Cultura | Opinión

Cantando tras el apocalipsis

La película ‘The End’, de Joshua Oppenheimer, es una buena muestra de que «lo postapocalíptico y lo distópico no tienen por qué ser conservadores», escribe José Ovejero.

Tilda Swinton en el musical 'The End', de Joshua Oppenheimer. AVALON

En los últimos años se ha puesto de moda decir que las distopías son reaccionarias puesto que solo son capaces de presentar un futuro en el que la destrucción del mundo –o digamos del mundo capitalista– es la única salida, más bien explosiva, a sus contradicciones. Y también se ha puesto de moda decir que necesitamos utopías que nos guíen, proyecciones optimistas a las que encaminarnos, ser capaces de imaginar alternativas…

Francamente: las utopías son una mierda. Es decir, son un proyecto necesariamente totalitario, pues nos hacen soñar con un mundo perfecto y la pesadilla que conllevan es que, debido a su perfección, cualquier crítica, rebelión o proyecto de cambio solo pueden llevar a peor. Salvo que pensemos en una utopía en evolución o que se autotransforma, lo que es una contradicción en sí misma.

Yo creo que debemos volver a reivindicar las distopías y los paisajes postapocalípticos como formas de magnificación de las contradicciones y los desequilibrios del presente. Lo que sucede es –y no me estoy contradiciendo– que la gran mayoría de las distopías cinematográficas y literarias de las últimas décadas son de verdad reaccionarias, no por lo distópico en sí, sino por los nichos de salvación que ofrecen. A ver si consigo explicarlo con una película que acabo de ver en el festival de San Sebastián.

La película es el musical The End, de Joshua Oppenheimer. No es una película redonda, lo aviso, pero sí es fascinante y desde luego supone una espléndida renovación del género postapocalíptico. Una familia, con sirviente y médico incluidos, ha sobrevivido en galerías subterráneas a algún tipo de catástrofe que parece haber barrido al resto de la población de la faz de la Tierra. Han reunido en su casa las mejores obras de arte –la mujer, Tilda Swinton, dedica sus días a decorar los salones–, comen los mejores manjares, llevan, en fin, una vida refinada y aparentemente segura, solo interrumpida por la simulación de situaciones de emergencia para prevenir el día que de verdad suceda una. Y cantan. Y bailan. Y son felices y cariñosos. Por supuesto, esa placidez utópica dentro de lo distópico se verá interrumpida por una joven que llega a esta isla de bienestar. Aunque la primera reacción es expulsarla, como han hecho hasta ahora con otros visitantes, porque todo lo que viene de fuera es un peligro, la joven consigue quedarse e integrarse en la pequeña familia superviviente.

En el argumento se concentran los temas habituales de lo distópico: destrucción del tejido social, amenaza exterior, necesidad de aprender a vivir en el nuevo mundo, ejercicio de la violencia para protegerse, adultos que cuidan a sus hijos, la familia cercana como el único núcleo de verdad valioso, espacio jerarquizado en el que el más decidido o más valiente marca el paso a los demás miembros del grupo. En resumen: el mundo puede hundirse, pero gracias al coraje, espíritu de superación y estrechos lazos afectivos, unos pocos podrán salir adelante.

En The End está todo eso, pero presentado de una manera que hace chirriar cualquier propuesta moral. La familia, modélica según sus miembros, es un lugar represivo y brutal. La supervivencia del grupo solo es viable renunciando a la conciencia, en un doble sentido: a la conciencia moral, porque se asesina a todo posible intruso, por necesitado que esté, y al reconocimiento de los propios crímenes, que se presentan como necesarios. La frase «no podías hacer otra cosa», al negar la posibilidad de elección, absuelve cada atrocidad. Ese ejercicio de represión de la verdad no es gratuito: los personajes titubean constantemente, no pueden decir de un tirón lo que quieren decir porque saben que están mintiendo y mintiéndose. Solo cuando cantan –cuando adornan su discurso con la música– pueden decir sus falsedades sin dudar. El arte aquí no tiene una función reveladora sino lo contrario: lo mismo que los cuadros ocultan las grietas y las imperfecciones del edificio, las canciones borran la culpa.

También los lazos familiares se revelan impostados en esta perfecta microsociedad patriarcal, regida por las buenas maneras y el control de cualquier negatividad, en la que el padre dicta órdenes y la madre expresa deseos. Cualquier contravención es castigada. Y la mayor contravención es aludir a la verdad silenciada. Que el hijo esté escribiendo la biografía idealizada del padre es una inteligente artimaña para recordarnos que para blanquear de forma creíble el presente es imprescindible manipular el pasado.

Si en las aventurillas distópicas de Hollywood y sus imitadores los héroes provocan nuestra identificación y compasión, en The End solo generan distancia y desprecio. El hecho de haber elegido el género musical –y con un estilo que parece sacado de los años cuarenta– hace también que en los momentos en los que la empatía sería posible, un falsete destroza la proximidad afectiva: el extrañamiento brechtiano opera aquí a través de la música y el baile.

The end es una buena muestra de que lo postapocalíptico y lo distópico no tienen por qué ser conservadores. Al contrario, pueden operar como discursos corrosivos de los consensos, los buenos sentimientos y los valores impostados que maquillan la ferocidad del presente.

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