Análisis | Política

Socialdemócratas del siglo XXI: navegando en un mar de dudas

"En el ámbito económico, el Gobierno ha seguido controlado por el social-liberalismo y, de hecho, tras siete años de gobierno ni tan siquiera hemos realizado una reforma fiscal progresista que acabe con la fiscalidad neoliberal de Aznar", escribe el exdiputado socialista Luis Ángel Hierro.

Olaf Scholz, Stefan Lofven, Pedro Sánchez y Frans Timmermans saludan a los asistentes a la reunión del Partido de los Socialistas Europeos, en noviembre de 2023, en Málaga. JON NAZCA / REUTERS

Este artículo se ha publicado originalmente en el dossier #LaMarea102 | ‘El cuento de la extrema izquierda’. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para apoyar el periodismo independiente.

Desde mi punto de vista, la economía influye en los sistemas democráticos siguiendo un patrón de equilibrio homeostático. Si el desempleo y el crecimiento económico evolucionan dentro de unos límites y la situación económica no altera unas condiciones de vida razonables para la gran base social, el resultado es que la economía no incide en el ámbito político y el sistema converge hacia el bipartidismo. Sin embargo, si se produce una gran crisis económica y la tasa de desempleo se dispara se rompe ese equilibrio homeostático y una parte importante de la sociedad queda en un estado de dependencia respecto de la acción del sector público. En esta situación, la relación entre economía y política se activa y los problemas económicos pueden alterar gravemente la situación política.

Un ejemplo de etapa de equilibrio homeostático es el periodo posterior a la II Guerra Mundial. El keynesianismo acercó la economía liberal al intervencionismo socialdemócrata, produciendo una convergencia hacia la economía mixta y el Estado del Bienestar. La derecha se movió hacia el centro, al entorno de la democracia cristiana, y la izquierda hacia la socialdemocracia con el eurocomunismo (Berlinguer-PCI/Marchais-PCF/Carrillo-PCE). El resultado fue casi cuatro décadas de un bipartidismo convergente, cuya frontera se situaba en el centro-izquierda.

Ese bipartidismo se rompió con las crisis de los años setenta del siglo pasado. El fin de la convertibilidad del dólar en 1971 y las crisis del petróleo de 1973 y 1979 supusieron un gran problema para la mayoría social al aparecer simultáneamente desempleo e inflación. Las clases medias sufrieron un fuerte impacto en sus condiciones de vida y el nuevo equilibrio homeostático de la economía se consiguió mediante la globalización, un proceso de liberalización global del comercio internacional y del movimiento de capitales (la revolución neoliberal de Thatcher y Reagan). El neoliberalismo se incrustó en los partidos de derecha, desplazándolos hacia la derecha y, en los partidos socialdemócratas, la minoría social-liberal asumió el poder –la «tercera vía» de Blair, Clinton, González– aceptando las teorías del equilibrio presupuestario, de la insostenibilidad del Estado del Bienestar y de la privatización. El resultado fue una nueva convergencia al bipartidismo, pero con una frontera ahora situada en el centro-derecha.

La globalización, como cualquier proceso de expansión del mercado, llevaba incrustado el germen de su propia desestabilización. La liberalización de los movimientos de capitales dio pronto su primer aviso: el ataque especulativo de 1992 contra la libra esterlina que hizo famoso a George Soros, y, después de sucesivos procesos especulativos diseminados por todo el planeta, el proceso desestabilizador terminó con la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos, el derrumbe del sistema financiero internacional en 2008 y la mayor crisis económica desde el crack del 29. La crisis financiera global mandó al paro a millones de personas y la crisis de deuda soberana en Europa, provocada por el empeño de seguir manteniendo las políticas neoliberales, alargó sus efectos. Se había roto el equilibrio homeostático de la economía y con ello la estabilidad política.

La socialdemocracia europea, que había asumido el discurso de «menos Estado del Bienestar» dejando sin protección a la parte más débil de la clase trabajadora, quedó superada por la situación. En algunos países creció el apoyo de los partidos de izquierda más críticos con el sistema (Syriza en Grecia, Podemos en España, el Movimiento 5 Estrellas en Italia o La Francia Insumisa de Mélenchon), y en otros el electorado de izquierdas simplemente dejó de votar. El resultado fue un debilitamiento electoral de la socialdemocracia que rompió el bipartidismo por la parte de la izquierda.

De la globalización al neofascismo

La crisis financiera internacional tuvo un impacto aún mayor en la derecha. El fracaso de la globalización financiera produjo un resurgimiento del nacionalismo. Con la globalización surgió una necesidad de mano de obra barata en los países desarrollados para poder competir. Además, si se mueven mercancías y dinero es imposible que no se muevan las personas, con lo que tuvieron lugar flujos masivos de inmigrantes que competían con los nacionales en el empleo, en la vivienda, en los servicios públicos… Aprovechando el malestar que generaba esa competencia, el nacionalismo, que había permanecido arrinconado desde la II Guerra Mundial, pasó a adquirir cada vez más relevancia en la derecha. Los discursos nacionalistas y xenófobos dieron presidencias a personajes como Trump, Bolsonaro, Orbán, Meloni o Milei y produjeron cambios estructurales como el Brexit en el Reino Unido. En otros países el impacto fue menor, pero el resultado final es que actualmente es casi imposible encontrar parlamentos nacionales en los que no se sienten grupos importantes de partidos neonazis, neofascistas o libertariofascistas.

Si la crisis financiera internacional produjo la caída del neoliberalismo, el éxito de las políticas expansivas ante la crisis de demanda provocada por la pandemia de COVID-19 y la solución rápida de la inflación provocada por el embargo a Rusia tras la invasión de Ucrania han certificado el renacimiento del keynesianismo. La economía ha vuelto a un nuevo equilibrio homeostático, el paro y la inflación han tenido solución rápida y en estos momentos las economías están estabilizadas. Nos encontramos por tanto a las puertas de una nueva época de estabilidad política con zona fronteriza en el centro-izquierda, aunque el extremismo que sobrevive en la política aún tardará un tiempo en solucionarse.

Centrándonos en España, el PSOE, referente secular de la izquierda española, ha sido exponente de los cambios descritos. El giro al social-liberalismo con la derrota del guerrismo a manos de los renovadores (Almunia, Rubalcaba, Solana, Solchaga, Chaves…) lo mantuvo en el Gobierno parte de los noventa y de 2004 a 2012, pero la aplicación del austericidio neoliberal en 2010 por imposición europea lo llevó casi a perder la representación mayoritaria dentro de la izquierda. El desastre no fue absoluto porque la caída del PP, mermado por el centro por Ciudadanos, y por la derecha por Vox, dio al PSOE la oportunidad de formar un gobierno de coalición de izquierdas (recordemos que no por gusto sino por necesidad). Coalición que le ha permitido acercarse a la socialdemocracia tradicional a través de la acción de gobierno.

No obstante, lo cierto es que la inmensa mayoría de las políticas más progresistas han sido empujadas por el ala izquierda de la coalición de gobierno, actuando en muchas ocasiones la parte socialista como freno de las mismas. En el ámbito económico, el Gobierno ha seguido controlado por el social-liberalismo y, de hecho, tras siete años de gobierno ni tan siquiera hemos realizado una reforma fiscal progresista que acabe con la fiscalidad neoliberal de Aznar. Incluso en las elecciones hemos pedido el voto para Sumar y sus aliados, renunciando a captar el voto más de izquierdas.

Creo que en el PSOE navegamos en un mar de dudas, que tenemos miedo escénico al éxito de nuestros propios planteamientos socialdemócratas y que no asumimos que el hueco electoral natural está, más que nunca, en recuperar el voto de izquierda que nos abandonó en 2012 y que nos debería llevar a rondar el 40% de apoyo electoral.

Cuentan que Mitterrand, ante la pregunta de un periodista sobre por qué no buscaba el voto de centro, respondió: «¿Para qué quiero el voto de centro si no tengo el de los míos?».

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