Internacional
Cuba: sobrevivir al borde del colapso
Las condiciones de vida de la población cubana se agravaron tras la pandemia de COVID-19. En julio de 2021, la Isla vivió las protestas más importantes desde la revolución de 1953. Un equipo de 'La Marea' se trasladó a La Habana para saber qué estaba ocurriendo.
Este reportaje se elaboró en julio de 2021. Puedes decargar aquí de forma gratuita el dossier completo dedicado a Cuba de #LaMarea84. Si quieres apoyar el periodismo independiente, suscríbete aquí.
Hace días que no hay reparto de huevos, lo que convierte a ese gallo que cruza la céntrica plaza de La Habana en el objeto de muchos interrograntes improbables en otro contexto, en otro momento: ¿tiene una gallina a la que pisar cada tarde?; si es así, ¿dónde estará?; en tal caso, ¿cómo será esa familia que recoge un huevo fresco a diario?
El gallo rojo y valiente es el único que se mueve con agilidad bajo este sol que punza la piel, aplasta los sesos y ralentiza el paso del tiempo: un grupo de personas esperan sentadas desde hace horas, apretujadas ahí donde un árbol o un muro dan algo de sombra, mientras unos altavoces colocados por el Gobierno reproducen, como en muchas plazas del país, los grandes éxitos de Silvio Rodríguez en bucle. Varias fachadas de los antaño señoriales edificios de la Lineal, una de las principales arterias de la capital, están cubiertas por gigantes banderas del país y del 26 de julio, en conmemoración de la toma del cuartel de Moncada en 1953, con la que Fidel Castro y sus guerrilleros y guerrilleras dieron el pistoletazo de salida a la revolución cubana.
-A mí, de Estados Unidos lo único que me gusta es el dinero.
Carlos ha venido a acompañar a su cuñado a hacerse la PCR necesaria para viajar de vuelta a Miami. Como el resto de los emigrantes concentrados frente a la Clínica Internacional Camilo Cienfuegos, espera resignado, a sabiendas de que en Cuba lo que sobra es tiempo de espera y lo que empieza a escasear, entre otras muchas cosas, es la paciencia.
-Esta situación que estamos viviendo es porque los que están ahora en el Gobierno no terminan de adoptar las reformas que aprobó Raúl hace ya una década. A ellos les interesa la confrontación con Estados Unidos, y viceversa. Viven de eso. También a los mayores que se fueron tras la revolución, que tienen mucho rencor acumulado por lo que perdieron. Pero al resto de cubanos que vivimos allí o a los que están aquí, no nos interesa todo eso. Solo queremos vivir bien.
Carlos viste una equipación negra de fútbol, le rondan los 60 años y su discurso es una especie de tráiler del caleidoscopio de visiones que encontramos en La Habana dos semanas después de las protestas más importantes que ha vivido el país desde el triunfo de la revolución en 1953, dicen unos, o, según otros, desde el llamado ‘Periodo Especial’, la crisis que provocó la disolución de su principal proveedor, la URSS.
“En Cuba, en los años 80, vivíamos muy bien porque el bloque socialista se encargaba de que no nos faltara de nada. Yo estudié derecho, viajé a Vietnam para completar mi formación y trabajé aquí como profesor universitario. Te voy a decir la verdad: yo soy castrista, porque todo eso hubiese sido impensable antes de la revolución”, expone sin temor a la aparente contradicción, antes de exponer los matices que configuran la cara b. “Pero cuando se disolvió la URSS, todo se desmoronó. Así que ahora vivo en Miami, doy clases de español en una universidad que montaron unos venezolanos –de los que se lo robaron todo y tuvieron que irse cuando llegó Chávez–, trabajo como traductor de vietnamita para el Departamento de Estado en los juicios y vivo muy bien. Tengo mi buena casa en una urbanización en la que no conozco a ninguno de mis vecinos. Si les saludase desde el patio, son capaces de llamar a la policía. Y cuando vengo aquí, no me falta de nada: tengo dos coches, una casa en la playa y otra en la ciudad. Pero, claro, si no tienes quién te envíe remesas, aquí no da para vivir. También hay cubanos que se van a otros países y lo pasan peor porque allí si eres pobre no tienes nada”.
El cuñado le pide a Carlos 30 euros para abonar la PCR porque la tarjeta de crédito, con la que es obligatorio pagar la prueba, no funciona, así que tiene que convencer a otro de los viajeros de que le haga el pago telemático y él le da el efectivo en mano. Pide euros porque desde junio no se aceptan los dólares en la isla. Y todo este lío que se monta a cada momento en la isla tiene como origen, si se tira del hilo del terrible enredo que pone a prueba la paciencia de la persona más impertérrita, el embargo y el bloqueo que el gobierno de Estados Unidos aplica contra la isla desde 1960, un año después de que el triunfo de ‘los barbudos’, como se conocía a los guerrilleros, tumbase la dictadura de Batista. Nada de lo que ocurre en Cuba se puede entender sin el bloqueo, pero el bloqueo no lo explica ni justifica todo.
“La mamá de mi yerno murió hace un mes porque no había suero en el hospital oncológico”, “Me tengo que marchar un rato porque acaban de llegar unos sacos de cemento para seguir construyendo mi casa y llevamos meses esperándolos”, “No podemos imprimir fotos porque no hay papel”… Cada una de las personas entrevistadas, así fuesen más afines o contrarias al Gobierno cubano, en algún momento del encuentro, dirán algo parecido a “el embargo es real” para, a continuación, explicar cuál ha sido el último sufrimiento o quebradero que les ha provocado alguna de las centenares de normas detalladamente desarrolladas por Estados Unidos para hacer, prácticamente imposible, la supervivencia en la isla.
Desde las consecuencias de las frases que alguien se dedicó a pensar desde el detalle, como que ningún país del mundo puede exportar a Estados Unidos ningún producto que tenga más de un 10% de contenido de origen cubano –por ejemplo, unas galletas holandesas que usaran azúcar procedente de la provincia de Cienfuegos–, como de aquellos párrafos más propios de la brocha gorda como que ninguna filial de una empresa norteamericana pueda hacer ningún tipo de transacción con Cuba; o como la puntilla final: la imposibilidad de acceder a financiación, a crédito, en ningún organismo internacional ni banco del mundo por el miedo de estos a ser sancionados. Y, por si fuera poco, tras décadas de asfixia burocrática, Trump limitó el envío de remesas, cuando el 85% llegaba de Estados Unidos.
Y justo ahí, en esos fajos de dólares con los que los emigrantes cubanos viajan a la isla para repartir entre familiares y conocidos de conocidos que les piden el favor, terminó de desatarse la tormenta perfecta que desde el comienzo de la pandemia de COVID-19 se escuchaba tronar cada vez más cerca.
La apertura de la región de Varadero a los turistas a principios de junio de 2021 provocó el disparo de los contagios: de 200 entonces a casi 9.500 diarios a mediados de agosto. Un estricto confinamiento, el cierre de los colegios y de las playas desde, prácticamente, marzo de 2020, y un toque de queda a las 9 de la noche habían conseguido contener la pandemia. Pero ahora, el temor entre la población a enfermar es tan grande como el agotamiento por la falta de todo.
El hundimiento del sector turístico
La Habana es una ciudad desinflada, en la que la única actividad que se encuentra cada pocas manzanas son las colas de personas que esperan durante horas para recoger los tres kilos de arroz, el medio kilo de pollo o los siete huevos, entre otras cosas, a los que tienen derecho a precios subvencionados. El problema es que en el último año el coste de la cesta de la compra ha aumentado en varias ocasiones, «y esa cantidad de arroz, que aquí es la base de la alimentación, es muy insuficiente. Lo peor es que ya no hay para comprar por la libre; y mucha gente no puede comprar en los MLC [establecimientos de Moneda Libre Convertible] porque no tienen remesas ni otra moneda”, nos explica Marta, madre de una familia con dos hijos que puede completar sus necesidades gracias al dinero que recibe de familiares en Estados Unidos. La economía cubana de a pie es el reverso del embargo estadounidense: una compleja maraña de microeconomía doméstica que el Estado y la ciudadanía han ido tejiendo para sobrevivir.
2020 terminó de colapsar la frágil economía cubana. La pandemia de COVID-19 provocó el hundimiento del turismo, sector del que depende buena parte de la economía cubana desde los años 90. Además, se hizo evidente el impacto de las 243 medidas adicionales al embargo aprobadas por Trump para asfixiar aún más sus cuentas, incluida la prohibición de operar con dólares estadounidenses. Esta era la moneda que estaba detrás del CUC -el peso convertible– creado por Fidel Castro tras la extinción de la URSS para poder operar internacionalmente. Y el 1 de enero de 2021, en medio de la pandemia que ha dejado heridas de gravedad a buena parte de las economías más fuertes del mundo, el Gobierno cubano aprobó una reforma monetaria para evitar la bancarrota: suprimió el CUC y creó los supermercados de Moneda de Libre Cambio.
De ese modo, los cubanos podrían meter sus dólares, euros y otras divisas en unas tarjetas disponibles en el banco con las que comprar lo que hasta ahora adquirían en el mercado negro o en los países del entorno. El objetivo: que las decenas de millones de dólares que entraban en forma de remesas se quedasen en el país. Contra estos comercios, que muestran en sus escaparates muebles de diseño minimalista, toallas mullidas, juguetes o lavadoras, dirigieron su rabia algunos de los manifestantes de las protestas del 11 de julio. Ahora, cada una de sus cristaleras está marcada con una gran X: son la cinta adhesiva que sus responsables han pegado por si el malestar las vuelve a hacer estallar.
“Teníamos un sector al que acuñamos con el eufemismo de cuentapropismo –que no es otra cosa que empresariado- y que gracias a Raúl Castro tenía libertad para viajar. Así que había un comercio de importación sobre las bases de las remesas para satisfacer la demanda de bienes de alta gama y del sector emergente de los cuentapropistas, mientras estábamos ahogados hasta arriba”, explica el economista Antonio Romero, decano de la Facultad de Económicas de la Universidad de La Habana hasta 2020. “Se crearon grupos de estudio y según dijeron sus integrantes, ‘aunque sea doloroso desde el punto de vista político, tenemos que pasar a una nueva etapa de la dolarización de la economía’.
Decidieron abrir un espacio para vender esos productos, y para que esas divisas que llegaban a Cuba se quedaran en el país y empezaran a dinamizar el tejido empresarial cubano. Esa era la lógica por las que se abrieron las famosas tiendas MLC”, explica este funcionario, que trabajó durante diez años como funcionario internacional del Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA), un organismo intergubernamental que desde su creación en 1975 paga a todo su funcionariado en dólares y que encontró un desafío en la remuneración a Romero. Las cuentas bancarias del organismo están en Estados Unidos, por lo que no podían hacerle transferencias como al resto de sus compañeros. Nada escapa al embargo.
Pero siguiendo con el trabalenguas geopolítico, fue precisamente Fidel Castro quien comenzó la dolarización de la economía cubana en los años 90 cuando, como explica Romero, tuvo que hacer un “travestimo ideológico porque, de lo contrario, nos ahogábamos”. Paradójicamente, mal que bien, los cubanos pudieron operar con dólares hasta la presidencia de Trump, quien volvió a incluir a Cuba en la lista de países promotores del terrorismo después de que este se convirtiera en la sede de las negociaciones de paz entre el Gobierno de Colombia y la guerilla del ELN y, tras su ruptura, se negase a entregar a los milicianos, cumpliendo así con el derecho internacional.
Por su parte, Biden prometió durante su campaña electoral rebajar el acoso al país vecino. Sin embargo, tras las protestas de julio ha anunciado nuevas sanciones y ha mantenido el nombre de Cuba en el inventario más pernicioso del planeta. Ello ha provocado que el banco europeo que cambiaba a euros los dólares que llegaban de Cuba -explica Romero- rompiese el acuerdo por miedo a las sanciones multimillonarias que Estados Unidos ya ha aplicado en anteriores ocasiones. Finalmente, el 1 de junio, la presidenta del Banco Central de Cuba anunció que los MLC ya no admitían dólares, cerrando así otra vía de oxigenación, aunque fuese para la parte más privilegiada de la sociedad.
Todo este proceso ha corrido en paralelo a un encarecimiento sustancial de la vida en la isla: parte de las reformas han pasado por reducir la subvención de servicios básicos como el transporte público, cuyo precio se ha multiplicado por cinco, de los comedores sociales y las residencias para las personas ancianas -que por la emigración masiva no tienen, en muchos casos, quien les cuide– así como de la luz, el gas y el agua. En un país donde el salario mínimo son 2.100 pesos [unos 75 euros], las facturas de la electricidad que están recibiendo hogares familiares normales superan esta cuantía, al tiempo que cada vez son más habituales los cortes de suministro.
Las reformas pendientes
Frente al Capitolio, una veintena de hombres y mujeres observan el transcurso de las horas sentados lo más cerca que pueden de los ventiladores de la oficina del Comité de Defensa de la Revolución que hay en cada barrio. En los soportales colindantes, unos cuantos hombres sin hogar dormitan abrazados a unas bolsas de plástico con sus pocas pertenencias. Uno de ellos es Juan Benito, negro, antiguo marino mercante que viajó hasta Europa con una naviera cubana. Este anciano, que dice no tener esposa ni hijos, recuerda con melancolía el Teide. Solo Uruguay tiene una población más envejecida que la cubana en América Latina: el 21% supera los 60 años. Las pensiones suponían un gasto del 7,6% de su PIB en 2010. Al cambio oficial, la mínima no supera los 56 euros mensuales.
Hay decenas de indigentes repartidos por las sombras de los parques de la ciudad. Unas sombras silenciosas que nadie parece ver y que empezaron a aparecer durante el Periodo Especial. A un centenar de metros, en la calle comercial O’Reilly –en memoria del cabo irlandés que envió el rey de España Carlos III en el siglo XVIII– un hombre explica a los viandantes que en su restaurante pueden comer seguros porque cuentan con “biotecnología para evitar los contagios”. El hombre no es capaz de explicar por qué se trata del único bar con permiso para permanecer abierto en una ciudad cerrada -incluidas sus playas y los colegios-, y en la que este verano los niños y niñas seguían sin salir a la calle porque desde que la pandemia lo trastocó todo se les prohíbe estar presentes en «áreas públicas, colas y parques».
Tras subir unas lúgubres escaleras, la música chill out y los grafitis sobre maderos lijados al natural reproducen el estilo ibicenco que se ha impuesto de Shanghai a Dakar. Mientras la mayoría de la población hace siete meses que no encuentra leche, ni siquiera en el mercado negro, aquí los platos de comida-fusión son servidos a parejas de jóvenes cubanos musculados, vestidos con ropa deportiva de marca y actitudes clasistas hacia los camareros y hacia el mundo en general. Ellos también reproducen el estilo chulesco de los nuevos ricos que se ha impuesto de Bangkok a La Habana Vieja. Son los hijos e hijas de la élite de un país en el que las diferencias de clase resultan tan evidentes como en cualquier otro.
A la salida, un taxista se disculpa por no poder hacer un trayecto de 10 minutos porque su coche, soviético de los años 80, no resistiría bajar y subir la suave cuesta del semitúnel que comunica el centro con el resto de la ciudad. A la vez, Mercedes y Audis de la más alta gama cortan el viento entre un paisaje automovilístico que se quedó estancado en los tiempos previos a la revolución. En Cuba, las clases más empobrecidas parecen condenadas a vivir en una postal turística de decadencia vintage, mientras parte de la descendencia del aparataje estatal reside, en muchos casos, en Europa y Estados Unidos.
“Hay una parte de la élite económica que viene de la apertura que significó el tiempo de Obama. El régimen le dio las mejores licencias para abrir restaurantes en la zona donde llegaban los turistas en crucero a familiares, amigos, exfuncionarios…”, explica Juan Pin, hijo de una de las parejas más importantes de la historia de la televisión cubana y uno de los directores de documentales más reconocidos del país. Pin pasa estos días en la casa familiar en la que creció, situada a unos metros de Coppelia, la mítica heladería que abrió Fidel Castro en 1966 como insignia de su poderío: el mundo debía saber que los caribeños podían tener los mejores helados. Y, por tanto, la mejor leche porque el Comandante procedía de Holguín, una provincia de tradición lechera en la que ahora se suspira por conseguirla, al menos, en polvo. Su hermano Raúl prometió a su llegada al poder que todo cubano tendría acceso, al menos, a un vaso de leche diario. Nunca se cumplió.
“El embargo es real, pero también ha sido la justificación de toda esta burocracia corrupta y ladrona”, explica Pin, quien fue uno de los interlocutores con el Gobierno a raíz de las protestas del sector cultural que comenzaron el pasado diciembre. “Lo caro y difícil que es vivir en Cuba es un mecanismo de control extraordinario. Uno de los grandes mecanismos de control del estalinismo es la escasez”, añade quien se define como un “revolucionario convencido”.
“La revolución es lo más grande del mundo, pero el Gobierno no es revolucionario. Revolucionario es quien es capaz de montarse en el tren de sus hijos, ver la vida hacia delante y mejorar todos los días algo como individuo”. Pin sabe que puede hablar en estos términos sin temor a represalias porque es alguien reconocido, hijo de insignes nombres vinculados a la revolución e íntimo amigo de cubanos ilustres, críticos también, como Pablo Milanés, a quien dedicó un documental.
La escasez de Cuba no es la hambruna que sobrevuela siempre a Mozambique, ni la malnutrición sistémica de buena parte de Centroamérica, ni siquiera la falta de agua potable de ciudades míseras de Estados Unidos como Flint: en Cuba nadie se muere de hambre, pero la pandemia ha provocado que muchos sientan el agujero de quedarse con hambre.
“El problema es que sólo se han aplicado entre un 20 y un 30% de las reformas aprobadas hace una década”, explica Carola Salas, directora del Centro de Investigaciones de Economía Internacional, dependiente de la Universidad de La Habana. “Hay decisiones que se están posponiendo, como la aprobación de las pymes y minipymes, cuando son el núcleo básico del tejido productivo cubano”, explica esta académica que desde hace años conoce bien los grupos de trabajo que definen la estrategia económica del país.
“En la agricultura tenemos serios problemas de descapitalización y una política histórica mal diseñada con respecto a los campesinos, especialmente en cuanto a lo que se les paga. En cuanto a la ganadería, tenemos mucho sol, y muchas regiones donde no hay agua, con lo cual no hay pasto, ni dinero para importar fertilizantes, abono, pienso… Si combinas la mala operatoria de las políticas internas con la escasísima capacidad financiera del país, tienes la causa de la crisis”, añade Salas. Este último curso académico también ha tenido que impartirlo en buena medida a través de clases online en un país donde la hora de acceso a Internet cuesta más de 24 pesos, un dólar al cambio oficial. Y, pese a todo, la mitad de la población, unos 5 millones de habitantes, se ha conectado en algún momento de sus vidas a Internet, para comunicarse con sus familiares migrados, para tener acceso a una información alternativa a la oficial o para ver qué se cuenta en las redes sociales.
Eso en un país en el que el salario medio de un profesor de secundaria son unos 2.500 pesos, menos de lo que cuesta un queso en el revolico, como llaman a las páginas web dedicadas a ofertar productos en el mercado negro. La inflación se ha disparado y nadie quiere pesos porque su valor se ha hundido: a finales de julio en la calle se llegaban a pagar 75 pesos por un euro, cuando el cambio en el banco son 27. “Ahora mismo no hay de nada porque el Gobierno no puede comprar en el exterior ya que no puede operar en dólares. Antes, al menos, existía la oferta paralela”, concluye Salas, en referencia al contrabando, que permitió a parte de la población suplir la escasez de productos básicos durante años.
Cuba importa el 80% de los alimentos que consume y lo hace, casi en su totalidad, por mar. Paradójicamente, una parte sustancial procede de Estados Unidos, a quien paga en efectivo tras una excepción al embargo aprobada en el año 2000. Desde ese año y hasta 2019, le compró más de 2,3 millones de toneladas de carne de pollo -la que más se consume en la isla- por un valor de 1.944 millones de dólares, según datos del Ministerio de Agricultura estadounidense.
Las reformas pendientes
Según las Naciones Unidas, la pandemia ha provocado que, en el último año, los precios de los alimentos se hayan encarecido un 30%, el mismo porcentaje que el Gobierno cubano admite que se ha reducido la disponibilidad de productos para la población. A la falta de entrada de divisas, hay que añadir el aumento en más de un 50% del coste del envío internacional de contenedores, según Reuters. Por ello, las importaciones han bajado casi un 40%, lo que a su vez ha provocado una carencia de combustible, fertilizantes y pesticidas que ha menguado también la frágil producción local.
“Esto ha colapsado a todos los niveles”, espeta Laura Bustillo, fotógrafa y cámara vinculada al movimiento que el 27 de noviembre de 2020 se manifestó frente al Ministerio de Cultura por la detención de miembros del Movimiento de San Isidro. Artistas, periodistas e intelectuales fueron desalojados forzosamente cuando hacían una huelga de hambre para pedir la excarcelación de un artista crítico con el Gobierno. La mayoría de los entrevistados sitúa aquí el origen de las protestas que terminaron de estallar el 11 de julio.
Junto a otras activistas, Bustillo lleva meses conduciendo hasta municipios desabastecidos para suministrarles medicinas y comida. Fármacos tan básicos como el ibuprofeno o el paracetamol son ahora mismo “oro líquido”, como lo definió un residente de la isla, y antibióticos básicos como la fosfomicina no se encuentran ni en los hospitales internacionales para los extranjeros. Hace un año que tampoco llegan anticonceptivos a la isla. “Aquí hay una élite política que, si quiere, no tiene por qué salir de su burbuja. Tienen sus propias clínicas, la CIMEX y la 43, que no tienen nada que ver con un hospital cubano. Por el contrario, yo sé que lo que estoy haciendo con el reparto puede acarrearme penas de prisión, pero es lo que toca”, afirma.
Salirse del molde
Bustillo nació en una familia acomodada hace 30 años, pero sostiene que ya desde la adolescencia se convirtió en la oveja negra al negarse a seguir diciendo al Estado sí a todo “como si fuesen papá y mamá”, ironiza con vehemencia. “Desde que naces te están diciendo que tienes que estar agradecida por tener educación y sanidad. Creces en un adoctrinamiento sistemático a través de los libros de texto. Te crías en una homogeneidad política, yendo a las marchas, al 1 de mayo… Salirse del molde es difícil. La gente tiene que entender que no se deben al Gobierno, sino al revés”, expresa con indignación, acompañada por Laura Fernández, médica psiquiatra que sostiene que su implicación en la red de reparto y en el movimiento crítico del 27 de noviembre puede conllevarle quedar excluida del empleo público, el único que puede ejercer en el terreno de la medicina.
Fernández cobra 5.500 pesos mensuales y no le parece casualidad que los soldados cobren más de 9.000 en un país donde son un colectivo con importantes privilegios que, además, reciben primas para alimentación y el transporte, por lo que son de los pocos profesionales que se pueden permitir un coche. Según cifras oficiales, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba –una nación de 11 millones de habitantes– cuentan con más de 90.000 soldados. España, con 47 millones de habitantes, tiene 80.000 militares.
“Aquí hay una gran cantidad de territorio para producir y de gente queriendo hacer cosas, pero no les dejan. Es el miedo a perder el poder, a descentralizar. Si la revolución es invencible, ¿por qué seguimos con el mismo problema 60 años después?”, pregunta Bustillo, quien se define como una persona de izquierdas, pero no considera que el sistema cubano se parezca al socialismo. Tras la ventana de la estancia en la que se desarrolla la entrevista, lo único que se mueve es la construcción de dos grandes hoteles de capital mixto cubano y chino como una promesa de que, algún día, se reactivará el turismo. Justo al lado, la fachada descascarillada de una torre de arquitectura soviética en la que viven precariamente centenares de familias. A su derecha, la Embajada estadounidense sin actividad aparente desde que el expresidente Trump suprimiera sus servicios consulares. En medio, el famoso hotel residente, convertido como todos los de la ciudad, en un centro de confinamiento forzoso de cinco días para todo aquel que visite el país. Vista desde aquí, la economía cubana es un ejercicio de equilibrio imposible siempre a punto de colapsar.