Opinión

Frustrado

"Me pregunto qué escribiría Karl Kraus acerca de nuestro ruido y si pensaría que es una batalla perdida, si se desmoralizaría, si pensaría si merece la pena", escribe Ana Carrasco-Conde

El escritor y periodista austriaco Karl Kraus en una foto fechada en 1921. LEO BAECK INSTITUTE

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En un artículo publicado en 1915, un periodista escribe: «Sufrí mucho por el hecho de que, por lo demás, sólo existiera el ruido». Un ruido que hace pasar desapercibida la información, donde las palabras que apuntan a lo relevante se pierden ante las voces que claman por una verdad que a nadie importa si no responde a los propios intereses, una palabra que se ha liberado de lo colectivo aunque se reviste de universalidad. El artículo parece un combate que se despliega en la conciencia del periodista cuando el trabajo pasa desapercibido y ni el tiempo ni el esfuerzo tienen frutos que puedan ser recogidos. Tiene dudas: ¿compensa el esfuerzo? ¿Merece la pena? La pasión moviliza. Y no hay mayor movilizador que creer en lo que se hace. El texto prosigue: «Yo era consciente de que quien no arriesga la cabeza ante determinadas cosas no tiene cabeza que perder. Pero ¿de qué servía cambiar la cabeza por la gloria de haber poseído una?». El periodista es Karl Kraus quien, durante las primeras décadas del siglo XX, escribió en el periódico La Antorcha (Die Fackel) sobre el tiempo que le tocó vivir: la corrupción del imperio Habsburgo, el pangermanismo nacionalista, la economía y, cuando llegó, el ascenso del nazismo. Todo era ruido entonces. Como, por otro lado lo es ahora, pero amplificado por estos tiempos de ritmos frenéticos y sobreinformación.

Me pregunto qué escribiría Karl Kraus acerca de nuestro ruido y si pensaría que es una batalla perdida, si se desmoralizaría, si pensaría si merece la pena. Y parte de la respuesta la tengo en el mismo artículo, «Silencio, palabra y acción», que he citado al comienzo: que lo que sucede no pase desapercibido, que al menos tengamos información y con ella podamos actuar, «para que el bombardeo de Venecia sea más que el ronco griterío de los muchachos», para que exista la posibilidad de que, entre tanto ruido, no cambiemos la pasión por lo que hacemos por la pasividad del desencanto.

Pero a veces flaqueamos y cansados por no alcanzar los objetivos que nos marcamos dejamos de creer en aquello por lo cual hacemos lo que hacemos. Las cosas no salen como queríamos. Percibimos cómo la fuerza de esa pasión ya no nos motiva porque su caudal ha sido reconducido para alimentar ese extraño sentimiento que es la frustración y que consiste en la combinación del cansancio con la desesperación. Quien se siente frustrado se siente también desesperado. Toda la energía se desplaza y se concentra en la conciencia de un intento fallido. Entran las dudas. Qué hacer ante el ruido. Tratar de combatirlo agota nuestras energías. ¿Cuántas formas de frustración existen? ¿Y cuáles son inevitables? ¿Qué objetivos se persiguen? ¿No alcanzarlos invisibiliza lo que sí se ha conseguido?

No podía faltar una etimología. La palabra frustración procede del término latino frustratio, que apunta a lo vano e inútil y que forma parte de una familia de palabras de la que procede la palabra fraude (lat. fraus), es decir, del daño generado por un engaño. Cuando estamos frustrados pensamos que podíamos hacer algo y en realidad, todo esfuerzo ha sido vano. ¿Cuál es el fraude aquí? ¿Actuar pensando ilusoriamente que algo podíamos hacer? ¿Que nuestro esfuerzo ha sido vano? El fraude es pensar que no ha servido para nada, el engaño es escuchar solo el ruido, el espejismo es creer que nos hemos dado contra un muro. Esta es una de las características de la frustración, a saber: que no se trata solamente de un acto fallido, sino de un acto que encuentra una resistencia ante la cual sucumbe. ¿Y si esta resistencia tiene como estrategia desmoralizante precisamente el engaño? ¿Y si el ruido del que nos habla Kraus también afecta a nuestra percepción de nuestro trabajo?

La frustración llega cuando reducimos todo al resultado final movidos por una expectativa poco realista, por eso hay varios modos de frustrarse que dependen de la relación que tengamos con la realidad y dónde esté situado el engaño. Hay frustraciones en las que nos engañamos respecto a nuestras propias capacidades, como cuando queremos conseguir algo sin apenas esfuerzo. También hay frustraciones en las que nos engañamos con respecto a los objetivos porque ponemos el listón demasiado alto y nos proponemos hacer muchas cosas, muy distintas y muy bien en poco tiempo. Hay una frustración que se basa en el engaño de no ver lo que realmente se ha alcanzado. Y, finalmente, hay una frustración asociada al ser engañados o sometidos en las condiciones del hacer porque éstas no son dignas. El remedio del primero es la aceptación de nuestros límites; del segundo el combate, también colectivo, contra los objetivos impuestos, sean estos interiorizados o no, del tercero el reconocimiento de lo hecho, aunque no sea como nos habíamos imaginado; y del cuarto no es la resignación sino el señalamiento y la denuncia colectiva.

Si lo pensamos bien la frustración es la pasión, sobre todo política, característica de nuestra época, porque si todo hacer va dirigido a alcanzar una realización, el sentimiento imperante es justamente el de la impotencia de no llegar, de no poder, de no cambiar, de no importar, de que, hagamos lo que hagamos, nos damos contra la resistencia de un tiempo tan acelerado, tan frenético, tan volátil, tan ruidoso, tan perdido, que todo se lo traga el espeso y trenzado ruido. De ella procede la ira, la tristeza y el desencanto, la desconfianza en nosotros mismos, la sensación de fracaso y la desilusión. Spinoza diría que la frustración es una «pasión triste» porque nos desposee de la potencia del hacer, pero en realidad lo terrible de ella no es que nos quite la potencia, sino las ganas.

Ahora bien, el ruido no es solo un muro que ensordezca nuestro hacer, sino que parte también de la sintomatología de nuestra época que consiste en hacer que nosotros mismos dejemos de escuchar y de creer. Cuando consideramos un acto como fallido reducimos la acción a un resultado. Hacer es un proceso que cambia a quien lo lleva a cabo en el camino e influye a aquellos con los que se encuentra en su transcurso. En realidad, toda acción tiene un impacto y unas consecuencias. Tenemos la tendencia a no ver o no valorar a aquellos en los que sí afectamos. Que no lleguemos a todo el mundo, como se lamenta Kraus, no significa que no lleguemos a alguien. Es preciso arriesgar la cabeza no tanto seguir luchando por lo no conseguido, sino por seguir alimentando lo conseguido que no queremos ver y por llegar poco a poco a aquellos que quieren saber. ¿Qué sucedería si dejáramos de escribir, de pensar, de imaginar? ¿Son más importantes los fracasos que los éxitos? ¿Tienen más peso aquellos a los que no llegamos (y a los que de forma realista quizá no les interesemos) que aquellos que buscan un sentido ante tanto ruido y un artículo puede cambiar su punto de vista? ¿Merece la pena lo que hacemos? Reformulemos la pregunta: ¿merece la pena dejar de hacer? Seamos nosotros la resistencia al engaño y el engaño mismo lo frustrado.

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Comentarios
  1. Que artículo más acertado, oportuno, y hermoso, Ana.
    Cuánta sabiduría encierra.
    Vitaminas anímicas que necesitamos muchos.

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