Crónicas | Internacional
La socialdemocracia y otros extremismos norteamericanos
«Si Harris llega a la Casa Blanca volverá a hacer falta una presión constante desde la izquierda para impedir que acabe gravitando hacia el ‘extremo centro’», sostiene Sebastiaan Faber
Este artículo se ha publicado originalmente en la revista #LaMarea102. Puedes conseguirla aquí o suscribirte para apoyar el periodismo independiente.
“Tristemente, nos dicen que ya no reconocen su propio país los héroes que asaltaron las playas de Normandía y se enfrentaron al comunismo”. Las palabras de Kimberly Guilfoyle, pronunciadas en la Convención Nacional del Partido Republicano en julio, produjeron hilaridad. Al fin y al cabo, el enemigo de las tropas aliadas en aquel Día-D, el 6 de junio de 1944, eran los nazis, a los que los comunistas, precisamente, ayudaron a derrotar.
Pero el desliz de la pareja de Donald Trump Jr. no era casual. Desde antes de la Guerra Fría, la cultura política norteamericana ha tendido a confundir el fascismo con el comunismo. De hecho, cuando la Cámara de Representantes de Estados Unidos formó su primer Comité de Actividades Antiamericanas, en mayo de 1938, su presidente, el demócrata texano Martin Dies, identificó ambos como «doctrinas antiamericanas».
Después de la Segunda Guerra Mundial, el concepto de «totalitarismo» sirvió para equiparar los regímenes de Hitler y Mussolini con los gobiernos comunistas en la Unión Soviética, China o la Europa oriental. Al mismo tiempo, la cultura política y la popular animaban a la población a estar alerta ante el «peligro rojo» que buscaría destruir el país desde dentro. En 1947, la revista Look sacó un texto de Leo Cherne titulado «Cómo reconocer a un comunista» (uno de cuyos supuestos rasgos era, precisamente, que acusaba a todos sus críticos de «fascistas»), que en 1955 fue republicado como panfleto por el ejército norteamericano.
El trumpismo intentó resucitar, con cierto éxito, esta paranoia macartista durante la campaña presidencial de 2016. En 2017, cuando se organizó un mitin de supremacistas blancos para impedir que se quitara una estatua ecuestre del general Robert E. Lee en Charlottesville (Virginia), Trump y los medios de derechas insistieron en un marco que tildaba de «extremistas» tanto a los fascistas como a los antifascistas que se habían reunido en Charlottesville para hacer frente a los nacionalistas blancos. Lo mismo ocurrió en los años siguientes durante las protestas del Black Lives Matter, cuando la derecha advertía contra el peligro «extremista» de «Antifa».
Así, el trumpismo acabó promoviendo un marco más que familiar para el público español, según el cual la democracia marcaría un justo medio entre fascismo y antifascismo. Un marco que permitía redefinir como «extremistas» políticas democratizantes (a favor de derechos civiles, por ejemplo) o económicamente redistribuidoras.
En su pugna contra Joe Biden y, hoy, Kamala Harris, Trump echa mano del mismo guion. «Ahora tendré que derrotar a… una izquierdista radical marxista, la camarada Kamala Harris», tuiteó Trump el mismo día que se inauguraba la Convención Demócrata en Chicago. «Creo que esta va a ser una campaña diferente», dijo unos días antes. «Todo lo que nos hace falta es definir a nuestra rival como comunista, socialista, o una persona que va a destruir nuestro país».
El problema de este marco, que se empeña en tildar de extremistas políticas que no pasan del reformismo socialdemócrata, es que ha perdido pegada. Para empezar, términos como socialismo o comunismo ya no dan miedo; más bien, generan un vivo interés, sobre todo entre los menores de 35 años, como ya demostró hace ocho años la campaña de Bernie Sanders, orgulloso miembro de los Socialistas Demócratas de América (DSA). Pero la táctica trumpista también está pinchando en hueso porque Harris y su compañero de carrera, Tim Walz, han abandonado la retórica catastrofista («Trump es un peligro para la democracia, parémoslo»). En lugar de esta táctica defensiva que dominaba el mensaje del candidato Biden, han pasado a la ofensiva, pretendiendo conquistar un territorio que la derecha ya consideraba suyo: el sentido común y, sobre todo, la libertad.
Libertad, solidaridad, patriotismo
De la mano de Beyoncé (que cedió su canción «Freedom» a la campaña demócrata), Harris y Walz no tienen dificultad alguna para presentarse, convincentemente, como paladines de los derechos reproductivos, el derecho al voto, los derechos civiles y la libertad de cátedra y de conciencia. De la mano de nuevos líderes sindicales como Shawn Fain, presidente de los trabajadores de la industria del automóvil (UAW), incluso se atreven a enarbolar la «solidaridad» como un valor político y social que, al mismo tiempo, encarna el patriotismo norteamericano («en este país, los vecinos nos cuidamos los unos a los otros») y el sentido común («¿quién se opone a que los escolares coman gratis?»). De la mano de Walz, se presentan como campeones de la normalidad, frente a los «frikis» de derechas que se empeñan, quién sabe por qué, en prohibir libros infantiles, vigilar los ciclos menstruales de las mujeres o rebajarles los impuestos a los más ricos.
Esta reconquista retórica le ha permitido a la izquierda hacer de tripas corazón y devolverle la etiqueta del extremismo a Trump y compañía. Sirva como botón de muestra el vídeo que sacó la campaña de Harris durante la Convención Demócrata. «Nadie ama la libertad más que los norteamericanos», afirma la voz de Jeffrey Wright sobre las imágenes del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. «Y luchamos por… ser libres del extremismo y del miedo». Acto seguido escuchamos a Harris: «Los extremistas pretenden devolvernos al pasado, pero nos negamos a hacerlo».
Irónicamente, ha sido Biden quien ha allanado el camino para este renacimiento desacomplejado del progresismo norteamericano, convirtiéndolo en la fuerza motriz de un Partido Demócrata más unido que nunca. Ante la presión de rivales como Elizabeth Warren y Bernie Sanders –y de una gran cantidad de organizaciones de izquierda–, Biden ha acabado por desarrollar una política económica y social mucho más progresista que Bill Clinton o incluso que Barack Obama, reparando así las profundas fracturas que había dejado la rivalidad entre Sanders y Hillary Clinton. Incluso los desacuerdos sobre el genocidio en Gaza y el apoyo a Israel no han podido deshacer esta unidad restaurada, cuyo mayor símbolo quizá fuera el lugar de honor que la Convención le brindó a Alexandria Ocasio-Cortez, la figura más carismática del ala izquierda del partido que, como Sanders, luce orgullosa su carnet de los DSA.
Todo esto no impide que persista el marco equidistante que pretende criticar como «extremistas» o «radicales» medidas que no pasan del justo medio socialdemócrata. Y no solo en la cadena Fox y entre el 30% del electorado que representa el núcleo duro del trumpismo. También The New York Times, neuróticamente ansioso por no parecer demasiado partidista, gusta de exagerar la nota y pintar a Harris de «radical».
La verdad, claro, es que el instinto político de Harris es tan centrista como el de cualquier líder del Partido Demócrata; si la exfiscal de California logra imponerse a Trump y hacerse con la Casa Blanca, volverá a hacer falta una presión constante desde la izquierda –y margen de maniobra en el Congreso– para impedir que acabe gravitando hacia el extremo centro.
Ha habido algún presidente USA que no sea sirviente del capital?
Dónde está la izquierda norteamericana, acaso existe siquiera?
Cómo Norteamérica, la cuna del capital, va a permitir izquierdas en su casa si no las permite ni siquiera en cualquier otro país del mundo?