Cultura
¿Puede alguna película arrebatarle el Oscar a ‘Oppenheimer’?
La cinta de Christopher Nolan parte como favorita en la ceremonia que se celebra esta noche en Los Ángeles, pero no todo está escrito.
La respuesta corta al título de este artículo es: «No, ninguna de las otras nueve candidatas al Oscar a la mejor película puede desbancar a Oppenheimer». ¿Pero quién quiere respuestas cortas cuando hablamos de cine? ¿Por qué no hablar de las posibilidades (poquísimas) que también tienen el resto de títulos en liza? Uno de los grandes placeres de los amantes del cine, reconozcámoslo, es buscarle defectos a las grandes películas y exagerar las virtudes de otras que no llegan a ese nivel de excelencia. Oppenheimer, reconozcámoslo también, es una gran película, aunque su director, Christopher Nolan, nos parezca habitualmente un pesado pretencioso.
En la mayoría de sus filmes (también en éste) utiliza el viejo truco de la discontinuidad narrativa para darle un barniz de prestigio a sus historias. El principio nunca está al principio, ni el nudo está en el medio. El final sí que está en su sitio, porque de otro modo estaríamos hablando de cine de vanguardia y Nolan no quiere eso. Sólo quiere la forma, no el fondo. Los perendengues, no el cogollo. Nolan basa su pretensión de auteur en las trabas que pueda poner al público para seguir con claridad su historia. Uno se pregunta, por ejemplo, por qué alterna el color y el blanco y negro en Oppenheimer. Ya hizo algo así en su primer éxito, Memento (2000). En aquella película el blanco y negro representaba el presente y el color, el pasado. Era un poco contraintuitivo pero se entendía, más o menos. Aquí no hay nada de eso. Él mismo ha explicado la utilización caprichosa del color en su biopic del padre de la bomba atómica y sus razones se aproximan bastante a la charlatanería mística del artista fatuo: se trata del punto de vista. Las escenas rodadas en blanco y negro utilizan el punto de vista objetivo y las de color el punto de vista subjetivo.
Si acaba de estallar un sonoro «WTF!» en su cerebro, no se preocupe, es algo que nos ocurre a todos. Porque eso de los puntos de vista es algo que no se puede entender si Nolan no te lo explica antes. Por lo tanto, no funciona. O funciona sólo en su cabeza. Paradójicamente, esa encriptación deliberada reviste a Nolan de un aura intelectual que juega a su favor. Podríamos resumirlo así: «No lo entiendo muy bien, y precisamente por eso debe de ser bueno».
Pero decíamos antes que Oppenheimer, con todo, es una gran película. Lo es por varias razones. La primera de ellas es su reparto. Den por seguros los Oscar a Cilliam Murphy y a Robert Downey Jr. La segunda razón es que, detrás de toda esa gravedad épica que reviste la narración, Nolan ha escondido una historia muy simple sobre la condición humana: Oppenheimer habla básicamente del rencor. También habla de la bomba atómica, claro, y del remordimiento de su creador, y de los riesgos que implica el compromiso político, y de la dimensión ética de la ciencia, y del mito de Prometeo (el personaje mitológico que arrebató el fuego a los dioses para dárselo a los humanos y que fue castigado por ello), etcétera, etcétera. Pero a fin de cuentas Oppenheimer es una historia sobre el rencor. Si aún no la han visto (y le recomendamos que lo haga), diremos solamente que el motor que aupó a Donald Trump a la Casa Blanca fue el rencor. Si Obama no se hubiera reído de él en público, quizás el mundo sería diferente hoy. Imagínense si es peligroso el rencor. Casi tanto como la bomba atómica.
La gran pregunta en torno a Oppenheimer es por qué esta vez Nolan ha conseguido la unanimidad entre el público, la crítica y sus palmeros habituales. La explicación seguramente esté en que Nolan ha renunciado aquí a demostrar lo listo que es. No se regodea en los entresijos científicos que rodean la fabricación de la bomba. Al contrario de lo que ocurría en Origen (2010), Interstellar (2014) o Tenet (2020), no pretende epatar al público con sus conocimientos sobre la física cuántica o enredarlo en los laberintos del espacio-tiempo. Oppenheimer se centra en un hombre fascinante y contradictorio, y eso ya es bastante. Y como además su director tiene un excepcional dominio del ritmo del montaje, pues las tres horas se pasan volando. Bravo por él.
Eso es precisamente lo que falla en Los asesinos de la luna, otra de las películas candidatas al gran premio. Scorsese es un maestro, eso lo sabe todo el mundo, por eso resulta tan incomprensible que no haya sabido contar su historia en menos tiempo. Su filme, fastuoso, absolutamente arrebatador en su arranque, se convierte a las dos horas en un plomazo repetitivo e insoportable. ¡Y a esas alturas aún le queda hora y media de metraje! La incapacidad de Scorsese para manejar las elipsis (debilidad que ya se manifestaba en El lobo de Wall Street) y su afán por explicarlo todo es una laguna técnica que despierta cierta incomodidad al tratarse de un tótem del cine americano como él.
Quizás su montadora de toda la vida, Thelma Schoonmaker (84 años y tres Oscar en la estantería), ya se ha cansado de decirle «Marty, esto ya ha quedado claro, no necesitas repetirlo 18 veces», y lo ha dado por perdido. Es una pena, porque la historia de los indígenas asesinados para arrebatarles sus títulos de propiedad de los pozos petrolíferos era un material precioso. Hablaba de los pecados originales de América: conquista, genocidio, imperialismo, racismo y fervor religioso por el dinero. (Con el pecado de la esclavitud ya tendríamos el pack completo). La ambición de Scorsese quiere abarcar todo eso… y se le escapa de las manos. No es rival para Oppeheimer, pero apunten el nombre de Lily Gladstone para el premio a la mejor actriz porque…
…quizás consiga desbancar a la gran favorita: Emma Stone por Pobres criaturas. Sin su hipnótica presencia la película de Yorgos Lanthimos se limitaría a ser un barroco catálogo de aberraciones colocadas ahí para perturbar nuestros sueños. Él es así. Participa, como Julia Ducournau, de la explotación de «lo bello monstruoso», con todos los tics posmodernos que puedan imaginar. Se supone que es una comedia, pero no lo es (no al menos en la medida en que Barbie, esa maravilla, sí lo es).
Aquí construye una historia de emancipación feminista (lo cual es bueno) partiendo estéticamente de una derivada del Frankenstein de Mary Shelley (lo cual también es bueno), intentando que cada plano sea tan ostentoso como incómodo (lo cual es agotador) y con una carga política, como mínimo, discutible. Su fetichización de la prostitución –la protagonista se mete a puta porque le encanta follar y no tiene mayores reparos para ejercer un oficio del que, según expresa, acaba saliendo más sabia– provocará, con razón, un evidente sarpullido entre las y los abolicionistas. Pobres criaturas, en definitiva, ofrece una lectura muy determinada del feminismo y se basa en la novela de un hombre (Alasdair Gray), adaptada al cine por un guionista hombre (Tony McNamara) y dirigida por otro hombre (Yorgos Lanthimos). Con todos estos argumentos, lo que da bastante rabia es no poder decir que es una mala película, porque no lo es. Al contrario: es un peliculón. Lanthimos, Haneke y compañía nos colocan a menudo en esa irritante encrucijada: buen cine, ideología de mierda. El arte tiene estas cosas.
Pero hemos hablado demasiado de los defectos que tienen estas buenas películas. Es hora de hablar de otras candidatas que, a pesar de contar con pocas posibilidades de ganar el Oscar (o ninguna) no tienen nada de malo. O casi nada.
Como ya apuntamos en estas páginas, Anatomía de una caída es «una película casi perfecta». Si tuviéramos que ponerle una nota del 1 al 10 sería un 9,8. Lo de Justine Triet es una cosa bárbara y si no es absolutamente perfecta se debe únicamente a una cesión (que tampoco tiene demasiada importancia): ofrecer al público un flashback con una escena que el jurado que juzga a la acusada de asesinato (Sandra Hüller, inmensa, nominada también) no puede ver.
La zona de interés, por su parte, es una obra maestra. Para una película así no hay varas de medir, se mueve en otros parámetros. No es simplemente buen cine, es una obra de arte. Lo que hace Jonathan Glazer para retratar el horror de un campo de concentración nazi sin enseñar nunca el campo de concentración, la elección de los encuadres, el uso del sonido, la distancia con la que retrata a sus personajes y con la que dota de consciencia cada plano es algo que ni siquiera se puede valorar con premios. Está por encima de ellos. Pero, para desgracia de J.A. Bayona, está nominada también a la mejor película internacional y se llevará ese Oscar, batiendo a La sociedad de la nieve y a otros títulos espléndidos como Yo capitán o Sala de profesores.
El español que sí podría dar la campanada es Pablo Berger con Robot Dreams. Su historia de amor impar entre un perro y un robot compite por el Oscar al mejor largometraje de animación. ¿Y saben una cosa? Aunque todo el mundo da por hecho que el premio se lo llevará Spider-Man: Cruzando el multiverso, lo cierto es que Robot Dreams es mucho mejor. No es que la aventura de media docena de hombres-araña en diferentes universos sea mala, pero ya cansa. Todo va a una velocidad que los adultos no podemos asimilar y que los jóvenes sólo tienen la impresión de asimilar. Es simplemente más rápido que el ojo y, aunque su apuesta por la multiculturalidad es muy de agradecer, quizás ya tuvimos bastante confusión aturulladora con Todo a la vez en todas partes. Ya está, señores académicos, déjenlo ahí. Estamos ahítos de tanto ruido y tanto puñetazo y tanto cambio dimensional.
La película de Berger, detrás de su apariencia cuqui, esconde una profundidad abisal: habla de la fragilidad de las relaciones amorosas. Ese perro y ese robot de dibujos animados hemos sido nosotros en algún momento de nuestras vidas. Por eso Robot Dreams es emocionalmente arrolladora. Ojalá se imponga al jaleo.
Entre tanto fuego de artificio y tanta ambición desmedida (hablamos de Oppenheimer, Pobres criaturas y Los asesinos de la luna, no se pierdan), tiene poco que rascar Los que se quedan, de Alexander Payne. Y eso que Payne también hace algo increíblemente difícil, sólo que de forma más sutil: rodar en 2023 una película de los años setenta, la Edad de Plata del cine de Hollywood. El cine americano posterior nunca ha llegado a ese nivel. Ni se le ha acercado, vamos.
Estamos acostumbrados a ver recreaciones del pasado, pero siempre hay algo que delata el artificio. Un peinado o una ropa o un lenguaje que no encaja exactamente con la época. Incluso el brillo digital de los colores (tan diferente a los registrados en celuloide) nos dicen que eso que estamos viendo no son los años cincuenta, ni los sesenta, ni los setenta. Nada de eso ocurre en Los que se quedan, que es, sencillamente, un viaje en el tiempo. Es una película de Hal Ashby hecha hoy, una maravilla que, al menos, ganará un Oscar seguro: el de mejor actriz de reparto para Da’Vine Joy Randolph. Interpreta a la cocinera de un internado que ha perdido a su hijo en la guerra de Vietnam. Esta mujer tendrá que pasar las vacaciones de Navidad en el edificio con la sola compañía de un alumno rebelde y un profesor insoportable.
Paul Giamatti, que encarna al profesor, también está nominado, pero batir a Cilliam Murphy en la apreciación de los académicos parece casi imposible. Es una pena que un actor tan bueno se haya perdido por su irresistible inclinación al histrionismo. Pero Giamatti sabe graduar ese defecto cuando le interesa, como ocurría en El mundo según Barney (2010) o en Entre copas (2004). Y también aquí, por supuesto, donde realiza una de las mejores interpretaciones del año (y de su vida). ¿Merecedora de un Oscar? Claro que sí. Pero si no lo gana tampoco hay que hacer un drama por eso.
Al final, los Oscar sólo son importantes por una cosa: nos permiten hablar de cine, que es lo que más nos gusta de este mundo. Y dejémoslo aquí, que ya hemos hablado demasiado.