Cultura
Una barbaridad. Una asquerosidad. Una genialidad.
Coralie Fargeat realiza una crítica salvaje a esa mirada masculina y sexualizada que atraviesa toda nuestra cultura y que acaba influyendo en la manera en la que las mujeres se ven a sí mismas. En fondo y forma, ‘La sustancia’ es un (monstruoso) prodigio.
Coralie Fargeat ha construido una narrativa muy potente a partir de un objeto que le fascina particularmente: los culos esplendorosos. Lo que hace la directora francesa tanto en Revenge (2017), su primer largometraje, como ahora en La sustancia es apropiarse de la mirada masculina (sobre ellos, sobre los culos, lo que supone una forma muy gráfica de centrar el foco de su crítica) para, acto seguido, arrancarle los ojos a los mirones y pisotearlos en el suelo. Si esta imagen literaria les parece fuerte, esperen a ver sus películas.
No es que su cine sea violento (que lo es), ni perturbador (que también), ni gore (por un tubo), es que ha conseguido elaborar con sus festivales de sangre y vísceras un discurso político tan sólido y tan arrollador como una apisonadora. La sustancia es eso, una apisonadora que se abalanza sobre el público con la intención de espachurrarlo, de destriparlo, de hacerlo estallar salpicando con sus órganos y sus fluidos todo lo que tiene a su alrededor. Todo eso mientras nos obliga a hacer examen de conciencia sobre el repugnante machismo que nos distingue como sociedad. La sustancia es una genialidad.
Lo que cuenta es la historia de una actriz, Elisabeth Sparkle (interpretada por Demi Moore), que es apartada de su profesión en razón de su edad. Presenta un programa de aeróbic en la televisión y los directivos la despiden para poner en su lugar a alguien más joven. Demi Moore, a sus 62 años, es un cañón, no se puede estar más hermosa, pero, a juicio de estos hombres, no cumple ya con el canon de belleza establecido. La dictadura de la imagen (de Instagram, de la publicidad) impone otro tipo de cuerpos y un solo ideal: la juventud («Giovinezza, giovinezza, primavera di bellezza», decía el himno fascista). Deprimida y desesperada, Elizabeth recurrirá a «la sustancia», una inyección que le facilitan de forma clandestina y que promete devolverle la juventud perdida. Hasta ahí podemos leer. Déjense sorprender (y salpicar) por esta fábula salvaje.
Los puntos de conexión con David Cronenberg y su «nueva carne» son evidentes, pero mientras en el cine de aquel encontramos un ejercicio filosófico trascendental, en Fargeat prima el espectáculo, sin que eso perjudique su profundidad intelectual. En Videodrome, por ejemplo, Cronenberg diserta sobre cómo las imágenes televisivas (las de los años ochenta, pero su discurso puede aplicarse igualmente al mundo digital de hoy) acaban transformando la sociedad en algo monstruoso, algo que el protagonista somatiza y que acaba por reconfigurar su propio cuerpo. Fargeat juega con esas mismas cartas, pero con una táctica diferente (más lúdica, si se quiere) y con una intención política más concreta.
Lo que la cineasta francesa cuestiona (aunque ese es un verbo demasiado suave; habría que hablar mejor de «dinamitar») es la mirada masculina, esa mirada que lo atraviesa todo, que lo condiciona todo, lo estructura, lo contamina, lo estigmatiza todo, y por encima de todo, a las mujeres. A su juicio, es imposible despegarse de esa mirada, incluso para las feministas más preparadas. Fargeat habla de cómo, a partir de esa mirada ajena (que es también colonizadora, intimidatoria, pornográfica), «se juzga el propio cuerpo [femenino] y se llega a odiarlo, a detestarlo, a violentarlo».
Durante dos horas vemos cómo esta mujer pierde el control sobre su propio cuerpo con consecuencias terroríficas. Ya lo ha perdido culturalmente, pero aquí lo hace con una viscosa literalidad. Y podría haberlo dejado ahí ya que el mensaje (contra las imposiciones estéticas, contra el machismo, contra el edadismo) estaba perfectamente transmitido. Pero no. Nada de eso. Hay una vuelta de tuerca más. Fargeat añade un grand finale, una auténtica locura que podría considerarse prescindible en la historia, pero que, bien pensado, tiene toda su razón de ser: es su rabioso escupitajo contra una sociedad que primero fabrica los traumas y los complejos y que luego expulsa a quien los sufre. Y uno no puede más que aplaudir. Tembloroso y cubierto de sangre, pero aplaudir.
¿Y aquí se acaban las alabanzas a Coralie Fargeat? Pues no. Su película no sólo es importante por lo que cuenta (por su oportunísima crítica a la tiranía de la imagen, por su reinterpretación feminista de El retrato de Dorian Gray, de Frankenstein, por su conexión visual con esa delicia titulada La maldición de las brujas, por tantas, por tantas cosas) sino por cómo lo cuenta. Fargeat es cineasta con todas las letras, en el sentido de que sabe hablar el lenguaje cinematográfico, sabe narrar con imágenes. No crean que esto es fácil. Muy pocos directores saben hacerlo. Si viéramos La sustancia sin sonido, se entendería casi todo. No necesita diálogos que completen los huecos narrativos (o lo que es peor, que subrayen lo que ya se está viendo en pantalla, algo muy común en directores respetadísimos, como por ejemplo, ejem, Christopher Nolan). Cómo coloca la cámara, cómo aporta información con cada plano, cómo encadena las transiciones, cómo maneja las elipsis… Todo, absolutamente todo, es una lección magistral de cinematografía.
Es posible que tengan pesadillas después de ver La sustancia. También que se rían a carcajadas; eso va en el temperamento de cada cual. Lo que es imposible es no reconocer a Fargeat como una superdotada. Verán, sí, monstruos en pantalla pero ella… Ella sí que es una monstrua.
‘La sustancia’ se estrena en cines el 11 de octubre.