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Sufrir de cojones. Una historia (no tan) personal sobre ‘la apisonadora de la política’.

«Me niego a que nadie me diga otra vez que ‘este juego es así’: se trataba de cambiarlo», escribe Laura Casielles.

Imagen que ilustra este artículo en La Marea 100. Autor: RAPA

Este artículo forma parte del especial ‘Paren las máquinas’, publicado en #LaMarea100. Puedes conseguir la revista completa aquí y seguir apoyando el periodismo independiente.

«Cuando nosotros le damos una hostia a ellos, ellos sufren de cojones». No sé si te acordarás de esta frase. Se la dijo Antonio García Ferreras a José Manuel Villarejo en una de aquellas conversaciones privadas cuyos audios salieron a la luz hace un par de años, junto a las que mantuvieron con el excomisario muchos otros personajes ilustres de los grandes grupos mediáticos de este país.

Yo sí que me acuerdo, porque la recibí como una revelación. En el tiempo al que se refería Ferreras con esas palabras –poco antes de las elecciones generales de junio de 2016–, yo formaba parte de Podemos. Trabajaba como jefa de prensa. Es decir, que mi trabajo consistía, directamente, en hablar con periodistas como él. Cada día durante unos cinco años me dediqué a hacer llamadas, mandar notas, preparar materiales, organizar ruedas de prensa, tener conversaciones para intentar que sus medios reflejasen con veracidad nuestras posiciones, nuestras acciones, nuestras intenciones, nuestras versiones de la historia. Cada noche durante esos años me pregunté qué estaba haciendo mal para que casi nada saliera como debía. «Cuando les damos una hostia, sufren de cojones». Ah, amigo, ahora sí lo entiendo.

En esos días en los que Pedro Sánchez nos llevó a todas y todos al rincón de pensar –en él–, se me venían mucho a la cabeza unos versos del poeta asturiano Rafa Cofiño. Dicen: «Para salir del barrio / todo depende / de la capacidad que tengas de contar historias». Manejar los hilos del relato ha sido siempre una de las destrezas principales del arte de la política, pero en ésa a la que le se puso delante el adjetivo nueva, todo lo relativo al contar historias pasó a ocupar, directamente, un aparente centro.

Digo aparente porque, claro: también para quienes cuentan historias el tablero –aquel famoso tablero que se quería cambiar– está inclinado. Mientras la batalla se daba supuestamente en el campo de la comunicación, el dinero y las cloacas y los poderes y las puertas giratorias seguían haciendo lo suyo. Poco importaban los giros que supiésemos darle a las narrativas: de lo que yo tenía que discutir en aquellas infinitas conversaciones con periodistas no era casi nunca de los topes a las eléctricas, o de la regulación del precio de la vivienda, o de la subida del SMI. De lo que me tenía que pasar el día hablando era del informe PISA o de la inexistente cuenta bancaria de Pablo Iglesias en Granadinas o de la enésima portada sobre Juan Carlos Monedero.

«Me niego a que nadie me diga otra vez que ‘este juego es así’: se trataba de cambiarlo»

Recuerdo muy bien muchas conversaciones. Una de mis primeras semanas de trabajo, por ejemplo, cuando estaba al alza lo de lanzar rumores sobre la vida sentimental del candidato, una reportera con la que intenté razonar sobre el hecho de que su noticia era una invención de cabo a rabo respondió: «Lo he escrito en condicional, no me puedes hacer nada». O aquella otra vez, un par de años más tarde, cuando una periodista de un gran medio me gritó al teléfono «hija de puta» repetidamente durante un buen rato porque le llamé para afearle el haberse hecho eco de otro bulo. Aunque lo más frecuente no era eso: más a menudo, esas mismas personas que daban golpes en lo oscuro, lo que hacían era ser enormemente amables en la conversación. Los cantos de sirena del compadreo y el ofrecimiento de espacios deseables también son un modo de desactivar. Muy eficaz, por otra parte.

Así pasaban los días en aquel equipo. Dándonos contra el muro de intentar algo imposible: que dijeran la verdad personas que habían tomado la mentira como arma política. Es un bucle sin salida el de tratar desmentir algo que es simplemente falso de los pies a la cabeza. Llega un punto en el que la balanza de lo cierto se te desmorona: llegaba a dudar de mis propias certezas, como en una luz de gas colectiva y demasiado larga, insistente y poderosa. Porque, por otro lado, había también muchas otras personas del ecosistema periodístico que simplemente callaban, poco dispuestas a poner en cuestión el relato imperante. Hay muchos nombres que dar. Hay muchas prácticas que señalar. Hay muchas connivencias cuyo hilo seguir. Hay mucha mierda que poner sobre la mesa.

No me cabe duda de que muchas de nosotras llegamos a ese campo minado de la política de partido e institución con bastante ingenuidad, que diría también el presidente. Os parecerá una locura, pero había una palabra que nos habíamos creído, yo al menos: democracia. No es que pensara que fuese a ser fácil o que el campo de acción posible fuera inmenso, pero sin duda no era del todo consciente de la realidad de lo que tenía enfrente. Una cosa es leer en un periódico expresiones como «cloacas del Estado» y otra muy distinta encontrarte un día con que eres exactamente el sujeto apaleado en esa frase que aparece filtrada en todas las noticias. Estaba peleando contra la apisonadora enorme de una maquinaria nada dispuesta a permitir que cambiasen las cosas y en la mano tenía poco más que una cuchara de palo. En su magnitud, lo he ido entendiendo solo más tarde.

Pero tampoco esa ingenuidad dura para siempre, eso es verdad. Aparte de los golpes, entre las magulladuras que te llevas del viaje está también lo que se impregna. Si algo te intentan enseñar cuando te metes en política es a malearte. Es lo que todo el mundo te dice: que para jugar a ese juego hay que dejar de ser ingenuas y jugar como se juega. Es decir, sucio. Afilamos el colmillo, aprendimos a tallar titulares como quien labra flechas. Tienes que ser un perro; tienes que ser un poco más zorra. Nosotras, hijas de la autonomía o del 15M, entramos en la rueda. Más dura, más fría, más cruel: lo que muchas nos volvimos es un poco más descreídas y un poco más tristes. Hay cosas que yo no querría haber aprendido. Me niego a que nadie me diga otra vez que «este juego es así»: se trataba de cambiarlo. Cada vez que aceptamos esa lógica, la palabra verdad también tiembla otro poquito.

Me llamó la atención leer en la carta de Pedro Sánchez una expresión que usábamos mucho por entonces: «máquina del fango». Supongo que hay cosas que se entienden mejor según a quien salpiquen. Pero el efecto de todo esto no es personal, ni tampoco partidista. No se trata de quiénes puedan o no permanecer en el poder, sino del modo en que todo esto nos afecta como sociedad. En la vida pública, como en la privada, la mentira imposibilita la libertad. Cuando alguien nos miente, condiciona nuestras decisiones, impide opciones que quizá tomaríamos sabiendo la verdad.

Por eso, en un tiempo en que la información falsificada es el pan cotidiano, cuento esta vivencia que es un poco personal y un poco colectiva no sin cierto pudor, pero con convencimiento. Porque es mi verdad, una que me cabe en las manos: la pequeña, casi casual verdad de alguien cualquiera que estaba allí, que cogía llamadas, que sabía lo que quería hacer y que lo estaba haciendo bien, y que acababa las jornadas llorando. Ojalá la leáis como lo que creo que es, igual que las historias que puedan contar tantas otras personas sobre lo que vivieron en el corazón de la máquina: cantos de canarios que avisan de lo irrespirable del aire de un sistema político y mediático que si algo sabe hacer es cerrar muy bien sus puertas.

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