas estructurales de un sistema económico que dispara las desigualdades y engulle cada vez más espacios públicos para mercantilizarlos, la rabia seguirá creciendo y alimentándose de una frustración que, paradójicamente, bien puede dar como resultado la resignación y, con ello, la profundización en la degradación de nuestras democracias. El caso actual de Argentina es paradigmático de esta amenaza.

Democracia: estorbo para el capital

Si las demandas de avances, de mejoras de bienestar social y de políticas que hagan frente al cambio climático son concebidas como amenazas para el capital, no es casual que los grandes capitales apoyen en masa a Donald Trump –véase el multimillonario Elon Musk–. Así sucede también en otros países donde las élites empresariales y capitalistas financian a aquellos candidatos y partidos con postulados de extrema derecha: en un proceso de crisis de rentabilidad del capital, las grandes fortunas empresariales consideran que la democracia es prescindible y la ultraderecha un brazo ejecutor útil para mantener la política subordinada a la economía. La democracia es, por consiguiente, el principal estorbo del gran capital en tanto que oposición a sus intereses de multiplicación y acumulación de riquezas.

Las fuerzas ultraderechistas que claman contra la democracia intentan encapsular el Estado de bienestar, los derechos sociales y las políticas medioambientales como resquicios o estrategias de corte socialista causantes de la aparente escasez, del empobrecimiento y del encarecimiento de la vida. Se trata de dejar vía libre al mercado y de eliminar toda oposición al capital. La democracia y las ideas redistributivas no rinden ante las demandas del mercado y su fuerza arrolladora y aceleracionista de acumulación y, por lo tanto, son susceptibles de ser eliminadas. De esta manera, la asimilación de las dinámicas mercantiles frente a las políticas públicas como reguladoras de nuestras sociedades ha ido socavando las condiciones de vida y el acceso a los servicios básicos, destruyendo los lazos comunitarios y, poco a poco, reduciendo la confianza en la democracia como sistema político, un abono esencial para la proliferación del miedo, la desconfianza entre iguales y las ideas ultraderechistas.

Así pues, cuando las fuerzas sociales que claman por cambios, ya sea en el acceso a la vivienda, mejoras en los servicios públicos o el embargo de armas a Israel, no reciben ningún tipo de respuesta de la clase política dirigente, la consecuencia puede ser fatal para los sistemas democráticos. Por un lado, puede dar lugar a una desactivación en clave nihilista de miles de personas que se resignan al estado actual de las cosas y asumen con desafección política mediante que nada puede ser cambiado. Por otro lado, también se da la posibilidad de que toda esta frustración política acabe por empujar a miles de personas a la participación de aquellas dinámicas individualistas que impone el sistema y acaben por resignarse a retroalimentar el problema con tal de evitar acabar expulsados al ostracismo de los márgenes sociales.

El efecto sobre la democracia de esta degradación sociopolítica y la pérdida de ese músculo social e ideológico esencial de amplias capas de potenciales votantes puede llegar a ser devastador en tanto que deja vía libre a todas aquellas fuerzas que, en la actualidad y desde posiciones neofascistas, desprecian el sistema democrático, cargan contra minorías y abogan por el vaciamiento de las instituciones y la destrucción de los resortes sociales de millones de personas.

Decía Walter Benjamin que la verdadera catástrofe no está en el suceso inesperado, sino en que todo siga igual de mal, porque nadie encuentra el modo de evitarlo. En la medida que las democracias liberales avanzan en su proceso de descomposición y que la clase política no consigue dar respuestas a las demandas sociales, la ultraderecha y las fuerzas reaccionarias ven cómo sus ideas de odio profundizan sus raíces en un terreno que, con cada contienda electoral, resulta cada vez más poroso, cada vez más fértil.

Las políticas de medio camino que promueven todos los conglomerados políticos de dirección moderada y su intento vano de cubrir con flores las cadenas que atan a la clase trabajadora a un futuro de explotación e incertidumbre, no contienen ni una de las soluciones a los graves desafíos civilizatorios a los que nos empuja con violencia el sistema capitalista. Ampliar nuestras democracias y poner en funcionamiento medidas urgentes contra el enorme desafío del cambio climático supone asumir que habrá que dar más pronto que tarde una dura y larga batalla, cuerpo a cuerpo y contra todos aquellos que se han lucrado de este feroz proceso de desposesión de nuestras sociedades en materia de servicios públicos, libertades y derechos, pero también de la biosfera y los recursos naturales de nuestro planeta.

Por desgracia, obligar a las fuerzas socialdemócratas a dejar su fracasada tercera vía y acercarles a las tesis socialistas de políticas radicales solo parece viable una vez hayan sido abatidos en contiendas electorales y el abismo de la ultraderecha se cierna de manera decisoria sobre todo aquello que creíamos asumido, ya sea en forma de derechos y libertades, pero también sobre la prevalencia de la democracia misma.

Con todo, es posible que todavía haya margen para que esa frustración siga acumulándose a pesar de la pasividad y el apoyo de una serie de candidatos a lo largo y ancho del planeta a los crímenes contra los derechos humanos por parte de Israel y también ante la tibieza de una serie de programas temerosos del gran capital cargados de políticas indolentes e inútiles para calmar el origen de la indignación y así, de nuevo, se consiga rasgar unos años más al abismo y se elija por ese mal menor que evite por enésima vez y cada vez por menos margen el inexorable desastre.

Los resultados de las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos pueden dar lugar a otra de esas contiendas en las que los votantes pacifistas y de izquierdas vuelvan a apretar los puños en pro de evitar el mal mayor y, con ello, muchos contengan su rabia ante los crímenes de Israel y dejen aparcadas sus esperanzas y deseos de mejoras para las mayorías sociales.

O tal vez esta vez no sea así. Más allá de las manipulaciones existentes, de las influencias mediáticas, de los lobbies y estrategias en redes que inciden en la dirección del voto, éste tiene que ganarse, uno a uno, y no se puede culpar a los que no te votan de tu derrota. Tal vez, hastiados tras años y años de angustia acumulada, cientos de miles de votantes ya hayan llegado a la conclusión de que todos los parches de políticas mediocres que se han aplicado todos estos años arañados por la mínima en pasadas elecciones no les van a servir de nada para el futuro que viene y ya no resultan útiles para tapar las enormes grietas que se han formado en nuestras sociedades. Pronto lo veremos.

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