Análisis | Política

La Diada, reflejo de un cansancio acumulado

En 1976, «el catalanismo aglutinaba a nacionalistas y no nacionalistas, y lo hacía desde una base sindicalista y de izquierdas. La gran diferencia entre aquella generación y la de hoy es que aquella pudo reivindicar algo extremadamente raro en la cultura y la idiosincrasia catalana: una victoria», escribe Guillem Pujol.

Cartel de la celebración de la primera Diada tras la muerte de Franco, en 1976. AJUNTAMENT DE SANT BOI DE LLOBREGAT

El 11 de septiembre se conmemoró por primera vez en 1886, cuando un grupo de jóvenes nacionalistas catalanes, miembros del Centre Català, organizó un acto fúnebre en la basílica de Santa María del Mar. Esta iglesia se encuentra a pocos metros del Fossar de les Moreres, el lugar donde descansan muchos de los defensores de Barcelona que perecieron durante el asedio con el que culminó la Guerra de Sucesión, estableciendo así la dinastía borbónica en España, que persiste hasta hoy.

En ese momento, el presidente del Centre Català era Valentí Almirall, abogado y escritor considerado uno de los padres del catalanismo, un movimiento político y cultural con un doble objetivo: por un lado, preservar la autonomía catalana y restaurar sus instituciones; y por otro, contribuir al nuevo modelo de Estado español que se estaba forjando. En línea con estos ideales, Almirall firmó en 1869 el llamado Pacte de Tortosa junto a representantes catalanes, aragoneses, valencianos y baleares, con el fin de promover una solución republicana y federal frente al centralismo centrífugo de la capital.

Hoy en día, parece inconcebible que alguien que no sea independentista participe en una celebración que se supone nacional, es decir, para todos los catalanes. La larga década del Procés ha fracasado en su objetivo principal de lograr la independencia de Catalunya, pero ha conseguido, casi sin querer, que ciertos conceptos como la lengua o la identidad catalana, que anteriormente formaban parte del amplio espectro del catalanismo, se asocien ahora con el independentismo partidista.

Desde 1886 hasta hoy, la Diada ha adoptado distintas formas y significados a lo largo de la historia, pudiendo considerarse como una especie de termómetro de la sociedad catalana, que se activa cuando ésta atraviesa un profundo malestar que necesita expresar. Esto ocurrió, por ejemplo, en 1976, cuando, por primera vez en casi 40 años de dictadura, se pudo conmemorar públicamente la Diada Nacional de Catalunya, aunque no sin enfrentar múltiples obstáculos. La Diada debía celebrarse en el Parque de la Ciutadella, una fortaleza construida en 1714 por orden de Felipe V para mantener bajo control a los barceloneses tras su rendición el 11 de septiembre de ese año. Sin embargo, debido a este simbolismo, el gobernador civil de Barcelona, Salvador Sánchez Terán, prohibió que la Diada se celebrara en ese lugar. Ante la necesidad de encontrar una alternativa, la Asamblea de Catalunya –la entidad unitaria de carácter catalanista y sindicalista, que no debe confundirse con la Asamblea Nacional de Catalunya fundada en 2012– propuso celebrarla en una localidad metropolitana conocida por su fuerte arraigo obrero y sindicalista, pero aún más conocida por albergar el manicomio más famoso del país: Sant Boi de Llobregat. Decenas de miles de personas se congregaron para reivindicar el fin de un régimen que, aunque en sus últimos estertores, se aferraba con uñas y dientes para asegurar parte de su legado.

La amnistía, en los tribunales

Al año siguiente, toda Catalunya salió a las calles al grito de «Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomia» en una de las Diadas más significativas de la era pre-Procés, una jornada que transcurrió sin la presencia de Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio. Los paralelismos con la situación actual son, cuanto menos, notables: hoy Puigdemont está en Waterloo y la amnistía en los tribunales. Sin embargo, las diferencias también son claras. La Catalunya de hoy no se parece en nada a aquella de hace casi medio siglo.

La Diada, reflejo de un cansancio acumulado
Partidarios de la independencia acuden a escuchar el discurso de Carles Puigdemont en su reaparición por sorpresa en Barcelona, el pasado 8 de agosto. JOAN VALLS / NURPHOTO / REUTERS

El catalanismo de entonces aglutinaba a nacionalistas y no nacionalistas, y lo hacía desde una base sindicalista y de izquierdas. Pero la gran diferencia entre aquella generación y la contemporánea es que aquella pudo reivindicar algo extremadamente raro en la cultura y la idiosincrasia catalana: una victoria. Porque, aunque con todos los matices que se quieran añadir, la democracia llegó y la dictadura terminó. Se aplicó la amnistía, se creó un Estatut d’Autonomia, y Catalunya recuperó sus instituciones. La generación que participó en aquellas manifestaciones, con el tiempo, pudo hacer de esa victoria parte de su orgullo e identidad.

De alguna manera, el Procés llevaba implícita la misión de dar un sentido vital a una generación que, en su mayoría, no pudo experimentar el sentimiento de ser parte activa de un momento trascendental. El destino les ofreció la rara oportunidad de tener lo que nunca habían tenido: la ocasión de ser héroes, de ser protagonistas en el gran devenir de los acontecimientos históricos. Sin embargo, al final, descubrieron que a veces la convicción personal no basta, o que aquello por lo que lucharon, creyendo que era por un bien superior, no era más que el interés reducido de una u otra organización política.

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Comentarios
  1. El centralismo centrífugo de la capital goza de muy buena salud a día de hoy.
    Catalunya es una Comunidad despierta, culta y luchadora y no se resignará a ser rehén del centralismo como sí lo son la mayoría de las otras comunidades del reino francocatólico, reino que nos dejó la dictadura en herencia bien atada.
    Hay veces en la vida que pasas por momentos bajos; pero eso no quiere decir que renuncies a tus convicciones, a tus ideales. Llegarán momentos mejores.
    A mí fueron los catalanes con su ejemplo que me enseñaron a amar a Aragón, la tierra dónde nací.
    Habréis observado que en Zaragoza hay abundantes banderas españolas en los balcones; pero la aragonesa brilla por su ausencia. Cada vez que he tenido ocasión he preguntado a sus dueños si es que no eran aragoneses o es que no amaban a Aragón. Todos, todos te contestan que «primero es España». ¿cómo puede prosperar un pueblo que no sabe amar a su tierra?
    Ciertamente la Catalunya de 1977 no se parece en nada a la de hoy. Yo también la recuerdo sindicalista y de izquierdas. Hoy el capitalismo ha ganado por goleada. Desde que se hizo el único amo del mundo ha acabado poco a poco con los ideales y la sensatez en todas partes.
    La democracia no acabó de llegar y la dictadura vuelve, Guillem.
    Lxs catalanes hace tiempo que lo saben.

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