Internacional

Parir sostenidas: el oficio de traer vida en México

Borrar la práctica de la partería a golpe de legislación se antoja imposible, pero el miedo persiste en México, donde existen al menos 16.000 parteras en las que confían cada año miles de mujeres, sobre todo campesinas e indígenas.

Lucía Girón, indígena tzeltal de 49 años, lleva tres décadas ayudando a las mujeres de su comunidad a parir. FOTO: Marina Sardiña.

M’Etik Lucía, M’Etik Lucía”, golpean en la ventana. Susurros lo suficientemente altos para que Lucía Girón se desvele y acuda al llamado. Pedro Luna tiene prisa. Del vehículo blanco mal aparcado desciende con esfuerzos su mujer, María Guadalupe Girón, con un prominente vientre bajo su nagua. Son las 5:10 de la madrugada. La noche aún está espesa, y ella, de parto. A los pocos minutos, Lucía entra en su pequeño consultorio vistiendo una bata azul, mascarilla y sus tradicionales trenzas largas. Detrás camina la embarazada. Cuando María Guadalupe, indígena tzeltal, se recuesta sobre el catre de madera que hace de camilla, la partera más famosa del municipio de Tenejapa, en los Altos de Chiapas, México, se coloca los guantes de látex e inicia su oficio: traer vida. 

Lucía, indígena tzeltal de 49 años, lleva tres décadas ayudando a las mujeres de su comunidad a parir. Lo aprendió de su suegra. Su primer hijo falleció por complicaciones durante el parto. En su segundo alumbramiento, se agarró fuerte a un árbol cercano a la casa y fueron sus propias manos las que sacaron al bebé. Desde entonces, esta partera tradicional no ha dejado de aprender; haciendo y compartiendo con otras matronas, parteras y enfermeras de la región. Su misión: evitar las muertes maternas e infantiles. Un trabajo que no conoce de horarios ni descansos. México está en lo alto de la lista de mortalidad materna en América Latina. En lo que va de año, el Observatorio de Mortalidad Materna en México (OMM) ha contabilizado 152 fallecimientos.

Precisamente, en las comunidades indígenas de las montañas chiapanecas se cuentan con los dedos de una mano los centros de salud. Chiapas es el estado mexicano con mayor porcentaje de población en situación de pobreza: el 67,4% de sus habitantes en 2022, según cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). También es el segundo estado con mayor mortalidad materna y el primero en embarazos adolescentes. Faltan escuelas. Faltan hospitales. Falta dinero en los bolsillos de las campesinas e indígenas para acudir a ellos. Allí donde no llega el Estado, llegan ellas: las parteras ancestrales o Tam Unem, en lengua tzeltal. Un oficio prehispánico que celebra el domingo 5 de mayo el Día Internacional de la Partera, decretado en homenaje por Naciones Unidas.

La partera más buscada durante la pandemia

En la entrada de su casa, en la comunidad de Tzajalchén, no hay carteles ni anuncios. Todas saben cómo llegar a su puerta. Los vecinos relatan que, durante la pandemia de la COVID-19, se contaban casi a diario más de seis embarazadas esperando a ser atendidas por esta partera tradicional. “Atendí 413 partos”, dice sonriente. Su marido, Pedro Guzmán, bromea: “los médicos le tenían envidia”. Por su jardín, donde seca el maíz al sol y cultiva las plantas medicinales, como las hojas de muicle para la anemia durante la gestación, desfilan las embarazadas.

Lucía realiza los controles mensuales, les inyecta vitaminas, les masajea el vientre para colocar el feto en la postura correcta para el parto. Cuando tiene tiempo, teje bolsos de lana con patrones tradicionales de su cultura, amasa la harina de maíz para las tortillas, se trenza el pelo, lee la Biblia y enseña el oficio a su nuera, María Esther. 

Son las 5:45 de la mañana. Las cigarras ponen la banda sonora en la serranía. Entre las rendijas de las paredes, hechas con tablas de madera, los primeros rayos de sol se filtran en la sala de parto. Pedro espera fuera, junto a un costal de granos de café. Dentro, Lucía masajea la panza y le palpa la vagina: “Tiene cinco centímetros de dilatación”. Toma las pulsaciones del feto con un sonar que le regaló una organización, conversa en su propia lengua mayense y espera las contracciones. 

Es el octavo trabajo de parto de María Guadalupe, de 32 años. Sus siete primeros hijos, el mayor de 15 años, los tuvo con la partera de su comunidad. En cuclillas, en la cocina de su propia casa. Está vez, la ginecóloga de San Cristóbal de las Casas, el núcleo urbano más cercano, le detectó una hernia en el vientre y por eso acudió al buen nombre de Lucía. Ella tiene sueros, sabe aplicar la oxitocina y permite el parto humanizado: son las embarazadas las que eligen en qué posición alumbrar. “Con la otra partera necesito usar mucha fuerza, quería tumbada, por eso venimos acá”, explica en español. 

Paisaje de la región de los Altos de Chiapas, desde la comunidad de Tzajalchén. FOTO: Marina Sardiña.

Amanece con el sonido de un altavoz que anuncia la misa del domingo. María Guadalupe comienza a jadear, pero no brota lágrimas. Su madre le cubre el rostro con una fina manta de bordados rojos y no aparta la mirada del cuerpo. Fuera canta el gallo. “Respira, respira”, le pide Lucía a la parturienta, siempre en lengua tzeltal. “Empuja, empuja”, repite con voz amable. Cacarean los guajolotes. Sobre el catre, discretos aspavientos. Un quejido mudo rompe el silencio; el primer llanto de la recién nacida. Llora la niña, ríen la mamá y la abuela. 

Lucía anota en su libreta la hora exacta. Son las 6:20 am. En la habitación se pausan los sonidos del exterior y la niña acapara el ruido. La partera espera a que salga la placenta y revisa que no haya ningún resto de carne dentro. “Eso causaría mucho sangrado”. A diferencia de los médicos profesionales, espera para cortar el cordón umbilical. Levanta el cúmulo de sangre y piel como si de una bolsa de suero se tratara y deja que baje hasta la última gota de fluido granate, que entrará por el ombligo de la recién nacida: “así crecerá más sana”. 

Después, envuelve a la niña en una manta y la coloca sobre el pecho de María Guadalupe “para que reconozca su olor”. Piel con pecho. Le recomienda no bañarla hasta el día siguiente y le explica cómo el “primer calostro” es el alimento con más vitaminas. El padre regresa con una bola de mantas y ropa de bebé entre los brazos. “Solo tengo frío, no dolor”, dice la veterana madre. 

«¿Quiere tener más hijos?«

«Pues sí, porque no tenemos para pagar las medicinas [anticonceptivas] y no me quiero operar. Me dan miedo los hospitales».

En la ruralidad, la milpa da para alimentar muchas bocas en buen año de cosecha, pero no para gasolina ni medicinas. Entre las paredes verdes de los precarios hospitales regionales y las batas blancas con olor a alcohol etílico, mujeres como María Guadalupe no se sienten seguras ni sostenidas. “Nos gritan, nos insultan por indígenas”. Es un relato que conocen bien las parteras que acompañan a diario a cientos de mujeres indígenas. El grito herido de estas mujeres atraviesa México de sur a norte. Según la última Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), de 2021, la violencia obstétrica golpea a tres de cada diez mexicanas, especialmente a las mujeres empobrecidas, indígenas y campesinas que, a menudo, ni siquiera hablan la misma lengua del personal sanitario que las atiende. 

Sobre la mesa, Lucía rellena el certificado de nacimiento con el logo del Movimiento de Parteras Nich Ixim. “Yo no fui a la escuela, pero mire, sé escribir. Aprendí a leer en la iglesia”. Anota el lugar de nacimiento, el peso y estatura de la niña: 3,5 kilogramos y 48 centímetros. Plasma la huella de sus minúsculos pies y el nombre de los padres. Es el nacimiento número 108 del año 2023, “y todavía no ha terminado abril”, apunta. Un año después, a inicios de mayo de 2024, Lucía ya contaba con 105 alumbramientos, según cuenta por teléfono. Con la primera luz del día, otra embaraza llega a su puerta pidiendo una inyección de vitaminas. Es la partera más buscada de los Altos de Chiapas. Ayuda a traer vida a diario, quizás por eso nunca se le borra la sonrisa de la cara. 

Persecución y estigmatización de la partería ancestral

El pasado 26 de marzo, entró en vigor la reforma a la Ley General de Salud –una propuesta del partido Morena del saliente presidente Andrés Manuel López Obrador–, que permite a las parteras tradicionales emitir certificados de nacimiento: “El certificado de nacimiento será expedido por profesionales de la medicina, parteras tradicionales y personas autorizadas para ello por la autoridad sanitaria competente”. Un pequeño reconocimiento para las parteras, pero también una forma de cumplirle al derecho a la identidad de las infancias, puesto que, en esta región, son miles de niños que no están registrados ni cuentan con documentos por haber nacido en los brazos de una partera. 

Ofelia Pérez, originaria de Chenalhó, hablante tsotsil y lideresa del Movimiento de Parteras Nich Ixim, que significa “flor de maíz”, celebra amargamente este triunfo. Desde 2019 luchan con las instituciones por el reconocimiento de su certificado de nacimiento. El mismo que usan parteras como Lucía Girón o las más de 650 parteras tradicionales y autónomas que integran la organización. “Hasta ahorita sí creemos que existe una falta de reconocimiento a nuestro trabajo por parte del Estado y del personal sanitario”, apunta desde su consultorio y escuela de partería en San Cristóbal de las Casas.

Ofelia heredó el oficio de sus ancestras y lo aprendió –como muchas mujeres indígenas mayas– a través de los sueños. Se profesionalizó con la práctica y los talleres acompañadas de otras parteras del sur de México y Guatemala. Pero también gracias a la confianza que depositan en ella cientos de parturientas. Rechaza la profesionalización obligatoria de las instituciones mexicanas, cree que no es justo para sus compañeras. “Muchas no cuentan con los recursos para estudiar”, pero también porque reivindica el respeto de sus identidades, culturas y saberes indígenas por encima de los títulos académicos

Aun así, reconoce un objetivo común con el personal sanitario: “Atender a las mujeres en edades reproductivas en salud materna y neonatal para contribuir a la disminución de la mortalidad materna”. Una labor que hacen a cambio de pocos pesos y aportes voluntarios. Según Ofelia, ellas realizan un trabajo 24 horas al día en las comunidades, donde muchas veces ni los médicos ni los insumos están presentes. No hay más que parteras y médicos tradicionales para atender las emergencias. “Cuando hay una emergencia o complicación las parteras siempre remitimos a las pacientes a los hospitales, pero les ponen muchos obstáculos”, alega.

Lucía Girón emplea los útiles médicos que las organizaciones le brindan para dar una mejor atención a sus pacientes. FOTO: Marina Sardiña.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) señaló en 2019 que las parteras pueden prevenir un 80% las muertes maternas, neonatales e intrauterinas cuando tienen la formación adecuada para atender emergencias obstétricas. Pese a esto, “todavía no tenemos ningún reconocimiento por parte del Estado que realmente reconozca la partería tradicional, si bien es parte de los derechos de los pueblos indígenas”, critica Ofelia. La líder también denuncia que muchas mujeres de la comunidad son intimidadas por el personal sanitario para que no acudan a las parteras.

En México, la partería profesional fue impulsada por el Gobierno en 1940, con la incorporación de las parteras como parte de personal regular para la atención obstétrica en el Instituto Mexicano de Seguro Social (IMSS). En la última década, su trabajo fue remplazado y desplazado por la medicalización e institucionalización de los nacimientos en los hospitales. “La situación actual es pésima, antes no sentía tanta discriminación por parte de los médicos cuando acompañábamos a una paciente al hospital”, cuenta entristecida Juana Cruz, orgullosa partera tradicional y lideresa indígena en Chamula. 

El año pasado, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) también dijo que México tiene la oportunidad de hacer un cambio a favor de las mujeres y sus bebés, “reconociendo las competencias de liderazgo, cuidado integral centrado en la mujer e innovación en la organización de los servicios de salud y espacios de atención de partería”. 

Pero el menosprecio por este oficio ancestral, realizado principalmente por mujeres, y la persecución es algo que sufren a diario todas las parteras entrevistadas y así lo recogen en sus comunicados la organización Nich Ixim. “Nos dicen que somos las causantes de las muertes maternas. No aceptan a nuestras pacientes en los hospitales cuando las derivamos por complicaciones”, apunta Lucía Méndez, partera tradicional de 32 años, originaria de la localidad de Las Rosas, Chiapas. 

En México, el 87,8% de los nacimientos son atendidos en centros hospitalarios, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), y menos del 5% por partería, siendo Chiapas el estado con mayor número de estos nacimientos. A nivel nacional, en 2022, más de 88.000 bebés nacieron con la ayuda de las parteras, matronas y doulas.

Resistiendo las estigmatizaciones, las parteras continúan organizándose para brindar una atención segura y sostenida a las mujeres que acuden a sus consultas. “Por más que me discriminen y ataquen, seguiré luchando por las mujeres que acuden a mí”, dice Juana, “es gracias a las mujeres que nos dan esa experiencia y nosotras aprendemos en el caminar”. 

Violencia obstétrica y la epidemia de cesáreas en México

La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), de 2021, la violencia obstétrica solo se presenta en 3 de cada 100 partos atendidos por partería. Para la organización feminista GIRE (Grupo de Información en Reproducción Elegida), el enfoque no es punitivo “ya que puede ser revictimizante”, sino que buscan la no repetición y el acompañamiento a las víctimas, explica por teléfono Anahí Rodríguez, oficial de incidencia de la organización. Los procesos de denuncia “pueden prolongarse durante años y se requieren muchos recursos económicos”. 

Ofelia relata el caso de una mujer migrante que acudió a ella por temor a ser deportada si acudía a un centro hospitalario. Su hijo no consiguió el reconocimiento del certificado de nacimiento hasta los tres años de edad. Lucía explica cómo durante el nacimiento de su primer hijo el médico que la atendió le realizó un corte o episiotomía sin su consentimiento: “Lo cuestioné en ese momento y no volví a ver a ese médico por la habitación”. O el caso de una compañera que falleció después de que un doctor olvidara sacar las gasas que había empleado para limpiarla en el interior de su útero. 

Las historias de violencia se cuentan por docenas y, a menudo, entre susurros. Ambas parteras han tenido casos de mujeres indígenas esterilizadas forzosamente, pero los registros de denuncias escasean. Naciones Unidas dicta que “la esterilización forzada es una práctica inadmisible que tiene consecuencias de por vida en la integridad física y mental de las niñas y las jóvenes con discapacidad y debe erradicarse y tipificarse como delito de manera inmediata”. Con frecuencia, las mujeres que la padecen no tienen los recursos ni la educación necesaria para denunciar. 

En Chiapas, por ejemplo, casi el 19% de las mujeres han sufrido algún tipo de maltrato durante el embarazo, parto o pauperio por parte del personal sanitario. “La violencia obstétrica es aquella que se genera en el ámbito de la atención obstétrica en los servicios de salud públicos y privados, y consiste en cualquier acción u omisión por parte del personal del Sistema Nacional de Salud que cause un daño físico o psicológico durante el embarazo, parto y puerperio, que se exprese en la falta de acceso a servicios de salud reproductiva, un trato cruel, inhumano o degradante, o un abuso de medicalización, menoscabando la capacidad de decidir de manera libre e informada sobre dichos procesos reproductivos”, dicta la norma.

Según la portavoz de GIRE, “hay una interseccionalidad de muchas cosas que tiene que ver con la clase, la composición económica, la identificación de las personas como indígenas” en el acceso a un parto humanizado dentro del sistema médico. Denunciar en voz alta es un privilegio del que no gozan muchas mujeres de las comunidades rurales y asiladas.

María José, de 86 años, es una de las parteras más antiguas de San Cristóbal de las Casas, Chiapas. FOTO: Marina Sardiña.

Otra preocupación para parteras y organismos sanitarios internacionales es la brutal epidemia de cesáreas que atraviesa el país. La OMS recomienda que no superen el 15% de los nacimientos anuales y reconoce que la partería ayuda a disminuir las cesáreas e intervenciones innecesarias durante el parto. El pasado año, el Centro Nacional de Equidad de Género y Salud Reproductiva, señaló que el porcentaje de nacimientos por cesáreas en México fue del 54%, siendo el tercer país de América Latina con mayor número de estas intervenciones.

Las prestaciones laborales en este oficio también son escasas. “En el futuro me gustaría ver que las embarazadas reciben una atención de calidad y que el Gobierno incentiva con algo a las parteras más adultas y reconoce el trabajo que han aportado a la comunidad”, concluye Lucía, describiendo que ellas no solo ayudan en los nacimientos, sino que brindan a muchas mujeres el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo e informan a sus pacientes sobre los derechos sexuales y reproductivos.  

Borrar la práctica de la partería a golpe de legislación se antoja imposible, pero el miedo persiste. En México hay casi 16.000 parteras, un subregistro debido a que muchas no están censadas. En la entrada de la casa de María José, de 86 años, hay un gran cartel que reza: “Se atienden partos”. Es, posiblemente, una de las parteras urbanas en resistencia más longevas. Por su misma calle, en el centro de San Cristóbal de las Casas, pasaron los Zapatistas durante la toma de 1994. La lucha de las mujeres zapatistas es también la de las parteras tradicionales, coinciden muchas. En el interior de la casa-consultorio, Juana y la octogenaria conversan sobre su trabajo. “Quiero que nos dejen seguir ejerciendo la partería, que nos respeten, que no tengamos que escondernos para atender”, dice la más joven. Entre risas, rodeada por imágenes de vírgenes, santos e insumos médicos, María José sentencia: “nací de partera y partera me voy a morir”.

Fe de errores: en una primera versión del reportaje, se cometió un error al identificar a las protagonistas del reportaje. Lucía Girón y María Guadalupe son indígenas tzeltal y ambas hablan en lengua tzeltal.

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