Sociedad
El alfabeto de las amigas
«Fue mi madre, una psicóloga feminista, quien me aseguró que el deseo no siempre tiene que ver con el sexo, que más bien responde al descubrimiento de la magia de otras personas. Dijo que eso se llamaba “alteridad amorosa”», escribe Lydia Cacho.
Era una niña pequeña, tal vez tenía ocho o nueve años cuando descubrí el deseo por las mujeres, por rodearme de ellas para descubrir el mundo y el significado de la vida a su lado. Fue entonces que se reveló ante mí el poder infinito de la amistad.
Eran los albores de los años setenta, miraba a mi alrededor a mis tías jóvenes, jipis desenfadadas, estudiantes rebeldes contra el sistema, chicas a gogó con zapatos de plataforma y brillos labiales con olor a sandía, mujeres universitarias en minifaldas, melenas largas y decisiones firmes. Mi madre reía con ellas, hablaban abiertamente sobre sexualidad, anticonceptivos y poliamor, debatían sobre feminismo y libertad, pero sobre todo hablaban del amor. Juntas me parecían una tribu en la que yo estaría siempre segura. Cuando me hacían partícipe de sus tertulias a pesar de mi corta edad, algo dentro de mí estallaba como una pequeña ola diáfana que descubre su inesperada fuerza al reventar en una roca de tierra firme. Gracias a ellas comprendí que las niñas tenemos voz y que en el momento en que descubres que eres mirada, vista y reconocida como persona, comienzas a cultivar tu voz interior, esa que vivirá dentro de ti el resto de tu vida para recordarte que tu existencia importa, que siempre habrá una tribu en la que abrigarse en tiempos aciagos, en la que bailar alrededor del fuego para celebrar.
Fue mi madre, una psicóloga feminista llena de amor y rarezas, quien me aseguró que el deseo es un impulso amoroso que no siempre tiene que ver con el sexo, que más bien responde al descubrimiento de la magia de otras personas, dijo que eso se llamaba «alteridad amorosa».
Amistad asimétrica
Es ese deseo, y la poderosa gracia que revela, lo que históricamente ha producido tanto temor masculino frente grupos de mujeres que se acompañan a sí mismas. Las mujeres juntas tejen inmensas redes de lealtad, de amor, de emocionalidad, y eso es peligroso en una cultura que descarta la socialización de la experiencia emocional desordenada e intermitente. La amistad femenina une a mujeres tan disímiles como raras y complejas. Los mandatos decían que las niñas buenas debían unirse a las obedientes; las rebeldes no tenían cabida en ningún sitio y debían ser expulsadas de los grupos de las obedientes para aprender a ser domesticadas. Por fortuna los mandatos no siempre funcionaban en mi entorno de niña mexicana clasemediera.
Los hombres tenían desconfianza de las mujeres juntas. Eso lo aprendí mirando a mi padre y a sus primos, incapaces de tejer amistades profundas no relacionadas con el trabajo, el dinero o el deporte. El universo adulto se revelaba ante mí como una evidente dicotomía. Los hombres, en general, buscaban la seguridad de lo preestablecido, para unirse jugaban las reglas del juego reflejadas en el dominó y el fútbol; el silencio emocional era el árbitro de sus relaciones amistosas. Las mujeres, en cambio, exploraban el mundo en su diversidad, curiosas por hallar un lugar en que sintiesen que eran bienvenidas. Eran los años setenta, lo he dicho ya, y eso importa porque justamente veíamos la televisión en blanco y negro y de pronto llegó el Technicolor, al mismo tiempo que la liberación sexual de las mujeres.
En la pubertad tenía la fantasía de que la Mujer Biónica y la Mujer Maravilla habían traído consigo el color de la ficción hacia la realidad.
Cuestión de clase
En mi entorno rara vez me encontré con niñas misóginas, más bien conocí a niñas con miedo, privilegiadas económicas. Las hijas de padres ricos aprendían pronto que ellos eran los dueños del dinero, de la palabra y del orden, por tanto, ellas debían someterse a sus mandatos. Esas niñas, las de colegios de monjas o las privilegiadas, querían juntarse con nosotras, pero temían el escarnio de los patriarcas; entonces se burlaban de la libertad porque la envidiaban. Esas chicas aprendieron que la jerarquía del honor y el poder estaba centrada en el padre rico y la madre como obediente administradora y guardiana domesticada de esas jerarquías del poder. Para mí y mis amigas ese no era un tema importante, estábamos rodeadas de padres trabajadores, bastante ausentes, y de madres de la primera generación que cosechó los frutos iniciales del Movimiento de Liberación de las Mujeres, que incluía las pastillas anticonceptivas y el acceso a la educación superior.
En la adolescencia descubrí la palabra amable, y la repetía siempre. Hay personas que aprenden a amar y a recibir amor, escribí en mi diario, esa es la amabilidad: todas mis amigas son amables, aunque algunas, como Ceci, necesitan aprender a recibir amor más seguido, bueno, tal vez yo también debo aprender.
Desde entonces me sentí libre al descubrir que cuando una chica decía cosas interesantes, reía escandalosamente frente a la vida, jugaba muy bien al básquetbol, o escribía poesía, era taciturna y reflexiva, yo deseaba estar cerca y secretamente me decía «esta será mi amiga». Un día me atreví a preguntarle a mi vecina Mireya si quería ser mi mejor amiga, dijo que sí y nos pusimos a cultivar esa ternura. Supe entonces que la amistad no solo se decreta en silencio, también se acuerda, como un pacto de amor y confianza.
Luego me gustó un chico. Tuve un orgasmo solo de pensar en que me besaría. En aquel momento supe que lo que sentía por hombres y mujeres era muy diferente. También quería ser amiga de los chicos, pero eso era más complicado, porque casi ninguno sabía cómo amar sin miedo. Les enseñaban a ser educados, pero no amables.
Añoraba cada día ver a mis amigas de nuevo, inventar juegos, imaginar mundos propios, explorar nuestros miedos y nuestras virtudes, quería ser como algunas de ellas, intentaba aprender de sus cualidades. Alguna vez fui víctima de humillaciones de parte de una niña celosa de mi desfachatez y mi rara personalidad. Mi abuela me dijo que no todas éramos iguales y que lo mejor que podría hacer en la vida era rodearme de personas tan diversas como fuese posible, que eso me convertiría en una mujer interesante.
Para ser una mujer interesante es importante juntarme con amigas muy diferentes, que sepan cosas que yo no sé y que tengan vidas distintas a la mía, escribí en mi diario a los quince años.
En la adolescencia comprendí que hay amigas espejo de nuestra luz y de nuestra sombra, que están las que nutren la alegría y las que saben estar a nuestro lado en el oscuro pozo de la inseguridad. Las que llorarán y cantarán canciones dramáticas durante horas y las que nos mostrarán el camino para reírnos de nuestras miserias. Yo sabía con qué amigas miraría televisión comiendo una caja entera de chocolatinas y con cuales iría a la librería a robar un libro de poesía o irme de fiesta en horarios prohibidos a besarme con algún chico medianamente interesante. Ahora que lo pienso, cuando niña nunca escuché esas frases de que «las mujeres son enemigas de las mujeres». Ninguna de nosotras imaginaba un mundo sin nos-otras. No fue sino hasta que comencé a leer literatura clásica escrita por hombres que descubrí la narrativa sobre las mujeres que se odian, siempre con un hombre como eje de su ambición e inquina.
Las reglas de ‘la hombría’
Con mis amigos descubrí azorada que los chicos parecían vivir con una urgencia por matar su ternura, por renegar de la belleza de la tierra, por destruir toda posibilidad de mostrar empatía frente a los pequeños detalles conmovedores de la vida cotidiana. Descubrí que, según ellos, las niñas no pueden ser verdaderas amigas de los niños, porque aparentemente el deseo sexual enceguece a los hombres a partir de cierta edad. Como era costumbre, pregunté a mi madre de dónde surgía semejante embuste. Ella dijo que los niños, en general, solo buscaban la aprobación de los otros hombres, no de las mujeres. Que los pobres vivían sometidos a unas extrañas reglas que desde pequeños los forzaban –como quien pastorea a un rebaño– a ir juntos a un sitio llamado la hombría. Entonces decidí preguntar a mis amigos si se avergonzaban de ser sensibles, tiernos, dulces. Todos se rieron y más tarde, a solas, me pidieron que jamás volviese a preguntar semejante barbaridad frente a otros. Los había humillado. Me enseñaron que para ellos socializar la experiencia emocional no relacionada con la sexualidad es peligroso, en cambio para nosotras era un alivio. Los chicos tuvieron a bien explicarme que podían ser mis amigos porque yo no era una niña normal, no era bonita, ni recatada, ni sexy; que parecía más bien uno de ellos.
Comprendí que los chicos maduraban mucho más tarde que nosotras porque estaban ocupados liándose a golpes en ritos para destruir su inclinación a los afectos dulces. Fui de vuelta a mi madre para exponerle una cuestión: si una niña como yo podía hacer las mismas cosas que los niños y, además, tenía ese universo emocional, ¿por eso era más inteligente que mis amigos? Mi madre respondió que, según la ciencia, las niñas utilizábamos los dos lados de nuestro cerebro, el emocional y el racional, y los niños vivían constantemente negando su yo emocional por órdenes de la educación tradicional. Fue así como comencé una incipiente carrera de terapeuta de niños para convencerlos de las bondades de usar los dos lados de su cerebro. Si muestran sus emociones ligarán más, les aseguré a algunos. Mi carrera como terapeuta masculina terminó un par de semanas más tarde cuando, en venganza por evidenciar sus debilidades, los chicos, hartos de mis preguntas, me persiguieron por el patio intentando bajarme los calzones al grito de ¡flaca marimacha! Desde entonces aprendí a hablar de emociones con mis amigos hombres uno por uno.
En 1977, según una entrada de mi diario de aquellos días, con mis amigas podría recorrer el mundo y con mis amigos apenas dar la vuelta a la ciudad. Los niños, escribí, le tienen miedo a casi todo. Qué bueno es esto de haber nacido niña.
Los años del activismo
Al pasar los años, ya convertida en reportera y activista de los derechos de las mujeres, conocí a una mujer que me hizo descubrir el significado de la conspiración (‘respirar el mismo aire’, en latín). Éramos increíblemente diferentes y sin embargo, cuando uníamos nuestras ideas, algo maravilloso sucedía. Hicimos un programa de radio y decidimos crear un centro especializado para proteger a las mujeres y niñas víctimas de violencia. Estábamos en México, así que creamos un refugio de alta seguridad con un programa multidisciplinario para la salud física, mental, emocional, defensa jurídica y capacitación para el trabajo.
No fue difícil reunir rápidamente a una tribu de mujeres diversas, sabias, apasionadas, libertarias, creativas y comprometidas. El refugio muy pronto se convirtió en un espacio de reflexión para todas, éramos treinta mujeres creando una cultura de paz feminista en un país en el que los machos se rebelaban contra esa libertad, contra el derecho al divorcio, contra los derechos sexuales y reproductivos. Enfrentábamos diariamente violencias inenarrables. Descubrimos que debíamos cuidarnos a nosotras mismas para cuidar de las otras. Éramos tan diversas que para cualquiera sería difícil entender la armonía que lográbamos en un ambiente de fragilidad, desesperación y fatiga emocional. Nuestras diferencias eran la fortaleza del grupo, las crisis nos incitaban a recordar que la vulnerabilidad es indispensable para trabajar con empatía y compasión.
En general funcionaba bien, hasta que llegó una crisis colectiva; algunas compañeras estaban devastadas por las historias de las víctimas a quienes acogíamos en el refugio. La delincuencia organizada se expandía en el país y las mujeres, niñas y niños eran sus víctimas directas. En ciertas compañeras la rabia contra los agresores se había vuelto contra sí mismas. Tres de ellas entraron en crisis y una especialista en salud mental vino al rescate. Algunas se dieron por vencidas. Las despedimos amorosamente, sentíamos angustia por el abandono, pero no las juzgamos, porque secretamente todas habíamos pasado en algún momento por la tentación de abandonar ese doloroso trabajo, aunque después ganábamos un caso y recordábamos que valía la pena porque éramos una tribu.
Durante una década llegamos a ser 41 mujeres y dos hombres. Ellos habían descubierto que poco a poco perdían a sus amigos, quienes vivían su presencia en nuestro equipo como una traición incomprensible. Había algo enigmático en el desprecio de los hombres progres a los hombres feministas, ni ellos mismos lo entendían. Las redes de mujeres crecían como vides bajo el sol de primavera, las de ellos se rompían con la fragilidad de las ramas de otoño.
Creamos una red continental de refugios para mujeres, lo importante era compartir la experiencia. Jamás ninguna de nosotras dijo que todas debíamos pensar uniformemente. Veníamos de contextos, educaciones, orígenes, razas y visiones distintas; reconocíamos que eso es lo que hacía especial al movimiento. Allí radicaba la magia, ninguna llevaba consigo la vara de medir qué tan feministas eran las compañeras. Cada una estaba dando su batalla personal para cambiar la cultura de violencia contra mujeres y niñas a la vez que sanaba su herida primordial cobijada por las otras.
Cuando una mujer descubre que quiere aprender a ser feminista e igualitaria –escribí en mi diario–, siempre encuentra una tribu que la recibe con los brazos abiertos. Cuando un hombre quiere ser igualitario, huye a los brazos de las mujeres, porque los hombres lo tratan como un traidor.
Gracias a mis amigas le perdí el miedo al miedo, con ellas descubrí que burlarse de las miserias propias es de sabias, que hay amigas transitorias e intermitentes, que hay amigas vitales y omnipresentes, las que crecen a nuestro lado y las que solo pasaron para llevarse o dejar alguna lección. Con ellas aprendí que abrazarse frente al abismo nos lleva de vuelta a la vida. Gracias a ellas y por ellas soy quien soy.
Este artículo está incluido en LaMarea97 I Las amigas necesarias. Puedes conseguir el dossier completo en nuestro kiosco online o suscribirte para recibir nuestras revistas desde 50 euros al año. ¡Gracias!
Si se dan los celos Lydia entre las mujeres por un hombre.
Y es que es mucho más difícil superar el egoísmo material que el egoísmo sentimental.
Yo los he sentido y otras los han sentido de mí.
Entiendo perfectamente ese tormento tan bien descrito en»Climas» o «La bolchevique enamorada» por haberlo experimentado; pero como me hacía sufrir y no creo que nos guste a nadie trataba de encontrar algún razonamiento filosófico o moral para agarrarme a él.
Ya me hubiera gustado ser libre de «ataduras internas» como tú.