Deportes
Un músculo popular con futuro
"Porque el Rayo también es feroz. Se ha hecho así con los años. No es mayor de edad, es que ha cumplido cien años. Casi nada", escribe Ignacio Pato
La vida no solo se conoce en las aulas o en las casas. No digamos ya en las superficies comerciales, incluidas esas terrazas que hace tiempo sustituyeron a las calles de todos, ahora de nadie. Contaba Marcelino Camacho que a los once años, el maestro de su pueblo le dijo que ya no podía darle lecciones. Aquel hombre le reconoció que no iba a ser capaz de enseñarle nada más por la sencilla razón de que él mismo no sabía más. El pequeño y futuro sindicalista se quedaría, suponemos, como en la canción de los Clash, rumiando la duda de si debía irse o quedarse.
Pegó el estirón, se hizo tornero fresador, descarriló algún tren franquista, conoció la plusvalía y la cárcel. Llegó a escuchar cómo las masas gritaban aquello de “hacen falta más Marcelinos”. Sabía, sabemos, que también el mundo necesita más Josefinas como Josefina Samper, su compañera de toda una vida. Aprendió su clase sin ir demasiado a clase. La trabajadora, un pueblo sin bandera, una condición siempre contradictoria -estar orgulloso y al tiempo querer superar colectivamente aquello a lo que se pertenece- por la que luchó y a la que se esforzó en dotar de tanto cariño que le salió en forma de frase redonda: “ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar”.
Pareciera que estaba describiendo a una fiera. Ese animal salvaje, agresivo, ente desconocido al que se mira siempre en modo alerta. O nos mantenemos ignorantes de su verdad o le despreciamos. Eso cuando no le tememos. Una fiera no pierde su etiqueta por no atacar. Latente, dormida, ausente, también conserva su poder. Algo así fue durante mucho tiempo Vallecas. Sigue siéndolo en cierto modo. Basta ver el uso, hace apenas días, en este flamante primer cuarto de siglo XXI, de las palabras “vallecano de mierda” para denostar a un exvicepresidente del gobierno. Vallecanos y vallecanas conocieron bien el estigma desde hace décadas. Ellas, con la vehemencia de aquello que hoy se llama masculinidad frágil y tóxica y que ha sido siempre pura y dura misoginia. El “rencor de las mujeres feas”, en palabras de los sectores más duros de la dictadura. Los que, en el fondo, odiaban un Madrid que solo pudo ser sometida con la fuerza bruta de tres ejércitos. Aquellos a quien la ciudad respetable se les acababa en la estación de Atocha. Más allá, no ya campo, sino barbarie. Esos que hubieran preferido que la franja del Rayo fuera colorada y no roja.
Porque el Rayo también es feroz. Se ha hecho así con los años. Ya no está tan claro que sea el Rayito, el simpático equipo que equivalía a pintorescas imágenes costumbristas para la televisión y tres puntos seguros para el equipo visitante. En Vallecas no se piden carnés, pero sí es cierto que no gusta que se le llame Rayito con condescendencia. No es mayor de edad, es que ha cumplido cien años. Casi nada. Algo al alcance de muy pocas personas. El nombre del fútbol está sucio y no nos damos cuenta, pero esta es de las pocas maneras para alguien de llegar a esa cifra: a través de la identificación con su equipo. Le llamamos deporte porque algo hay que llamarle, pero este sencillo juego está más lejos del golf o del tenis que de fenómenos culturales como la música o la gastronomía en cuanto a lo que puede decirnos acerca de una sociedad. Desde luego, quien quiera conocer a Vallecas, puede hacerlo a través del Rayo. Su equipo, su Agrupación Deportiva. Para empezar a comprenderlo solo tenemos que darnos cuenta de que, si el barrio -que no es tal, sino la suma de dos distritos que juntan tantos habitantes como Bilbao- fuera independiente, antes que himno o bandera tendría selección nacional.
Creció el Rayo. Del equipo de una calle de 1924 pasó, andando mucho en el tiempo, hasta estar federado, después a Segunda División y posteriormente a Primera. Se estrenó sin miedo, con determinación, la cabeza echada hacia adelante y el cuerpo siguiéndole. De aquellas se quedó con el Matagigantes porque quien venía al barrio vestido de domingo no contaba con no hacer pie en un territorio que, más de secano, imposible. Ah, pero aquí la playa es un estado mental. Peñalva, Potele, Felines, Cota, Onésimo, Wilfred, Míchel, Trejo. Los ídolos aquí tienen nombre de sitio en el que no hace falta quedar. Allí donde los amigos ya aparecerán, ya vendrán los abrazos, las previas, secreto a voces ya fuera del barrio, a las que acudir aunque no se disponga de entrada para el partido. Natalia Pablos, Alicia Gómez, Ana Blanco. Nombres a no olvidar nunca, porque ellas son más Rayo que nadie. Y eso es Vallecas, entre otras muchas cosas, como cantaba Patxi Andion. Una fiera que, si permanece libre, no ha sido por ausencia de domadores.
Estos días, el rayismo enseña al mundo que hay otro camino posible en el fútbol. El de una masa social organizada que, particularmente en los últimos años, transita el camino que hay desde la identidad a la conciencia. Todos los actos cuidados y bonitos que hayamos visto hasta hoy, la fecha misma de la efeméride -el club vino a patentar su resistente alegría naciendo en primavera- han sido posibles gracias al cariño y esfuerzo del rayismo. Sin ellos y ellas no existiría nada de esto. Por eso en cada conversación lo decimos y lo escuchamos: es un milagro que todo esto cumpla cien años, que lo haga además con más niños y niñas que nunca que ya solo son del Rayo, es sorprendente que el futuro pinte bien. Pero enseguida nos miramos y sonreímos porque caemos en el truco. Es el músculo popular.
Marcelino aprendió en la escuela de la vida.
Duro aprendizaje que lo forjó en humanidad, sencillez y fortaleza.
Hoy, más que nunca, hacen falta más Marcelinos. Y también Josefinas, una gran mujer.
Según quienes te ofenden te suben la autoestima.
Que viva el músculo popular.