Cultura
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto
Las horas que hemos amado
Yolanda Villaluenga
Tres hermanas, 2023
Una de las preguntas más amplias y más inteligentes que se le pueden hacer a una historia, a una de esas que comienzan por el final es: ¿cómo ha pasado lo que ha pasado? Esto es lo que nos invita a plantearnos Yolanda Villaluenga (Madrid, 1962) en su última novela, Las horas que hemos amado. Y lo hace apenas comienza la narración. ¿Cómo ha sucedido que dos tan unidos, tan enamorados como Helena y Víctor se hayan separado un día y nunca más se hayan podido volver a reunir? ¿Por qué podríamos empezar a respondernos esta pregunta 40 años después, cuando ella ya ha fallecido y él está muriendo en una cama de La Habana, a miles de kilómetros de donde estaba su casa común, Santiago de Chile? ¿Sirve solamente este dato como respuesta: tras el golpe de Pinochet él debió exiliarse, pero ella no pudo acompañarlo porque tenía una hija de un marido anterior, quien le quitaría a la niña si se marchaba? Nunca es suficiente una sola pista para desandar el camino de cuatro décadas de destierro.
La noticia, la reciente muerte de Víctor Zeninski, se va regando entre los personajes principales, tres mujeres. A saber: Antolina, quien empieza a escribir ese conmovedor inicio: «Hace cinco horas que has muerto. Me sirvo un vaso de whisky y me siento a escribir tu obituario en el aparthotel de La Habana, donde has vivido cuarenta años de exilio»; Olivia, la hija de Helena, que desde su Chile recuerda que habiéndolo conocido a sus siete años, Víctor y su madre ya le parecían «la pareja perfecta»; y Berta, la alemana-cubana que, desde Berlín, recuerda cómo se lo presentaron: igual que en el caso de Helena, los unió la medicina, en la que él era una eminencia.
El trío de mujeres que se escriben cartas se une la voz de Víctor, traído también por las confidencias, mimos y reflexiones que le hacía a Helena, vía epistolar. Allí se muestran las melancolías sentimentales de un expatriado y las marcas históricas de sus intercambios: «¡Han matado a Kennedy! Lo acaban de matar. No sé cómo describir la tristeza que siento», escribe.
La escena en la que se origina el melodrama, y la más conmovedora de toda la historia, es la de la mañana del golpe: la del 11 de septiembre de 1973. Cada movimiento está relatado con la gracia de quien sabe que todo lo que suceda allí será, a la vez, inolvidable y doméstico, mínimo y máximo en el calendario de la Historia. La voz de cada uno de los personajes, sus quehaceres diarios, sus más insignificantes movimientos, la amenaza en la literalidad del general Augusto Pinochet, la derrota y la dignidad en la imagen de Salvador Allende. Todo lo que se sabe, todo lo que no, la historia de una separación desgarradora. El trasfondo de verdad histórica termina por dotar a la polifonía del nervio de un juego de versiones complementarias, miradas políticas y sociológicas, esclarecimiento imposible de enigmas y del dolor verídico que propone la ficción.
El título de la novela da cuenta de una de las frases que mejor resumen el legado de Víctor Zeninski, quien se erige en mito y en foro de sabiduría sobre el que giran todas las especulaciones que miran al pasado: «Al final de la vida no se nos juzgará por los éxitos o derrotas obtenidas sino por las horas que hemos amado».
Yolanda Villaluenga, que ya había demostrado su refinada capacidad de contar historias al oído en su anterior novela, Ann Arbor, despliega en Las horas que hemos amado un notable entramado literario.