Un momento para respirar
Conversaciones con animales y conmigo mismo
"A veces los escritores nos comportamos como agentes inmobiliarios enseñando un piso a clientes potenciales", escribe José Ovejero.
18 de octubre
A menudo los honorarios que se ofrecen a los escritores por un cuento o un artículo de encargo no son superiores, o lo son por poco, al salario mínimo. Nadie trabaja por honorarios tan bajos si no es por necesidad o si no esperas algo más a cambio. Se suele hablar del capital simbólico que recibe el escritor por publicar. Lo malo es que cada vez es menos capital y más simbólico.
19 de octubre
Vamos a ver actuar a Eusebio en su espectáculo Las edades de oro. Qué gran actor nos hemos perdido. Pero no es una profesión que le haya interesado mucho. Desde que lo conozco ha rechazado varios papeles que le parecían inanes. El famoso capital simbólico puede estar envenenado: no es solo que te paguen poco -también ha habido un deterioro de los ingresos de actores y actrices-, es que la visibilidad que te ofrecen a cambio te avergüenza.
Eusebio recita a Góngora, a Lope, a Calderón, a Lorca, a Alberti, a Sor Juana -la única mujer en la selección, se nota que es un espectáculo que preparó hace muchos años- con inteligencia y sensibilidad. Al salir me acuerdo de cuando fuimos con él a ver La vida es sueño en una versión que a los tres nos pareció catastrófica. A Eusebio le enfadaba tanto como si aquel despropósito fuera una afrenta personal. O quizá como si fuera una afrenta a alguien a quien quieres. Y quien recita a Calderón como él, lo quiere sin duda.
Nos encontramos con una escritora a la que conocemos. En cuanto puede, nos dice que tiene tantísimo que hacer, tantas presentaciones, lecturas, ferias… Qué patéticos nos vuelve el ego, herido o no. Esa necesidad de recordar -o fingir- lo importantes que somos.
20 de octubre
Es evidente que he cogido mucho cariño a Goxo, aunque al principio lo echaba cuando aparecía delante de nuestra casa -parecía venir, exclusivamente, a mearse en el peral-. Tenía dueño y, por tanto, no me sentía responsable de él. Para mí era eso: un perro, sin identidad, molesto en sus necesidades o deseos. Supongo que algo así podemos sentir hacia quienes se acercan a nosotros y solo los identificamos por su categoría, cuando es una categoría que nos incomoda: mendigo, inmigrante, yonqui, borracho. Son gente que rompe nuestra burbuja y nos interpela de una forma en la que no quisiéramos ser interpelados.
Supongo que si publico esta entrada en lamarea.com alguien se ofenderá o me criticará por lo que digo y por la extraña mezcla de categorías que he incluido en la enumeración. Me da igual. Eso sí es un rasgo que he notado en los últimos tiempos: cada vez me es más indiferente caer bien o recibir aprobación. Espero que sea un síntoma de que estoy madurando y no de que me hago mayor -dos acciones que no necesariamente van en paralelo-.
Recuerdo alguna conversación con Agustín Fernández Mallo en la que él hablaba de manera jocosa sobre quienes humanizan a los animales. Y es verdad que muchos humanos se comportan con sus animales de forma que a mí también me resulta ridícula. Entonces, ¿por qué hablo con Goxo, por ejemplo, para decirle «venga, Goxo, vamos a dar un paseo y después te pongo la comida»? Es evidente que el animal puede entender mensajes sencillos como «ven» o «no» o «por ahí», que identifica ciertos sonidos con deseos u órdenes, pero no comprende un mensaje complejo; por ejemplo, no entiende una oración adversativa ni una copulativa. Vuelvo a preguntarme, ¿entonces, por qué le hablo?
Creo que la respuesta es sencilla: no sabemos establecer relaciones sin comunicar con el otro y la manera más habitual que tenemos de hacerlo es el lenguaje hablado. Así que nos sale automáticamente esa forma de comunicación porque es una herramienta para establecer un vínculo afectivo, independientemente del contenido y de la recepción. Y un perro es un «otro» con el que cultivamos nuestros afectos.
Es curioso: me aburren las conversaciones sobre perros (como me aburren las conversaciones sobre bebés o niños), pero sí me interesa mucho pensar sobre el comportamiento animal, que también me da pie a pensar sobre el comportamiento humano.
21 de octubre
Ayer hablaba con Edurne del origen sociocultural de los escritores. La mayoría proviene de la clase media para arriba y la inmensa mayoría de padres con estudios universitarios. Es decir, que desde niños tuvieron el apoyo del dinero, de las relaciones o de la ambición cultural transmitida desde muy pronto.
Pienso en Bibiana Collado, en Alana S. Portero, que narran su cuna sociocultural baja, en Manuel Vilas, en alguno más. Edurne y yo provenimos de padres con pocos recursos y escasa formación, aunque ambas familias consiguieron un progreso económico que les permitió vivir con soltura y apoyarnos en los estudios, al menos desde la adolescencia. Hace tiempo que pienso en cómo tus orígenes sociales condicionan tu forma de estar en el mundo literario.
Ofrecí hace meses a Josep Ramoneda un artículo para «La maleta de Portbou», que no le he enviado (de hecho, no lo he escrito aún). Recuerdo vagamente el tema, pero no con exactitud. Lo busco en mis correos y me encuentro con que quería escribir sobre autoficción basándome en «la distinción entre vivencia y experiencia que hacía Walter Benjamin, en la narración del yo como teoría social a partir de Judith Butler y en las posibilidades del yo en la historia y en la ficción a partir de Enzo Traverso». Leo la descripción y siento pudor. ¿No suena grandilocuente? ¿De verdad sé tanto sobre el tema como para ofrecer algo tan sesudo? Creo que sí…, pero a veces los escritores nos comportamos como agentes inmobiliarios enseñando un piso a clientes potenciales: exageramos las cualidades y las posibilidades, mientras silenciamos lo endeble de los tabiques y la mala calidad de la carpintería.