Análisis | Opinión

Ecologismo y espiritualidad en el andalucismo de Blas Infante

El catedrático de Economía Manuel Delgado Cabeza analiza la "idea de la naturaleza" de Blas Infante y el sentido que le dio a la "espiritualidad"

Foto: Fundación Blas Infante

La manera predominante de entender el mundo es el resultado de una mirada que se inaugura en el siglo XVI; es la mirada de ese sujeto privilegiado de la modernidad que es el hombre, blanco, heterosexual, del Norte, perteneciente a una élite económica y de poder. Ahí está el origen de una cosmovisión en la que la noción de naturaleza está sostenida por cuatro pilares o soportes ideológicos: el dualismo cartesiano, dos fantasías, la de la ingravidez y la de la individualidad, y la idea occidental de la condición humana. Una breve referencia a cada uno de estos cuatro soportes ideológicos.

Como es sabido, la concepción dualista del mundo separa sociedad y naturaleza, individuo y sociedad, mente y cuerpo, razón y emoción, o, para las personas, “nosotras” y “ellas”, de manera que los segundos términos se consideran siempre por debajo, inferiores y al servicio de los primeros. La idea de naturaleza sometida tiene sus primeros precedentes en los relatos bíblicos que situaban al hombre como rey de la creación en un universo concebido a su servicio. Ya en el siglo XVII, la modernidad para Descartes “nos restituye como amos y señores de la naturaleza” (Discurso del método). Desde esta “racionalidad”, la mente convirtió a la naturaleza, a los no humanos, en objetos cuyo funcionamiento se asimilaba a una máquina. Una realidad muerta con un valor puramente utilitario recogida bajo la denominación de “recursos naturales”. Desde esta mentalidad, alimentada por el deseo de conquistar y someter, la naturaleza se convierte en un botín, en una mercancía disponible para su apropiación y explotación sin límites.

Esta naturaleza también comprendía en sentido amplio a seres que por ser vistos como muy cerca del mundo natural no podían considerarse plenamente humanos, y así se justificó, en el origen, el racismo y la esclavitud y se reconfiguró la condición de inferioridad “natural” de las mujeres, “naturalizándose” también la condición subalterna de los pueblos colonizados. 

Estas dos inferiorizaciones, la de la mujer y la de los pueblos sometidos del Sur Global se vieron reforzadas desde la noción de sistema económico, que por una parte deja a la esfera doméstica fuera de lo “productivo”, de lo monetario –los cuidados no tienen valor monetario, que en este orden gobernado por lo económico es equivalente a decir que no tienen valor–, y por otra, con graves repercusiones en los pueblos del Sur, dedicados a exportar naturaleza, considera producción lo que es mera extracción de riqueza que ya la naturaleza ha producido. 

La noción de sistema económico, estudiada con hondura por José Manuel Naredo, concibe a la economía como: 1) Un sistema cerrado, aislado en el universo de los valores monetarios, desconectado del entorno físico y social; de manera que los objetos económicos se supone que nacen y se extinguen con sus correspondientes valores monetarios. 2) Un sistema equilibrado, en elque lo que entra –el valor monetario añadido–, es igual a lo que sale – el valor monetario liquidado mediante el consumo–. 3) Un sistema lineal, en el que los llamados “recursos” terminan convirtiéndose en residuos. Estos principios se sitúan en las antípodas de aquellos con los que funciona la naturaleza, donde los ecosistemas son abiertos –intercambian energía y materiales con su entorno–, desequilibrados, sujetos a la flecha unidireccional del tiempo –ley de la entropía–, y circulares, cerrando los ciclos y transformando los residuos en nuevas reservas orgánicas. Leyes y lógicas ajenas, opuestas a las del enfoque económico ordinario; de modo que la gestión de esa naturaleza separada de lo humano con reglas contrarias a aquellas por las que se rigen los ecosistemas asegura el conflicto entre economía y ecología. 

La fantasía de la ingravidez hace referencia al resultado de considerar la economía como una esfera autónoma en la que solo se utiliza la vara de medir del dinero, confundiéndose la “creación” o “producción” de riqueza con la aparición de valores monetarios. De esta forma se invisibiliza su dependencia de la naturaleza y también los límites que ésta y la sociedad imponen a su expansión, dándose a entender y propiciándose que se actúe como si la economía no estuviera anclada a la tierra, como si no tuviera repercusiones físicas y sociales, como si lo económico fuera una esfera que flota en ese universo dinerario que se presenta como autosuficiente y aislado.

Esta cosmovisión incluye también la fantasía de la individualidad, concibiéndose cada ser humano como una instancia aislada, independiente y autónoma. De modo que, desde la mente, considerada como núcleo esencial de lo que somos, se niega nuestra interdependencia. Se oculta la importancia de lo relacional, la trascendencia de los vínculos y las emociones, sobre todo las asociadas con los afectos y los cuidados, que se suponen propios de esos dos ámbitos inferiorizados e invisibilizados como sujetos completos que son las mujeres y los pueblos sometidos del Sur. 

En esta manera de entender el mundo, la naturaleza humana se presenta regida por el interés propio: el egoísmo, la ambición, la codicia, la avaricia, la agresividad, “naturalizándose” así la inclinación al mal del ser humano. Una noción de naturaleza humana a la que el antropólogo Marshall Shalling calificó de “perversa y equivodada”, de “ilusión occidental”, que sirve, entre otras cosas, para justificar la existencia de un poder represor del que se encarga al Estado y a otras instituciones. Desde esta visión, rasgos de comportamiento que en otras culturas se veían como patológicos y reprobables se presentan ahora como algo que se supone que termina reorientándose en favor del bien común. De modo que, como señala Naredo, “el afán individual de acumulación de riqueza y de dinero pasó de ser una lacra social a convertirse en algo que beneficia a todos”. Los vicios individuales se transmutan en virtud colectiva, “propiciándose así conductas depredadoras fuente de deterioro ecológico y polarización social”.

Lo expresado hasta aquí podría sintetizarse en dos consideraciones: 

1) Mientras usemos estas gafas para entender y hacer funcionar el mundo, el conflicto entre ecología y economía es un conflicto sin solución. Es lo que nos dice también la experiencia: discursos y preocupaciones “medioambientales” que tienen un carácter puramente ceremonial, mientras el deterioro ecológico se va intensificando con el tiempo.  Especialmente en las realidades del Sur, como Andalucía, dedicadas en su especialización subalterna a exportar naturaleza a cambio de una muy escasa remuneración. 

2) Las gafas diseñadas y fabricadas desde estos cuatro pilares ideológicos, además de encubrir las principales formas de dominación han jugado un papel esencial en la transformación del mundo y en la expansión de estas formas de dominación en beneficio del amo –esa minoría a la que denominábamos sujeto privilegiado de la modernidad–, y en contra de todo y todos los demás. De nuevo hay que señalar aquí que ésta es una manera de entender el mundo especialmente perjudicial para los pueblos del Sur, que vienen soportando desde hace siglos simultáneamente los tres modos de dominación predominantes: el patriarcal, el capitalista y el colonial.

El andalucismo de Blas Infante; una cosmovisión desde el Sur

Llegados a este punto hay que subrayar, como advierte Descola, que “la manera en la que en el Occidente moderno se representa a la naturaleza es la que menos se comparte en el mundo”; la gran mayoría de las culturas que habitan o habitaron el mundo, hoy sobre todo las culturas sometidas del Sur, se sitúan en el polo opuesto a la visión del mundo propia de la civilización industrial. 

Las cosmovisiones de estas culturas tienen como denominador común una percepción no dualista de la realidad guiada por la lógica de lo relacional; nada existe por sí mismo; todo interexiste; ninguna entidad preexiste a las relaciones que la constituyen y todo está relacionado con todo. Desde estas conexiones y vínculos estas comunidades atendían y hacían frente al propósito principal de la existencia: para vivir hay que mantener la vida; la propia y la del entorno del que se depende. Esta necesidad de cuidar la vida es una cuestión de pura supervivencia. Por eso, para estas formas de entender la vida y de vivir perder estos vínculos sería como perder el conocimiento, el norte, el sentido de la realidad y de la propia existencia.

Dentro de esta visión, la naturaleza no nos pertenece. Nosotros pertenecemos a una naturaleza profundamente respetada, identificada en gran medida con la vida misma, incontrolable, fuera del alcance y por encima de lo humano. Por eso puede decirse que en estas tradiciones culturales hay una importante dimensión espiritual, entendida la espiritualidad no como algo vinculado a una religión ni a la creencia en un Dios determinado sino como la dimensión más profunda de lo que somos y el reconocimiento de que pertenecemos a algo más grande que nosotros mismos: la trama de la vida, que unifica todo lo existente.  

De modo que lo que nos hace humanos trasciende nuestra propia humanidad. Somos una forma en ese tejido de la vida, con una esencia común a todo lo existente. Todas y cada una de las cosas del mundo son una encarnación única y singular de esa esencia de totalidad (Vida, Ser, Unidad, Energía). Ante esta fuerza inmanente, estas culturas o estas tradiciones sapienciales han mantenido una actitud de humildad y reverencia, de respeto, reconocimiento y aceptación de los límites que el cuidado de la vida impone

Blas Infante refleja su idea de la naturaleza y el sentido que él dio a lo que llamó espiritualidad, sobre todo en Cuentos de Animales, (1921), La plegaria del pájaro (1924), Plegaria del perro, Mandamientos de Dios en favor de los animales (1924), un texto inspirado en el Sama Veda, libro sagrado del hinduismo encontrado en la biblioteca de su casa, y D. Dimas. Historia de zorros y de hombres (1927, reeditado en 2023 por el Centra y la Fundación Blas Infante incluyendo un interesante estudio introductorio de Norberto Ruiz y Manuel Ruiz), aunque también se puede decir que muchas de sus ideas sobre el mundo natural y espiritual están insertas en toda su obra, y en especial en La Dictadura pedagógica y en Ideal Andaluz

Blas Infante muestra en sus textos un extraordinario respeto, admiración, incluso veneración y reverencia por todas las formas de vida existentes, de modo que los elementos de la naturaleza son todos una necesidad para lo que él llama “la plenitud existencial”. Hasta tal punto que el amor a la naturaleza y a todo lo creado es para él el fundamento de toda la existencia. Una visión que se opone a esa concepción de la naturaleza que tiene el hombre moderno, para el que, como señala el propio Infante en Cuentos de animales, la naturaleza es, simplemente, la proveedora de su almacén. 

Su mirada está así en la otra cara del utilitarismo economicista que reduce la noción de riqueza solo a los objetos económicos, que son los apropiables, valorables en términos monetarios y productibles –concebidos para ser consumidos–, excluyendo al resto con independencia de su valor intrínseco para mantener y reproducir la vida. La noción de riqueza de Blas Infante coincidía con la de un sociólogo británico del siglo XIX muy elogiado por Gandhi, John Ruskin, quien afirmaba: “No hay más riqueza que la vida”. Una vida cuya finalidad es procurar y cuidar su propia reproducción. “La naturaleza –decía Blas Infante– volverá a producir, combinando y estructurando, aquello que sea preciso para crear naturaleza” (D. Dimas), o, “no hay espacio del universo donde no cante el verbo de la vida a la creación de la vida” … “a la reproducción de la vida, como reproducción del amor que supone la plenitud del ser” (Cuentos de animales). Es lo que la Biología ha llamado, muchos años más tarde, el principio de autopoyesis.

Una noción de Vida escrita por Blas Infante con mayúscula cuando se refiere a ella como principio, como fuente o fundamento de todo lo existente, como parte de una unidad existencial, a la que él llama “la superior unidad del vivir” (D. Dimas) que abarca, escribe él, “la unidad del Ser humano y del Ser universal” (La Dictadura Pedagógica). O como señala Karen Armstrong  refiriéndose al núcleo de la comprensión del mundo hasta la llegada de la modernidad: “Hay una esencia que mora en la médula de todo cuanto es”; todos los seres “se hallan impregnados de una fuerza inmanente que los convierte en un todo unitario”. Dicho de otra manera, cada elemento o cada cosa es una encarnación única y singular de lo uno. Todo es uno. Una unidad que no quiere decir homogeneidad en las formas ni en las capacidades –la Vida encarna y se manifiesta de distintas maneras–. Asumir en lo hondo esta unidad del vivir tiene para los seres humanos al menos tres implicaciones. 

1) El antropocentrismo y la supuesta superioridad del ser humano propio de la modernidad no tiene ningún fundamento. Blas Infante, que consideraba hermanos a los seres no humanos, comparte esta visión no supremacista de nuestra especie. Una visión que ya en el siglo XXI, la eminente bióloga Lynn Margulis expresa de manera contundente: “Nuestro sentido de superioridad como especie es una ilusión, un delirio de grandeza”. No somos dueños ni centro del mundo; somos una especie más con la responsabilidad que nos da la conciencia. Lo que supone una reinserción en el mundo desde una actitud de humildad profunda, de saber reconocernos en lo que somos. Pero, además, pensar y sentir que en el ser de los demás elementos de la naturaleza está nuestro mismo ser y que dentro de esa unidad todo está conectado con todo, nos conducirá de manera “natural” hacia la voluntad de afirmar la vida. A dejar de pensar en términos de dominación para, como subraya Jorge Riechmann, hacerlo bajo figuras de respeto y pacto entre las diferentes formas de vida. En esta dirección Blas Infante propone un “pacto de paz y amistad entre el animal que tiene su mundo en la ciudad y los animales que tienen su mundo en el monte” (D. Dimas).

2) Desde esta visión, los seres humanos no están separados de la naturaleza ni de su cultura, y su valor no depende de la dominación o el poder que puedan ejercer sobre otros seres (humanos o no humanos) sino de lo que tienen en común con ellos, que en lo profundo es formar parte de la trama de la vida. Lo que somos, lo somos por resonancia, por lo que compartimos con los demás seres. De modo que el valor nos lo da el ser y no el tener, y el máximo valor ya lo tenemos por el mero hecho de existir. Desde este convencimiento asumido en lo profundo no necesitaríamos inferiorizar a nada ni a nadie, y viviríamos en la seguridad de que nada ni nadie nos podría quitar ese máximo valor que ya llevamos dentro. Justo lo contrario de lo que nos propone la ideología dominante, para la que el valor lo tenemos que conseguir fuera de nosotros y tiene sobre todo que ver con el tener, producto de la dominación, de la apropiación y de la manipulación de nuestro entorno social y natural.  

3) Este profundo sentido de la igualdad será actualizado, es decir, convertido en actos, cuando sea algo no solo pensado, sino también sentido e intuido, integrado en nuestro ser más profundo. En esta dirección, Blas Infante llegó a propugnar las ventajas del “fluir espontáneo de la vida misma, sin el discurso reflexivo y entorpecedor del pensamiento” (D. Dimas). Abogando por no quedarnos en la mente, a la que podemos identificar con el ego, porque la vida “solo sintiéndola –escribe Noemi Villaverde– puede comenzar a ser pensada, porque son los vínculos, que pasan antes por los sentidos y no tanto la razón, los que la dotan de sentido”. De modo que lo que captamos desde la atención, con todo nuestro ser y no solo con la mente, de manera sentida, haciéndonos uno con ello, lo podemos integrar en nosotros, hacerlo nuestro incorporándolo a lo más hondo de nuestra manera de ser, de estar y de actuar. 

Desde este sentipensar –pensar desde el corazón y la mente–, como lo llamó el sociólogo colombiano Fals Borda en los años 80 asociándolo a un rasgo propio de las culturas del Sur, la conciencia de unidad nos permite percibir e incorporar en nosotros el sufrimiento de los demás como propio. Prolongarnos en los otros actualizando la compasión como forma de relación con ellos. Esta forma de comprensión –el otro también soy yo– nos lleva a la compasión. 

Estamos ante un modo de conocimiento que implica un nivel de conciencia diferente a la puramente racionalista y utilitaria propia de la ideología dominante; un nivel de conciencia que no niega la razón, sino que la trasciende y que está en consonancia con las necesidades y los problemas con los que hoy se enfrenta la humanidad, cuya supervivencia está gravemente amenazada por las consecuencias de la manera de entender la vida y de vivir propia de la civilización occidental. (“Qué le parece la civilización occidental, le preguntaron a Gandhi: “Sería una excelente idea”, contestó). A este nivel superior de conciencia se aproxima la Ecología en lo que viene denominando conciencia de especie; un estadio al que podríamos llamar conciencia de unidad y al que Blas Infante aludía hace ya más de un siglo. 

Condiciones para que la conciencia de unidad pueda prosperar

Este nivel de conciencia está aún lejos de generalizarse. Para Blas Infante la humanidad está en un tránsito: “El mundo es aún larva o crisálida”, “aún el amor es débil porque está en la cuna”, “aún el amor no ha llegado a elevarnos al rango en el que el amor tenga fuerza para vencer al medio, en el que un punto de amor haga más por la fortaleza de la especie que un universo de violencia” (Cuentos de animales). En esta dirección, la neurociencia, una nueva disciplina que advierte que en la conciencia no sólo está involucrado el cerebro sino prácticamente la totalidad de nuestro cuerpo, nos dice también que más del 90% de las decisiones que tomamos son inconscientes o las toma nuestro subconsciente, haciendo hincapié en que el interés (el porqué) y la intención (el para qué) con la que tomamos esas decisiones se generan en ese nivel subliminal y fuera de nuestra voluntad. De ahí la importancia del conocimiento, de la conciencia, de la luz para poder comprender. 

Esta percepción ya se tenía en la llamada Era Axial, –del año 800 al 200 antes de Cristo–, cuando en la Grecia antigua se subrayaba la trascendencia del “conócete a ti mismo” como “lo mejor que podían aprender los seres humanos”. Allí, en Delfos, podía leerse una inscripción que decía: “Si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera”. Una traducción de: el mundo de fuera lo vemos y lo tratamos desde el mundo que cada uno llevamos dentro.

¿Cómo hacemos para elevar nuestro nivel de conciencia?  Blas Infante parte de una dura crítica a la idea de naturaleza humana tal como la entiende la civilización occidental. Sobre todo, en el cuento de las tres cigarras, donde le da la vuelta a la fábula de Samaniego. “En la humanidad ha triunfado, sobre la clara y resonante cigarra, borracha de resplandores, la hormiga oscura, de rapacidad silenciosa, ávida de almacenes subterráneos” (Cuentos de animales). Una hormiga que “es un punto de vana soberbia. El sol existe para ella sometida al tedio de los seres afirmados en sí”. “Creyendo que todo había sido creado para que ellas lo disfrutaran”. “Para las hormigas Dios sólo tiene un templo: la despensa. Y una forma de manifestación: los víveres”. “La cigarra es lo contrario”. “Ella para sí no existe; se percibe como un canto o una chispa de sol; ella es el mismo sol”. Las hormigas son jerárquicas y usan a otros insectos en su beneficio. En ellas “el entendimiento es una simple facultad subordinada a los imperativos del instinto acaparador” … “apenas calmado, ese instinto se exacerba en un ansia censualista que clama insaciable ¡más, mucho más!”. “Pero una vaga insatisfacción llegaba ahora a hundirlas en el vacío de una nueva necesidad, la cual nada podía calmar”. (Cuentos de animales). Infante está aquí haciendo referencia, a través de la cigarra y la hormiga, a dos niveles de conciencia. 

Frente a ese comportamiento de la hormiga, que encarna la naturaleza humana en su versión occidental, para Blas Infante la persona es potencia de luz. Su percepción de la condición humana se sitúa cerca de las tradiciones sapienciales de Oriente, para las que la plenitud en cada ser humano es consecuencia de la actualización, concreción o realización del propio potencial; es el resultado de ejercitar y desarrollar la capacidad de comprender –inteligencia–, la de amar –afectividad– y la de actuar –la fuerza que nos anima, la energía–. Esas tres cualidades básicas pueden no desplegarse o desarrollarse de manera insuficiente derivando en comportamientos negativos individual y socialmente, como consecuencia de conflictos en nuestro interior generados por la inconciencia. Conflictos internos normalmente asociados a creencias negativas sobre nosotros mismos que se convierten en obstáculos para alcanzar la plenitud dificultando las relaciones con uno mismo y con los demás. De modo que las sombras que deben atravesarse para llegar a la luz no resultan de una maldad intrínseca a los seres humanos sino de su ignorancia o de su inconciencia. El trabajo esencial es elevar el nivel de conciencia.  

En este sentido, Blas Infante insiste en una idea que después la Ecología ha enunciado como principio: en la vida, como en la naturaleza, no hay nada sin coste. “El dolor equivale a distinguir”, escribe Blas Infante, o “todo goce real, tiene un sufrir antecedente”…“luz gestada en el seno de las tinieblas”. “Así vendrá sobre la noche a triunfar un perenne día”…“¡cuánta dolorosa perseverancia la de los ciegos por ver!”. Alusiones todas a la necesidad de traspasar o trascender las sombras localizadas en ese mundo que llevamos dentro, desde el que vemos el mundo de fuera. “La cigarra se transforma a sí misma con su propio dolor, … al servicio de un anhelo ferviente de calor y luz” (Cuentos de animales).

Para Blas Infante, este trabajo interior es imprescindible para llegar al nivel de conciencia desde el que abordar colectivamente las transformaciones que necesitamos. Se trata de trascender el ego para desembocar, en lo profundo, en una sensibilidad comunitaria. “Engrandecerse por sí –dice Blas Infante–, por el propio esfuerzo y por el propio dolor para dar la grandeza adquirida por sí a los demás, movidos por el amor” (La dictadura pedagógica). De modo que la espiritualidad de Blas Infante es un entrar dentro de sí para estar en condiciones de ponerse al servicio de lo de fuera, para emprender un trabajo de entrega sincera, desinteresada e incondicional. “Este querer mío –dice– es querer de salvación, pero no de salvación propia; no del propio ser, sino del ser de los demás, del ser de todos fundidos, hombres, animales, plantas y estrellas; es un amor por ser” (D. Dimas). Desde esta conciencia construyó su proyecto político inclusivo de redención del pueblo andaluz, para él conformado por quienes viven en Andalucía. Redención por sí, pero no para sí, sino como forma de amor y compromiso con todos los pueblos del mundo. 

Para Blas Infante, el despertar de las conciencias como condición previa para la transformación de la realidad andaluza, ese despertar en el que él tanto insistió, incluía también esta dimensión interna. “Educación… significa crecimiento espiritual”, llegó a decir en La dictadura pedagógica. La conciencia, la libertad y la vida fueron siempre vinculados por Blas Infante a esta dimensión espiritual. Este era el sentido de que la espiritualidad figurara como uno de los cinco ejes, junto con la dimensión política, la socioeconómica, la cultural y la pedagógica, de un proyecto político que proporcionara las herramientas para que fuera el pueblo andaluz el que acometiera su propia liberación. Sin atender esa dimensión espiritual corremos el riesgo de irnos aproximando al extremo de convertir nuestras vidas individuales en un acto permanente de autoafirmación, y de apropiación y manipulación para conseguir esa autoafirmación. Algo muy lejos en sus efectos de la entrega desinteresada a la que se refería Blas Infante.

Consideraciones finales

Llegados hasta aquí, tres breves consideraciones finales. Una: calificar a Blas Infante de pionero en la defensa de la naturaleza y de la vida podría confundirnos. Se podría entender que, dentro del proyecto civilizatorio de la modernidad, llegar a los planteamientos de Infante es una mera cuestión de tiempo, y esta sería otra manera de ocultar el conflicto entre el cuidado de la vida y un orden establecido que nos aproxima a un abismo ecosocial del que estamos cada vez más cerca. 

La segunda consideración, relacionada con esta, es que la manera de entender la vida de Blas Infante es una invitación permanente a lo que el filósofo indígena Ailton Krenak llama el “despertar del coma de la modernidad”. Infante situó su mirada extramuros, en las antípodas de la ideología dominante, fuera de la casa del amo, asumiendo una cosmovisión muy próxima a culturas campesinas y de los pueblos del Sur y también a las tradiciones sapienciales orientales. 

La tercera de estas reflexiones nos lleva a plantear el interés de profundizar en la idea de que, como también ocurre en otras culturas del Sur, muchos de los rasgos de la cultura andaluza comparten esta cosmovisión alternativa, que le confiere a este legado cultural un fuerte potencial de liberación. 

Algunas letras del flamenco, como expresión de esa cultura popular andaluza, dejan entrever este potencial; como esta de Manuel Molina, en la que utiliza una metáfora, hablar con las estrellas, que podemos interpretar como conectar con lo más profundo de nosotros como fuente del conocer: 

De noche me salgo al campo 
para hablar con las estrellas 
y aprendo más en un rato 
que en dos mil años de escuela.  

Manuel Delgado Cabeza es catedrático de Economía y miembro de la Fundación Blas Infante.  Este texto está basado en la conferencia del autor en el Ciclo de Conferencias Blas Infante, vida y pensamiento.

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Comentarios
  1. Este nivel de conciencia está, yo creo, cada vez más lejos de generalizarse.
    Las sociedades están cada vez más alienadas, por la dictadura del capital cuya insaciable codicia ha despojado al ser humano de sensatez, de valores y de ideales, por la tecnología que lo ha convertido en un frío robot, y ahora nos aguarda un «porvenir» aún más sombrío con la inteligencia artificial.
    El ser humano está cada vez más perdido de sí mismo.
    Los grandes sabios dijeron: simplificar, (vivir con naturalidad y sencillez) y conócete, acéptate y supérate.
    «Sin salir del patio de tu casa podrás conocer el mundo».
    La naturaleza es la gran escuela de la vida. Enseña el origen de la vida y que se puede y debe vivir con sencillez.
    Debería ser obligatorio, igual que antes lo era el servicio militar que ninguna falta hacia, que la juventud hiciera durante un año el «servicio de la tierra». No tengo duda alguna de que compensaría al mil por ciento. Pero los amos del mundo juegan en el campo contrario, el de la destrucción y les produce alergia que el mundo vaya bien.
    Descubro que Blas Infante era una gran persona, sabía y buena.
    Gloria a BLAS INFANTE y a la Patria Soberanistas Andaluza. Hay dos Andalucías bien distintas.
    El artículo es una lección de sabiduría, que tanta falta nos hace hoy al mundo, sobre todo al Occidental. Manuel Delgado también es un gran catedrático de filosofía.

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