Un momento para respirar
Poesía bajo las bombas
Tercera entrega de los fragmentos del diario de José Ovejero. “Cuánto necesitamos que el arte de alguna forma exprese nuestras vidas, se preocupe de aquello que nos preocupa”, escribe.
19 de septiembre
Me llaman la atención las fechas de algunos poemas de Victor Serge, revolucionario, periodista y poeta: 1934, 1935, 1938, 1941… Es decir, mientras el ascenso de Hitler continúa imparable, mientras el dictador nazi se ha hecho con el poder, poco después de las purgas de Stalin, en medio de la Segunda Guerra Mundial, el revolucionario encuentra tiempo para escribir poemas.
Me acuerdo ahora de algo que escribió Primo Levi en El sistema periódico. Lo busco en mis notas: «Si no me equivoco, todos escribíamos poemas […] Escribir poemas tristes y crepusculares, ni siquiera muy hermosos, mientras el mundo ardía, no nos parecía extraño ni vergonzoso».
No hay contradicción alguna entre luchar y escribir, entre contemplar la catástrofe y entregarse a la poesía. Claro que la poesía puede ser una herramienta para no mirar la realidad, pero también lo es para atreverse a sentirla desde un espacio protegido.
23 de septiembre
La proyección en San Sebastián de Tasio, inaugurando la sección de clásicos del festival, ha sido el momento más emotivo que he vivido en un cine. No solo por volver a ver esta maravilla de película en su versión recién restaurada, que le ablanda a uno el corazón aunque no quiera. También por el cariño del público hacia Montxo Armendáriz, a quien dedicó una larguísima ovación antes y después de la película. Los ojos húmedos de numerosos espectadores, los de Joxean Fernández, director de la Filmoteca Vasca, y los del propio director, que tuvieron que esforzarse por mantener la compostura –y qué bonito fue que la perdieran un poco– añadieron aún más emotividad al acto.
Viéndola pensaba en lo peculiar que resulta que en los tiempos aún de la movida, cuando el cine español se pretendía cosmopolita, urbano y terriblemente moderno, Montxo hiciera una película centrada en una pequeña comunidad rural y tratase con tanto cariño las tradiciones y las formas de relación en ella, sin dejar de lado sus tragedias y violencias. No hay idealización pero sí afecto. Y está muy presente un tema que recorre el cine de Armendáriz: la dignidad como guía de nuestras decisiones. No creo, por cierto, que ningún otro director sea capaz de representar las fiestas populares de forma tan conmovedora como él.
Vemos una película horrorosa, El camino de la serpiente, y también El lugar de la otra, película chilena de Maite Alberdi que cuenta la historia –inventada– de una secretaria de juzgado a la que fascina María Carolina Geel, la escritora que mató a su amante con cinco tiros en el Hotel Crillón. Es una película simpática, con una buena realización, cuyo principal defecto, para mí, es que parece hecha para complacer a todo el mundo: amable, ligera, con dosis de crítica feminista que cumple sin ofender a nadie. Iba con mucha curiosidad a ver esta película, pero me quedo con la sensación de haber presenciado una oportunidad perdida. María Carolina Geel me interesó mucho cuando escribí Escritores delincuentes y me parecía que el argumento de El lugar de la otra podía servir para indagar en la fascinación que cualquiera siente por esa mujer que nunca explicó las razones de su homicidio. También me decepciona que, en su imprescindible mirada feminista no se haya profundizado en cuestiones sociales, como la relación entre el perdón presidencial a la escritora y su pertenencia a la clase acomodada blanca –con una mujer pobre e indígena, la carta que escribió Gabriela Mistral no habría bastado para conmover al presidente– o el desprecio que Geel expresó en Cárcel de mujeres, el libro en el que contaba sus experiencias en la prisión, hacia las otras mujeres reclusas, pobres e incultas. Ya sé que en una película no cabe todo, pero me quedo con la impresión de que en esta cabe demasiado poco, aunque muy bien presentado.
En un bar, Edurne habla con dos mujeres sentadas a la mesa de al lado. Acaban de ver una película que les ha gustado mucho, explican, porque trata de dos mujeres mayores –ellas lo son–. Cuánto necesitamos que el arte de alguna forma exprese nuestras vidas, se preocupe de aquello que nos preocupa, conmueve o que tememos. Hay quien desprecia ese relación estrecha entre arte y vida –lo hacía Ortega y Gasset, se hacía eco Susan Sontag–, pero a mí me parece que esa capacidad de amplificar nuestra experiencia es una de las posibles y muy respetables funciones de cualquier actividad artística.
«Tutto declina», canta Falstaff, glotón, borracho, ladrón y estafador, lamentando la triste deriva del mundo, después de haber salido mal parado al intentar engañar a dos mujeres. Me recuerda a esos políticos que aprovechan el cargo para enriquecer a sus familias, a menudo mediante trucos tan sucios como los de Falstaff, o se pasean en yates de narcos, pero ponen ante la cámara mirada severa de predicadores cuando surge un escándalo real o inventado en las filas rivales.