Sociedad

Ana Carrasco-Conde: “Un duelo largo no es rentable. Por eso se demoniza la tristeza y la depresión”

La filósofa publica 'La muerte en común' (Galaxia Gutenberg), un ensayo sobre la necesidad de recuperar la muerte en comunidad.

La filósofa Ana Carrasco-Conde. BEGOÑA RIVAS

“La muerte nos convierte en niños / desconsolados / desubicados / desconcertados / que cantan en una ciudad sin muros / dentro de una prisión / palabras de consuelo / ante lo irremediable. / Como quien derrama el dolor / en el interior de un poema / su contorno es el vaso que llenamos / la caja negra que construimos tras el golpe. / 

En nosotros. Y allí por donde vamos / un océano interior nos encuentra / y en ese encuentro / se abre una ausencia /

Común. / Resonando en re menor / bajo el peligro de las sirenas / quedamos suspendidos / hasta despertar. / Un corte sin tránsito / que saltamos aislados / desencantados. / La muerte agazapada en el rellano. / Somos nosotros los cambiados / en los verbos conjugados / escuchamos ahora / el colibrí”.

No es un poema, ni una canción. Es el índice del último libro de la filósofa Ana Carrasco-Conde, La muerte en común. Sobre la dimensión intersubjetiva del morir (Galaxia Gutenberg, 2023). La obra, que ha obtenido el II Premio de Ensayo Eugenio Trías, también puede leerse así, como una bella melodía que nos susurra que no morimos desde la muerte sino desde la vida… O como resume ella misma: que no hay que confundir la pérdida con lo perdido; que hay que entender la muerte no desde la soledad sino desde la comunidad; que hay que detenerse en el somos, más que en el qué somos. 

En esta entrevista, Carrasco-Conde reflexiona sobre todo ello, sobre la importancia del duelo en comunidad, sobre los dolientes, los que se quedan –“Se habla de cómo se dejó morir solas a tantas personas en la pandemia, pero no de cómo la sociedad dejó solos a los familiares”–. Y con su particular forma de incordiar –y de hilar– incide en cómo la ideología y los ritmos del sistema de producción que nos come la vida está transformando también de manera radical nuestra relación con los muertos. 

¿Cree indispensable, para hablar de la muerte y reconocer la muerte, haberla aceptado? ¿Se puede hablar de la muerte sin aceptarla?

Se puede hablar de la muerte sin aceptarla, como quien habla del tiempo o de una desgracia, incluso de una realidad dolorosa que se menciona en la falsa creencia de que se tiene asumida; se puede hablar de la muerte de los otros, tan lejanos, que su vida nos parece ajena a la nuestra; se puede hablar de la muerte encubriéndola con los juicios y opiniones acerca de su modo de morir (la enfermedad, un accidente, un asesinato, una guerra). Pero si se quiere aceptar realmente la muerte, es decir, lo que implica que alguien se nos muera, que le vayamos a morir a alguien, es necesario hablar de ella y sobre ella. ¿Qué pasa en nuestro mundo cuando fallece alguien significativo? Que se derrumba. Lo sentimos en todo el cuerpo. No podemos hacer como si no pasara nada, como si en un tiempo “todo volviera a la normalidad” porque ese “todo” está fracturado y sus piezas no se juntarán como antes. Si el mundo se ha derrumbado es preciso saber por qué para saber reconstruir una vida que ya no será la misma con el objetivo de volver a vivir otra vez. 

Cuando desde la filosofía se ha dicho que nuestra sociedad actual “niega” la muerte, lo que dice precisamente es que falta esta última parte en la que se trata de entender en todo su sentido que la muerte forma parte de quienes somos, lo que significa que por mucho que huyamos del dolor que nos causa, si no pensamos qué sucede en los dolientes y en la comunidad con la pérdida de una persona significativa, en realidad no podremos reconfigurar nuestra vida. 

Y esta es la paradoja: que sin aceptar la muerte, no podemos vivir y convivir con los demás de la forma más cálida y amable posible. Qué miedo tenemos con perder a quien amamos, tanto que no vemos lo que de ellos hemos ganado.  

Por mucho que huyamos del dolor que nos causa, si no pensamos qué sucede en los dolientes y en la comunidad con la pérdida de una persona significativa, en realidad no podremos reconfigurar nuestra vida.

En la Antigua Grecia había tres fases en los funerales con las que no solo se trataba de despedir al difunto sino que se pretendía reconstruir un vínculo comunitario que queda roto, curar una herida común, explica perfectamente en su libro. ¿En qué momento estamos nosotros, esta sociedad del siglo XXI? ¿Curamos la herida –o intentamos curar la herida–, cada vez más, de manera individual? 

Estamos padeciendo una transformación radical en nuestra relación con los muertos que procede de la misma transformación que ha experimentado nuestra vida con el neoliberalismo, con un tiempo, una ideología y unos ritmos, los del sistema de producción, que son incompatibles con el tiempo que necesitamos los seres vivos. Creo que no somos conscientes de hasta qué punto Marx tenía razón cuando al hablar del capitalismo ponía como metáfora el vampirismo. Es un sistema de muerte, pero no de una buena muerte, sino de una comprensión de la vida de la que se ha succionado lo más importante de ella, como las mismas relaciones afectivas que nos unen. Y así vivimos como muertos vivientes, con una sed y ansia insaciables. Vivimos llenos de vacío y tratamos de llenarlo… comprando cosas, buscando sustitutos: si se muere una mascota, se piensa en comprar otra, si nos sentimos mal, vamos de compras. Esta forma de vivir ha alterado y enfermado nuestra comprensión del vivir y del morir. El mismo individualismo que desune a los vivos (soledad) y desteje la comunidad (competitividad, el otro como amenaza) nos separa también de la importancia que los otros tienen para nosotros en la vida… y así nos hace creer que el muerto, muerto está. 

En la antigüedad clásica, era importante el cuidado a nuestros difuntos no por morbo o mera superstición, sino porque forman parte, aunque de “otro modo”, de la vida. En filosofía podríamos hablar de un “cambio ontológico” en lo que somos: el que muere sigue siendo, pero de otra manera. Y es esto lo que tenemos que aprender a ver y a aceptar. Y no es nada fácil. Si a nivel de los vivos, esta sociedad es tremendamente individualista e incluso está llena de sujetos narcisistas, y se ha reducido al ciudadano a un sujeto productor y consumista, de ese modo la primera consecuencia es que el duelo ha de pasarse rápido para volver a trabajar cuanto antes. Se convierte al doliente en paciente. 

La segunda consecuencia es que nuestra comunidad, salvo por iniciativas personales, nos deja solos ante la pérdida. Se desocializa la muerte. La tercera consecuencia es que no nos ocupamos de nuestros difuntos, sino que relegamos esta dolorosa tarea a unos profesionales que se ocupan de los últimos cuidados. Y no nos damos cuenta de que esos cuidados son también para que los dolientes puedan hacerse a la idea, rodeados de una comunidad que reconoce el valor y la fractura que supone en el nosotros la muerte de alguien.

La primera consecuencia de la sociedad individualista es que el duelo por la muerte ha de pasarse rápido para volver a trabajar cuanto antes.

La consecuencia es la profesionalización de la muerte, aparejada al negocio de la muerte. Podemos, con trabajo, a nivel individual, hacernos a la idea de los sucedido (qué remedio), pero eso no significa que no queden grietas en el tejido social porque vivimos encapsulados en ese dolor. 

¿Curar la herida de manera individual afecta negativamente en la aceptación de la muerte?

Te respondo con otra pregunta. ¿Qué es aceptar la muerte? ¿Es aceptar que todo acaba, que hay un final? ¿Que somos mortales? ¿Que vamos a morir? Si nos ponemos en esta perspectiva, entonces caemos en una lectura de la muerte desde la soledad del yo, que muere solo y siente solo el dolor de perder a alguien. Y nos sentimos aislados e incluso incomprendidos. Mi propuesta es que abordar la muerte de forma individual invisibiliza la parte más valiosa de la vida, que es esta: no solo que vivimos en comunidad, sino que hay una comunidad dentro de nosotros mismos que nos hace ser quiénes y cómo somos, que vivimos implicados afectivamente con los demás, que es esto lo que hace que la vida sea más grande y más cálida, que merezca la pena vivir y que vivimos compartiendo, y que precisamente por eso la pérdida nos afecta tanto. 

Mi propuesta es que abordar la muerte de forma individual invisibiliza la parte más valiosa de la vida, que es esta: no solo que vivimos en comunidad, sino que hay una comunidad dentro de nosotros mismos que nos hace ser quiénes y cómo somos.

Por eso, en primer lugar, tratar de curar la herida individualmente, que nos dejen solos y con dos días de permiso en el trabajo, para luego “integrarnos” en los ritmos de siempre como si nada hubiera pasado, deja al doliente suspendido, aislado e incluso arrojado fuera de la comunidad de la que forma parte porque se siente más cerca de la muerte que de la vida; en segundo lugar, se niega la importancia que el difunto tiene para la comunidad porque no es únicamente una herida individual, sino también en la comunidad de la que formaba parte y, por ello, en tercer lugar, indirectamente se convierte a las personas fallecidas que queremos en prescindibles. Y no lo son. Podemos vivir sin ellas, pero una vida diferente a la que teníamos. Son insustituibles y se trata de aprender a vivir de nuevo cuando la vida ha cambiado. 

Creo que pocas cosas hay más dolorosas como que se niegue, por omisión o silencio, el abismo que se siente cuando se pierde a un ser significativo, porque de alguna manera es negar también el valor del difunto. Como cuando se muere una mascota y alguien te dice que compres otra. Es una manera cruel de negar que cada ser es único. 

¿Esto ha cambiado en los últimos años? ¿Antes se hacía de manera más colectiva?

Los ritmos de producción, como te decía antes, y esta lepra que está extendiendo el neoliberalismo ha experimentado una aceleración en los últimos años. Por seguir con la metáfora, la bacteria individualista se come la comunidad y la va pudriendo. Solo hay que pensar en el modo inhumano de tratar a aquellos que murieron durante la pandemia y cómo se ha invisibilizado a sus familiares. Se habla de cómo se dejó morir solos a tantas personas, pero no se ha hablado de cómo la sociedad dejó solos a los dolientes. Es un silencio negro, cargado de dolor. Es el sufrimiento que se padece en casa, cuando nadie te mira, cuando las lágrimas pueden verterse sin experimentar el juicio de los demás, como si sentir tristeza fuera una enfermedad. Antes no era así. 

Indirectamente se convierte a las personas fallecidas que queremos en prescindibles. Y no lo son. Podemos vivir sin ellas, pero una vida diferente a la que teníamos. Son insustituibles y se trata de aprender a vivir de nuevo cuando la vida ha cambiado.

El fallecimiento se ha convertido en un acto social que se reduce a una visita a un aséptico tanatorio o al momento de la cremación y del enterramiento. Y esto es lo terrible porque, si lo pensamos bien, la vida cotidiana no se da en estos lugares, sino en el mercado, en la casa, en los paseos de una tarde de domingo, en un café por la tarde. Es aquí donde se siente la ausencia. Y es aquí donde la comunidad debe estar como apoyo. Hace muy poco, el tiempo de la comunidad se sincronizaba para acompañar a la familia. Ahora todos estamos demasiado ocupados con sincronizarnos con el tiempo de la producción. 

Ana Carrasco-Conde obtuvo el II Premio Eugenio Trías de ensayo filosófico con su obra ‘La muerte en común’.

Antes, en los pueblos, los velatorios siempre se hacían en las casas de los difuntos, donde se compartían llantos, pero también risas, y dulces y caldos y vivencias y recuerdos. Ya no. Todo se hace en los tanatorios, como decía antes. ¿Cómo afecta este cambio, esa mercantilización de la muerte, a esa herida común cuando, además, asistimos a la epidemia de la soledad? 

Recordar lo mejor del difunto es celebrar su vida. Comer todos juntos es un acto social que va dirigido a fortalecer y reunir a la comunidad, de proseguir con los ritmos de la vida, de la celebración, de la reunión, del mutuo cuidado, del hacer por el otro estando y acompañando; son los que poco a poco van rodeando a quien padece el dolor de la pérdida. Poco a poco se va sintiendo reconfortado y, aunque le duele, no experimenta un segundo dolor experimentado desde el abandono. La mercantilización de la muerte y la profesionalización de las exequias ha supuesto en primer lugar la eliminación de los rituales que eran importantes porque eran performativos: al hacerlos, estas mismas acciones, hacían en nosotros mismos. Los rituales eran formas de hacer el proceso de duelo porque el duelo no se pasa “pasivamente”, hay que hacerlo “activamente”. En segundo lugar, eliminados los rituales, el papel de la comunidad se minimiza con dos consecuencias: el sentimiento de soledad y vacío que mencionas y el propio proceso que debe hacer la comunidad porque ella misma ha quedado fracturada. 

A Sócrates, reflexiona en la obra, no le importa el cuerpo ni el dolor que su propia muerte causa en los demás, ese dolor de la gente que se queda. El filósofo se centra en su propia muerte y su liberación del cuerpo. Las tasas de suicidio no paran de crecer en los últimos años, muchos de ellos jóvenes y adolescentes en una sociedad donde no se cuida nada la salud mental. ¿Cómo se puede reparar o afrontar desde lo común algo tan doloroso y tan indescriptible como la pérdida de un hijo?

En realidad Sócrates no se centra en su propia muerte. En la lectura que propongo señalo que el diálogo consuela a sus discípulos no porque el alma sea inmortal, sino porque Sócrates les hace pensar en las enseñanzas ya recibidas y así lo dice: “Haced con mi cuerpo lo que queráis, pero no me soltéis”. Lo que hay que soltar es el dolor de la pérdida, para “atrapar” a Sócrates mismo, la historia misma de su vida y las vivencias compartidas con él, que son más que la pérdida. Sócrates murió condenado a muerte. El suicidio es distinto y es muy complejo porque se trata de la decisión voluntaria de una persona de “soltarse” definitivamente del mundo de los vivos. El dolor de los que quedan es distinto porque, en función de las motivaciones para llevar a cabo este acto, la familia y los allegados pueden pensar que ellos no fueron suficiente o sentirse culpables. En otra dimensión se encuentran los que han perdido a un hijo por un accidente, por ejemplo. 

En todo caso, no creo que se pueda reparar. El vacío está ahí. Los padres seguirán siempre siendo padres y los hermanos, hermanos. La poeta Aidt lo dice de forma muy hermosa: «Pienso seguir luchando por él como una leona. Que nadie lo trate mal. Que nadie lo olvide. No mientras yo viva. Sigo protegiéndolo, sigo conociéndolo exactamente igual de bien que a mis hijos vivos”. La misma Aidt señala que, gracias a la comunidad, es como puede seguir viviéndose y que es gracias a la comunidad como pudo seguir porque se volcaron con ellos. En su ensayo no habla de que alguien le dijera “si necesitas algo, llámame”. Esta afirmación es terrible. Necesita a su hijo y precisamente por eso su familia y amigos están con ella. Le dan espacio y al mismo tiempo la acompañan, y hacerlo no es fácil: para estar hay que aprender. 

Dice que hemos estado siempre más pendientes de lo que no vemos, del más allá, que de lo que sí podemos ver y estamos seguros de su existencia, el más acá. ¿A un país con tanto peso católico como el nuestro, le cuesta más esa mirada precisamente por la religión? Estamos ya en Semana Santa, donde vemos, entre otros, pasos de Jesús en la cruz y del resucitado. 

Aunque esta mirada cuesta y es a veces inexistente, no tendría que ser así. Aquellas religiones que han hablado de la vida en el más allá suponen un consuelo para muchas personas, no sólo porque, como en el caso de la religión cristiana, se salvaguarda la existencia de nuestro yo personal, sino porque se cree que se encontrará a los seres queridos en ella, de modo que la pérdida es solo temporal. Es una forma de reconfortarse ante la pérdida que no tiene por qué ser mala. El problema es cuando esta forma de consolación niega la posibilidad de otra trascendencia posible en el plano terrenal (lo que de los demás pervive en nosotros) o pone el peso en otra vida en lugar de esta, es peligrosa y dañina para el modo de vivir porque no nos permite volcarnos en esta vida en el sentido pleno. 

Otro peligro es entender que la religión nos une o liga con dios (de ahí el término latino religatio), en lugar de pensar en la relación y religación con los demás. Y se utiliza el miedo y las condenas más allá para controlar a los hombres, en lugar de fomentar la confianza en el ser humano y sus posibilidades más acá. Sin embargo, aunque hay una forma imperante de catolicismo que, efectivamente, se centra más en esa otra vida a la espera de “el reino de dios” y cae en un pensamiento edificante que llega a rechazar la felicidad en este plano al condenar el cuerpo, por ejemplo, no todo creyente niega la importancia de la vida misma. 

Se utiliza el miedo y las condenas más allá para controlar a los hombres, en lugar de fomentar la confianza en el ser humano y sus posibilidades más acá.

Otros movimientos cercanos al gnosticismo han sostenido que Jesucristo es la semilla que florecerá en esta misma vida. Por otro lado, el concepto de resurrección, que significa “volver a levantarse”, implicaría que hay algo que cae, como en cadáver (que algunas etimologías asocian con cadere, que es caer). Quizá de lo que se trate no es de una caída: lo que somos no cae, se vierte en los demás como aportación. Y si no hay caída, no hay resurrección, sino recuperación consciente de la ganancia. No se trata entonces de preservar la individualidad, y debemos aceptar la posibilidad de que no vivamos más en primera persona del singular, pero sí podemos vivir como ganancia en los verbos conjugados de los demás. Y quizá esto hace que nos esforcemos para conseguir que esta vida sea mejor, no por la ganancia de un lugar en el cielo, sino por la ganancia que los demás se llevarán de nosotros. 

El otro día me contaban unos amigos que un conocido había pedido que su entierro fuera algo alegre y se vieron, yendo al cementerio, en el cortejo fúnebre, bailando como se hace en la plaza del pueblo. ¿Esto, que puede parecer excéntrico o raro, que a veces vemos solo en películas, ayuda a esa muerte en común?

Es una forma de realizar todos juntos, en “común”, una despedida y es, a su modo, una forma atípica de elaboración de un proceso que incorpora la alegría de la vida en un nosotros. En el mundo griego, uno de los elementos que conseguía que el individuo saliera de sí mismo y se sintiera parte de algo más grande era precisamente la fiesta y el baile. Celebrar la vida no niega el dolor por la muerte, pero hace ver que lo que una persona es no se agota en el dolor que inicialmente nos deja. Este proceso, no dejo de repetirlo, es costoso, largo y requiere tiempo. Y la pérdida sigue doliendo, pero no se enquista en ella. 

Séneca, en su Consolación a Polibio, escribe que quien te quiso no quiere que su recuerdo te sea penoso y sufras hasta tal punto que pienses que es mejor “no haber conocido”, sino que quiere lo mejor para ti y que tengas una vida feliz. Y si lo que quiere es que, una vez muerto, sufras continuamente por su causa, entonces no te quiere bien y no merece la pena sufrir por él. 

A diferencia de Simone de Beauvoir, usted no considera que la muerte sea un mal. ¿Cómo explicaría esto, que no es un mal, a un niño que pueda sentir angustia al ser consciente de la muerte? ¿Cómo se le explica a un niño la muerte?

No soy psicóloga infantil y, por tanto, hay cuestiones que no puedo contestar. Solo puedo hacer algunas reflexiones. En primer lugar, si considero que la muerte no es un mal es porque, aunque cause un daño y duela de forma insoportable, por sí misma no es ni buena ni mala: simplemente es. Forma parte de todo ser vivo. Por ello, no niego el daño que nos produce, pero este daño no tiene que ver con nociones éticas: no es justo ni injusto, es parte de la vida. Tampoco niego el miedo o la angustia, que son emociones normales y casi necesarias para comenzar el proceso. 

Celebrar la vida no niega el dolor por la muerte, pero hace ver que lo que una persona es no se agota en el dolor que inicialmente nos deja. Este proceso, no dejo de repetirlo, es costoso, largo y requiere tiempo. Y la pérdida sigue doliendo, pero no se enquista en ella.

Lo que sí creo es que ante el miedo, la angustia y el dolor, lo mejor no es nunca el silencio o la ocultación. Y que los niños necesitan, como los adultos, despedirse de los seres queridos y hacer un proceso. No “se les pasa”. En una película de Haneke que se titula La cinta blanca, un niño de 6 años habla con su hermana mayor sobre un accidente que ha tenido una trabajadora en la serrería del pueblo. La mujer ha muerto y el niño le pregunta qué es morir. La hermana, sin saber qué responder, le dice que morir es cuando alguien se hace mucho daño y su cuerpo no puede resistirlo. Al comienzo de la película, el padre de los niños ha sufrido un accidente y ha sido ingresado en un hospital fuera del pueblo. El niño le pregunta por este hecho y la hermana le dice que el cuerpo de su padre se pudo recuperar y por eso ya está en casa. Entonces el niño, Rudy, habla sobre su madre y llega a esta conclusión: “Mamá no se fue de viaje, ¿se ha muerto, no?”. La hermana afirma con la cabeza. Y Rudy tira el plato de sopa al suelo con rabia. Le han mentido todo este tiempo y ha estado esperando, en vano. Podríamos decir que le han privado de la posibilidad de despedirse.  

El fallecido se convierte en un niño, nos cuenta también en su libro. En las sociedades antiguas había ritos para lavarlo, cuidarlo… Incluso ese gesto de dar golpes en el pecho ante la muerte conecta el rito fúnebre con el nacimiento, con el amamantamiento… Pero, dice, que quienes asumen la pérdida también se convierten en niños. Se necesita, por tanto, un tiempo para ser cuidados. ¿Cómo se hace en la sociedad de la inmediatez, de las prisas? ¿Es incompatible?

En el mundo antiguo, griego y romano, que es el que aparece en el libro, los ritos de nacimiento y fallecimiento son paralelos, por eso hay una estrecha cercanía entre los cantos infantiles o nanas y los cantos fúnebres o nenias. No se trataba de infantilizar a los dolientes, sino de prestarles ayuda en un momento de desprotección y desamparo. Los cantos rituales iban dirigidos al fallecido, para despedirlo adecuadamente y darle su nuevo lugar en la comunidad, a la familia, para que pudiera recomponerse y “limpiarse” después de haber establecido contacto con la muerte, y para la comunidad misma que se refuerza y reconstituye cuando uno de sus integrantes ha fallecido. Hoy en día se han perdido estas tres dimensiones: no hay cuidado. Lo que sucede en el fallecimiento se ha convertido en un trámite que hay que hacer cuanto antes. De esta forma, se ha eliminado el elemento performativo que tiene hacer ciertas cosas para despedir al difunto y, en un momento de herida en el tejido social, para que la comunidad haga más fuerte sus vínculos y no deje a nadie solo. 

Hoy vivimos no en base a un tiempo “humano” y “biológico” sino en el tiempo frenético de lo “inhumano” y lo “maquínico».

Para ello es necesario tiempo, el tiempo de los vivos, el tiempo biológico, el tiempo del proceso. Hoy vivimos no en base a un tiempo “humano” y “biológico” sino en el tiempo frenético de lo “inhumano” y lo “maquínico”, es decir, vivimos en un tiempo que no es el nuestro y que arrasa con todo, sobre todo con quienes no pueden seguir el ritmo y se ven arrastrados y desconcertados. De ese modo el cuidado se hace complicado, casi imposible. Necesitamos tiempo para nosotros, que es un tiempo en el que no producimos. Un duelo que se extiende en el tiempo no es productivo ni rentable. De ese modo, la medicación comienza a extenderse, el doliente se convierte en un enfermo, se demoniza la tristeza y la depresión. Pero el duelo y el cuidado no se hacen ingiriendo pastillas o con WhatsApp de condolencia. Creer que sí es tan ingenuo como pensar que una aspirina cura una fractura de fémur y un mensaje de ánimo equivale a ayudar a esa persona a andar. 

Ana Carrasco-Conde
Ana Carrasco-Conde. BEGOÑA RIVAS

¿Y qué ocurre con esos niños –que son ya niños– de Gaza que están asistiendo a pérdidas a diario? 

Lo que está sucediendo en Gaza es distinto: no están muriendo simplemente. Los están matando. Y esa diferencia es clave. Morir es un fenómeno natural y necesario que hay que asumir, y cuesta aun así mucho hacerlo. Pero si nos matan entran otros elementos: la impunidad, la injusticia, la inmoralidad, la rabia e ira contra el que asesina. Estamos ante muertes innecesarias, que no tendrían por qué haberse dado. Por eso lo que viven estos niños es mucho peor y más complejo: el dolor de la pérdida, agravado con el sufrimiento del mal de la guerra que supone un daño innecesario y gratuito provocado por otros. Cuando alguien muere de forma natural nadie es el responsable. Cuando alguien mata, sí. La pregunta se desplaza desde la aceptación de la muerte hasta el problema de decir el mal. No son solo dolientes: son víctimas de un genocidio. 

¿Por qué nos da miedo la muerte como concepto y, a la vez, hay muertes tan brutales a las que no prestamos atención? 

La muerte de nuestros seres queridos o la propia muerte nos da miedo porque nos afecta, nos duele y nos genera angustia, pero la muerte de aquellos que nada tienen que ver con nosotros y que vemos a través de las redes sociales la percibimos como espectáculo y la consumimos como contenido. De este modo, hemos disociado la realidad: por un lado, pensamos que es algo que no tiene que ver con nosotros (desrealización); y, por otro, lo vemos como una película que, aunque sabemos que es real, tratamos como una ficción (despersonalización). Susan Sontag o Jean Baudrillard advirtieron de la espectacularización de la muerte. Podríamos hablar de este modo tanto del individualismo egoísta de la sociedad actual que piensa que no va con él como de la insensibilización ante la exposición de este tipo de imágenes. 

Generacionalmente, la muerte se puede vivir de muchas maneras y una de ellas, por ejemplo, es cuando ves que las personas con las que has crecido ya no están, ya no está esa vida, las calles no son iguales… El mundo que tú conociste de niña se ha transformado. ¿Hay también un duelo de esa muerte colectiva?

Ese es justamente el duelo que hemos perdido cuando reducimos la muerte a la dimensión individual. Y es ese también el que tenemos que tratar de recuperar. Si vivimos en comunidad y cada uno de nosotros es miembro de la misma, al morir no sólo afectamos al núcleo reducido de una familia, sino a la totalidad de la que formamos parte. Los efectos de un mal duelo causan estragos en una persona o en una familia, de modo que, como ondas en el agua, estos efectos llegan a la comunidad en su conjunto. 

Curiosamente, cuando fallece un personaje público como un actor muy conocido, una cantante o una escritora, se le despide celebrando su vida, sus aportaciones y la huella que dejará. Incluso se reconoce que el mundo no es igual, que algo ha cambiado. ¿Por qué no nos damos cuenta de esta misma dimensión cuando el fallecido no es conocido? Efectivamente, su aportación es mucho menor porque ha tenido menos impacto, pero allí donde se da un mal duelo, lo que sucede es que se abraza la ausencia y nos aferramos al dolor de la pérdida en la equivocada idea de que es lo único que nos queda. No celebramos muchas veces su vida porque para ello es necesaria la comunidad. De ese modo, hay una caída en la depresión y en el vacío, con el sentimiento de sinsentido. 

La comunidad se verá afectada indirecta y necesariamente por los efectos de un mal duelo de sus integrantes: tristeza y depresión, pero también ira, desorientación, frustración, polarización y modos de tratar de llevar un vacío que no se sabe muy bien en qué consiste. En este sentido, es interesante la inquietante relación entre salud mental y acontecimientos históricos, como analiza Kracauer para tratar de entender el surgimiento del odio y del totalitarismo en su libro De Caligari a Hitler

La IA viene a ayudarnos porque el ser humano no es suficiente, hace casi todo mal, despacio… pero claro, ¿suficiente para qué? ¿negar el envejecimiento y la muerte no significa en realidad negar la vida?

No sé si se puede afirmar taxativamente que vivimos en una sociedad que se niega a morir, a envejecer. ¿Cómo cree que la Inteligencia Artificial afectará en estos procesos? Sé que es una pregunta muy amplia…

El mal uso de la IA es preocupante, como en las armas inteligentes e incluso a nivel cotidiano en los procesos judiciales que se van a comenzar a realizar en España. Tal y como lo veo, no se me ocurre un buen uso de la IA en este sentido porque va aparejada a la idea de hacer de las características del ser humano algo negativo, como el tiempo que invierte en realizar las tareas, en su falibilidad. Porque, en el fondo, subyace una concepción pesimista y negativa del ser humano. La IA viene a ayudarnos porque el ser humano no es suficiente, hace casi todo mal, despacio… pero claro, ¿suficiente para qué? ¿negar el envejecimiento y la muerte no significa en realidad negar la vida?

De una manera más concreta: ¿la búsqueda de la inmortalidad implica en sí misma la no aceptación de la mortalidad?

Necesariamente porque se entiende que la mortalidad es un problema que nada tiene que ver con la vida, pero al hacerlo negamos la propia definición de ser vivo: seres mortales y por tanto nos negamos a nosotros mismos. 

¿Cree que se aplicará de alguna manera la IA a la gestión del duelo que, como explica, debería ser también de la comunidad, no individual? 

Hay una novela de Kazuo Ishiguro, Klara y el sol, que responde a qué puede hacer la IA en el duelo. En ella, una familia que ha perdido a su hija trata de sustituir el vacío dejado por su hija con “algo” que ocupe su lugar y que se le parezca. El argumento es terrible porque debemos dejar ir a quien quisimos. No hacerlo, buscar sustitutos, es la peor forma de traicionar su carácter único y la vida que compartimos con ellos. Hay algo de esta sustitución por ejemplo en el empleo del deepfake a través del cual nuestros seres queridos podrían volver a interactuar con nosotros… pero no son realmente ellos. Qué dura lección de vida: saber amar implica saber despedirse. 

Saber amar implica saber despedirse. 

¿Cuál es la mayor ruptura que se produce con la muerte? ¿Puede ser el tiempo?

La mayor ruptura se da en nosotros mismos y ello supone una quiebra en la percepción del tiempo. Se vive en suspenso, sobreviviendo en el extraño equilibrio entre el tiempo que pasa y la vida desarticulada o, como dice Denise Riley, con la sensación de haber sido extraída del tiempo habitual. Es precisamente el tiempo de la pérdida, del que hemos de salir para volver al ritmo de los vivos y reconfigurar, no sin dificultad, la vida que tenemos por delante. 

Defiende la filosofía como lo que nos permite aprender a vivir como mortales. Y querían quitarla de las escuelas… Las tecnológicas contratan cada vez más filósofos. ¿Qué le parece esto?

Es una pregunta complicada. La filosofía no es homogénea: tiene muchas áreas y distintas formas de entenderla. Hay quien ha hecho de ella un recurso que “sirve” para reforzar o mejorar una empresa a través de la lógica o la ética. No comparto este “uso” de la filosofía ni esta comprensión de la misma porque la entiendo como la actividad que permite pensar de otro modo y salir de la lógica utilitaria del capital que se impone con el fin de buscar algo más valioso que se centre en aprender a vivir. La filosofía para mí no es un medio, es un modo de vivir en búsqueda que lleva a aprender cosas que no son rentables o útiles al sistema, pero son valiosas para los seres humanos, que hacen la vida más bella o al menos más real, que te permite ser consciente para cambiar la realidad cuando esta es injusta o causa malestar, que te hace libre al ayudarte a enfrentarte a tus miedos o prejuicios. 

La filosofía tiene mucho de pensar a la contra, es decir, de forma contraintuitiva para incordiar y cambiar el punto de vista. En este sentido, necesita una libertad que quizá no se cumple cuando se la utiliza asociada a los objetivos que impone una tecnológica. Creo que si la filosofía significa amar y tender hacia saber (filo-sofía) es también un modo de amar aquello sobre lo que se piensa y cuidar lo que importa, es decir, la vida. No sé si en algunos casos, como el del “uso empresarial”, hay herramientas filosóficas que, mal utilizadas, lo que hacen es empeorar la vida. Eso sí que sería una filosofía para el mal…  

Su libro, por tanto, es una ventana, una posibilidad, te ensancha, no agobia. Al contrario. Menudo final más precioso. El camino no termina…

… andamos juntos si no confundimos la pérdida con lo perdido. 

Y está la música, tan conectada, como explica, con la filosofía. ¿Qué música escuchas más últimamente?

Hay música que siempre escucho como Brahms, Debussy o Philip Glass. Últimamente, como estoy estudiando griego moderno, pongo mucha música griega, como la Orfeas Peridis o Antonis Martsakis. La canción Fevgo es una auténtica maravilla: ¿Y si “es mi yo dividido el que ha dividido erróneamente al mundo”?

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Comentarios
  1. La ontología neoliberal construye humanos que afirman sin pudor ante el duelo de un ser querido que tiene que acostumbrarse a estar solo. O cuando alguno se molesta porque el doliente «se aprovecha de los recursos de la comunidad».
    Luego falta dilucidar cómo acompañar el duelo común ante la muerte de los malvados y los agresores, cuya presencia fantasmal se extiende como una pesadilla en la vida de los dolientes/supervivientes.

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