Opinión

Compañeras

«El mundo mejor que queremos necesita que empecemos a quedar menos para hablar de nosotras mismas y lo que nos pasa y más de qué podemos hacer juntas para mejorar las vidas de todas», escribe Adánez.

Marcha del 8 de marzo de 2018 en Madrid. ÁLVARO MINGUITO

A menudo asumimos de manera errónea que los feminismos han presentado un frente unitario a lo largo de su historia y que los conflictos en su interior obedecen a coyunturas específicas, a momentos en los que determinadas circunstancias externas fuerzan debates imposibles porque provocan una gran confrontación dentro del movimiento o precipitan la resolución de otros que parecen estar esperando desde siempre una respuesta y una acción unánime y concreta. La prostitución o la pornografía, por ejemplo, pertenecerían a este último tipo de asuntos.

Se trata de temas pendientes planteados en abstracto, que se consideran propios de la agenda feminista, grandes debates (en los que las personas más directamente afectadas ocupan un lugar muy secundario o directamente son ignoradas) que a cada tanto parecen emerger con todo su potencial para generar enfrentamiento y romper idealizados consensos.

Hace muy pocas fechas vimos cómo sucedía algo parecido con los derechos de las personas trans, lo que a algunas nos produjo una alarma y un estupor de los que todavía no hemos salido. Lo que pareció inicialmente una disputa o desacuerdo en torno a una ley se reveló en un periodo muy corto de tiempo como una ofensiva organizada e inaceptable contra las personas trans. De refilón también sufrimos hostigamiento quienes nos alineamos con la idea de que no puede haber feminismo al margen de los derechos humanos. Muchas amistades entre personas feministas, llegadas a ese punto, se rompieron.

La amistad entre feministas es una cuestión fundamental en la historia de nuestros movimientos. Desde que en la segunda ola se convino que lo personal es político las amistades entre feministas han tenido una componente íntima y terapéutica que muchas de nosotras hemos cultivado en algún momento. Durante mucho tiempo hemos interpretado que la política se sustenta en la suma de multitud de experiencias personales atravesadas por el sexismo (lo individual y lo estructural, en este sentido, mantienen un equilibrio complicado que convendría revisar) y, por la misma razón, hemos creído que constatarlo en conversación con una amiga feminista (o un montón de ellas) sería en sí mismo un acto político y tal vez lo sea, pero de un tipo que nos lleva demasiado a menudo a caer en la autoafirmación y el victimismo.

Nociones propias de la segunda ola como la de que lo personal es político o el concepto de sisterhood merecen una reconsideración, aunque solo sea porque hace ya tiempo que la idea de que existe una opresión común a todas nosotras constituye un fundamento dudoso que oculta la compleja realidad social de las mujeres. Los vínculos de amistad solo son verdaderamente políticos cuando esta complejidad se torna consciente afectando el modo en que cada una de nosotras miramos el mundo. Romantizar la existencia de una opresión común, mistificar un agravio, puede llevarnos al mismo callejón sin salida en el que el feminismo identitario y transexcluyente se encuentra. Hablo del callejón del ensimismamiento y del repliegue conservador que conlleva.

Reconocer en la otra el agravio en lugar de la compañera con la que compartir las luchas en favor de transformaciones que trasciendan los problemas propios, a los que habría que aplicarles altas dosis de reconsideración epistémica, estrecha también las posibilidades de acompañar a los feminismos en sus avances y en la gestión de sus diferencias internas.

El verdadero borrado consiste en mirar a la otra como una prolongación de una misma y no aceptarla como compañera de lucha si no reúne los requisitos exactos, sean éstos de orden sexual, racial o de clase, de la identidad que imaginamos para ella. Como cualquier otra categoría social, la de «mujeres» es compleja, diversa y extraña; nadie puede hipostasiarla para asumirla en su totalidad ni renunciar del todo a formar parte de ella. Nuestra forma de ser mujer estará en una medida importante determinada por nuestra manera de ser feministas que, a su vez, dependerá en un alto grado de nuestra capacidad para reconocer en la otra a una compañera.

Necesitamos construir relaciones feministas de compañerismo y camaradería que, en lugar de alertarnos para que nos demos cuenta de que lo que nos pasa es lo mismo que le pasa a las demás (el machacón «amiga, date cuenta»), nos permita tomar conciencia de que fuera de cada una de nosotras hay un mundo que transformar, que las injusticias que lo atraviesan tienen una escala y que no todas sufrimos, ni remotamente, las mismas formas de opresión ni las mismas violencias.

Necesitamos compañeras que nos ayuden a corregir ideas erróneas que tienen que ver con mirar el mundo de una manera unívoca, como una prolongación de nosotras mismas, un territorio reconocible en el que los abusos siempre los infligen otros y en el que clamamos contra el patriarcado y la dominación de género mientras estructuras de poder amenazantes y mortíferas asociadas al modelo capitalista de explotación en sus múltiples expresiones siguen intactas.

El mundo mejor que queremos necesita que empecemos a quedar menos para hablar de nosotras mismas y lo que nos pasa y más de qué podemos hacer juntas para mejorar las vidas de todas. Estos son los vínculos de amistad feminista que tenemos pendiente forjar, unos en los que sin perjuicio de que seamos amigas (o no), asumamos la complejidad, abandonemos dogmatismos y cómodos eslóganes y nos relacionemos políticamente conscientes de nuestras profundas diferencias.

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