Opinión | Sociedad
La turistificación como disolvente cultural
"La turistificación de calles y plazas puede llegar a alterar las fiestas, a disolver su carácter cultural intrínseco de celebración ritual, de tal forma que se pierda esta función esencial de la misma".
Este artículo se ha publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
JOSÉ MANSILLA // Decenas de móviles se alzaron al aire casi simultáneamente en la noche de Sant Joan. La llegada de la flama del Canigó, desde su punto de distribución en la Plaça Sant Jaume al cruce entre Ramon Turró y Espronceda, en el Poblenou, tradicionalmente acompañada por, entre otros, el Fénix, la bestia local, vio cómo una multitud de cuerpos y brazos extendidos impedían la visión y la participación efectiva en el momento a gran parte de la multitud allí concentrada. No hacía falta ser un ojo entrenado para ver que, en su mayoría, se trataban de turistas que se acercaban a contemplar uno de los rituales locales festivos del año.
Fue el antropólogo Javier Hernández el que, en el documental Patios y Flores (2014), señalara que “la fiesta no es solo una actividad de jolgorio, una actividad de diversión, que también lo es y eso está muy bien, sino que la fiesta, fundamentalmente, es un vehículo de transmisión de la identidad. Estamos hablando de algo muy serio”, en referencia a la pérdida, a la erosión, que este tipo de ritual está sufriendo cuando cae en las manos del turismo masivo.
Los estragos del turismo
El caso de la Fiesta de los Patios de Córdoba, declarada Patrimonio Mundial por la UNESCO en 2012, y su posterior turistificación, llevó al profesor andaluz a advertir del peligro que suponía la entrada indiscriminada y sin límites de las prácticas turísticas –mercantilización, banalización, etc.– en el entramado social y cultural de los patios cordobeses.
Sin embargo, no hace falta irse a tantos kilómetros de distancia, ni a una fiesta tan reconocida, para ser testigo de los estragos que el turismo puede llegar a ocasionar. Sin ir más lejos, las también renombradas Festes de Gràcia, cuyo principal elemento de significación es la decoración que los vecinos y vecinas, organizados por calles, elaboran de su parte de entramado urbano, llevan ya algunos años viendo como la asistencia y participación en la misma desborda los números tradicionales de la mano de un turismo que se ha vuelto omnipresente en la capital catalana.
El nivel de tensión alcanzado se manifestó en las numerosas pintadas que, durante el pasado agosto, poblaron las calles del barrio durante la celebración de las fiestas. Así, fue posible ver, tal y como mostraron algunos medios de comunicación, grafitis de “TOURIST GO HOME” o “Som Festes de Barri si hi ha més turistes que veïnes?” en diversas partes de la Vila de Gràcia.
Se reproduce, de esta manera, la misma dinámica que en la ciudad andaluza cuando grandes cantidades de turistas, queriendo ser testigos y partícipes de unas celebraciones reconocidas, acaban por alterar de tal manera su desarrollo que éstas pierden su significado y objetivo fundamental: la (re)creación de tejido social y la precipitación de una determinada identidad.
Es “algo muy serio”
El papel que juegan los rituales en las sociedades humanas fue la piedra angular de la constitución de las ciencias sociales a finales del siglo XIX y principios del XX. Emile Durkheim, uno de los padres de la sociología, en su canónica obra Las formas elementales de la vida religiosa (1912), señaló que las celebraciones ritualísticas, y no los dogmas o creencias, eran las verdaderas responsables de la relación humana, con un más allá el cual no sería otra cosa que la expresión simbólica de la misma comunidad. Con su ya famoso enunciado de efervescencia colectiva, Durkheim presentaba a los participantes en los rituales como ‘transportados a un mundo enteramente diferente de aquel que tienen ante sus ojos’, es decir, destacaba que estos ponía en conexión lo mundano con lo sagrado, lo individual con lo colectivo, generando, de paso, un profundo sentimiento de identidad grupal.
Aunque han pasado más de cien años desde aquella inicial propuesta sociológica, y el funcionalismo ha dejado de ser el marco general de conocimiento de las ciencias sociales que en su momento se propuso ser, esto no significa que las propuestas elaboradas por Durkheim no sigan manteniendo su plena vigencia.
El ser humano es un ser social por naturaleza, un ser que necesita a los demás para poder sobrevivir y que, de hecho, vive las consecuencias de este éxito en base a su capacidad para establecer relaciones sociales. Como señalara Aristóteles, “solo los dioses y los animales pueden estar solos. Y el hombre no es ni una cosa ni otra”. Y para constituir y mantener esta unidad social son necesarios una serie de procesos, los rituales, que recuerden y recreen los lazos y relaciones que los individuos mantienen.
La turistificación de calles y plazas, considerando ésta como aquella dinámica que altera los procesos sociales de un territorio de tal forma que hace imposible entenderlos sin tener en consideración los mismos, puede llegar a alterar las fiestas, a disolver su carácter cultural intrínseco de celebración ritual, de tal forma que se pierda esta función esencial de la misma.
Recordemos, tal y como señaló Javier Hernández al principio de este artículo, que “estamos hablando de algo muy serio”.
El ser humano no es un animal social, es un animal familiar. Y, por supuesto, puede sobrevivir sólo.