Opinión

Matar a Hitler en un teatro

En el arte no hay normas y cada quien puede hacer lo que quiera. Pero la imaginación es una forma de conocimiento y usarla para desvelar la realidad me parece una hermosa tarea.

El teatro en llamas en el que muere Adolf Hitler en 'Malditos bastardos' (2009), la libérrima fantasía de Quentin Tarantino. UNIVERSAL PICTURES

Esta artículo se ha publicado originalmente en la revista #LaMarea101. Puedes conseguirla aquí o suscribirte para apoyar el periodismo independiente.

Desde hace tiempo vengo pensando en la posibilidad o imposibilidad de usar la ficción para narrar acontecimientos históricos, es decir, si puede haber alguna forma de verdad en esa aproximación que no sea solo lo que la obra refleja sobre las opiniones y los sesgos ideológicos del autor.

No es que crea que la literatura y el arte, al acercarse al pasado colectivo, estén obligados a ser fieles a los hechos históricos. Estaría yo muy mal situado para exigir ese deber después de haber escrito hace años una novela disparatada sobre la guerra civil española, en la que Ortega y Gasset se disuelve en el aire como un fantasma y el general Cabanellas recorre España disfrazado de mendigo. Quizá una de las escenas más conocidas donde una obra, en este caso una película, contradice la verdad histórica sea aquella de Malditos bastardos, en la que un comando americano acribilla a Hitler y a una caterva de gerifaltes nazis en el interior de un teatro. Es lícito divertirse imaginando lo que no sucedió en la realidad, convertir el arte en juego que no pretende reproducir la verdad de los hechos, también saltarse la sobrevalorada obligación de verosimilitud.

Pero hay obras que utilizan las herramientas de la ficción con el fin de reflejar, contar, interpretar situaciones históricas o acercarse a personajes que en algún momento desempeñaron un papel en acontecimientos políticos o culturales. Varios de estos libros han caído últimamente en mis manos: Soy Milena de Praga, de Monika Zgustova, pretende ampliar la imagen que tenemos de aquella mujer que para la mayoría existe solo en las cartas de Kafka; El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, alterna escenas de la vida de Trotsky y de su asesino Ramón Mercader; Anna Banti, en Artemisia, quiso meterse en la conciencia de Artemisia Gentileschi y en su situación de mujer artista en la Italia del siglo XVII; y en mi propia casa ha sido escrita Maddi y las fronteras, de Edurne Portela, que intenta imaginar la vida de una mujer activa en el contrabando y en llevar a perseguidos del nazismo a través de la frontera que divide el País Vasco.

Es evidente que tras estas cuatro novelas hay un trabajo de documentación e investigación exhaustivo. Y también lo es que cada una se topa con vacíos que tiene que rellenar. Padura, en un posfacio, recalca que quiso ser fiel a los hechos documentados, pero que en el caso de Mercader eran muy pocos. Sin embargo, aparece en un número considerable de escenas, y lo hace, escribe Padura, «de acuerdo con las libertades y exigencias de la ficción». Las autoras de las otras tres novelas citadas recurren a la primera persona, es decir, Artemisia, Maddi y Milena expresan lo que hacen, piensan y sienten, aunque, como es lógico, no hay constancia de muchas de estas actividades, sobre todo cuando se desarrollan en el ámbito de lo íntimo. Así, también tienen que recurrir a rellenar los silencios del pasado.

¿Cuáles son esas libertades y exigencias a las que se enfrenta quien escribe una novela «basada en hechos reales»? ¿Está todo permitido, porque, al fin y al cabo, no tenemos por qué creer lo que cuenta una ficción? Estoy seguro de que al menos las tres autoras mencionadas consideran que a través de su trabajo se acercan a alguna forma de verdad. Sus novelas no son solo ni sobre todo divertimento.
Confieso que me irritan las novelas y películas que usan la Historia como contexto atrayente para ambientar un drama, un suspense, una pasión romántica, más cuanto los hechos son recientes y aún repercuten sobre el presente. Un ejemplo: me irritó la película El secreto de sus ojos, que, aunque con personajes inventados, usaba la brutalidad de la dictadura argentina para acabar contando una historia de amor. Siempre me ha producido embarazo que la peripecia pese más que el contexto, en lugar de iluminarlo.

Por eso me suelen interesar las ficciones que tienden a imaginar y no a inventar. Para entendernos: inventar consistiría en idear escenas de las que no tenemos constancia o se dieron pero ignoramos qué sucedió concretamente en ellas, con el fin de conseguir objetivos como crear suspense, diseñar un personaje interesante, generar tensión, añadir una historia de amor… Se inventa, entonces, porque le conviene al autor, no para profundizar en el pasado.

La imaginación consistiría en acercarnos a esas situaciones con el deseo de, a partir de lo que conocemos, deducir o intuir lo que no conocemos. Se busca entender, no divertir ni atrapar.

Podemos preguntarnos si hay una diferencia ética entre ambas posturas –suponiendo que consideremos que en literatura hay espacio para la ética– o si es solo una diferencia metodológica, que influye en el tipo de libro resultante de nuestra elección. Planteado de otra manera: ¿es más honesto poner la literatura al servicio de la Historia que poner la Historia al servicio de la literatura? En el arte no hay normas y cada quien puede hacer lo que quiera. Pero la imaginación es una forma de conocimiento y usarla para desvelar la realidad me parece una hermosa tarea. Si la ficción ambiciona iluminar la Historia, no lo conseguirá inventándola a conveniencia, sino aprovechando su fuerza poética, expresiva y constructiva para llegar donde no llega el lenguaje informativo de un tratado histórico.

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Comentarios
  1. Siempre que sea para desvelar la realidad, vale.
    Ken Loach y Paul Laverty son maestros en ello. Contrariamente al cine manipulador y propagandista de los «valores y la democracia» USA.
    Hollywood: la fábrica de sueños que moldea tu mente. (A.Ramirez)
    La influencia de Hollywood en la sociedad va mucho más allá del mero entretenimiento.
    Desde su nacimiento el cine de Hollywood ha sido una poderosa herramienta para «americanizar» y difundir los «valores» del modo de vida estadounidense.
    Detrás de las luces y cámaras se esconde una estrecha relación entre los servicios especiales estadounidenses y la industria cinematográfica.
    —peligrosa maquinaria de manipulación de masas.
    —Hollywood como herramienta de adoctrinamiento.
    —la estrecha relación entre Hollywood y el gobierno.
    —fabricando la realidad.
    —el mundo irreal y sus efectos en la sociedad.

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