Cultura
‘Anatomía de una caída’ es casi perfecta
La película de Justine Triet, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, propone una intriga apasionante que traspasa los límites convencionales del ‘thriller’ judicial.
¿Por qué ganó Anatomía de una caída la Palma de Oro en Cannes? Pues, básicamente, por armar una intriga judicial apasionante sin infravalorar a la audiencia, a la que trata como adulta en todo momento, sin pretensiones de fábula moralizante, sin trucos sentimentales. Así de simple (de explicar) y de difícil (de hacer). En lo que respecta a las cualidades narrativas, la película de Justine Triet es casi perfecta. Casi. Roza la perfección sin llegar a alcanzarla, como aquel no-gol de Pelé contra Uruguay que es imposible de olvidar aun cuando se han visto millones de goles perfectamente olvidables. Y eso ya es mucho. Lo es todo, de hecho.
¿Pero qué es exactamente una película perfecta? Pues una narración que avanza sin irse por las ramas, que no discrimina entre los diferentes públicos (llega igual a los más populares que a los más cultivados), que ofrece puntos de giro en el momento oportuno y muestra personajes carismáticos pero creíbles. Con la muerte en los talones (1959), por ejemplo, es una película perfecta. La gran evasión (1963) es una película perfecta. Tiburón (1975) es una película perfecta. Y aunque, en un sentido semántico, podamos pensar que sí, en realidad lo que entendemos por «una obra maestra» no tiene por qué ser una película perfecta. Muchas hacen aguas en diferentes aspectos sin que eso acabe afectando al resultado final. Así de caprichoso y de misterioso es el arte.
El título elegido por Justine Triet remite inmediatamente a la cumbre del cine judicial: Anatomía de un asesinato (1959), de Otto Preminger. Así lo ha querido ella, sin importarle que el público pueda establecer comparaciones con una película, ésta sí, perfecta. Veamos en qué se parecen.
Para empezar, ambas cintas tienen una larguísima duración (más de dos horas y media) y en las dos se produce el milagro de la condensación aparente del tiempo: se pasan volando. El efecto, siempre grato, es mucho más meritorio tratándose de historias que consisten, básicamente, en gente hablando.
Otro paralelismo es el de presentar a unos personajes incómodos por su ambigüedad. Si en la película de Preminger esta responsabilidad recaía en la pareja formada por Ben Gazzara y Lee Remick, pero sobre todo en ella, una mujer rota y problemática que tensa la narración hasta hacerla crujir dolorosamente en cada una de sus apariciones, en Anatomía de una caída ese papel corresponde a una inconmensurable Sandra Hüller. La alemana cierra un año glorioso con dos nominaciones a los Premios Europeos del Cine en la categoría de mejor actriz: por esta película y por La zona de interés, de Jonathan Glazer (filme que también triunfó en Cannes, donde se llevó el Gran Premio del Jurado).
Aquí encarna a una escritora sobre la que pesa la sospecha de un asesinato. Se encuentra el cadáver de su marido a los pies de su casa, completamente aislada en el bosque, y, en principio, es imposible dilucidar si el hombre si se ha suicidado lanzándose por la ventana, si se ha caído accidentalmente o si ha sido su esposa quien lo ha empujado. A partir de ahí empieza una minuciosa investigación en la que el público irá conociendo, poco a poco, la difícil convivencia de este matrimonio. Por un lado, ambos son novelistas pero sólo ella ha conseguido desarrollar una verdadera carrera literaria. Por el otro, ninguno de los dos ha vuelto a ser el mismo desde que un accidente dejara a su hijo prácticamente ciego, un drama que será motivo de continuos reproches.
Hay una cosa en la que la película de Triet es superior a la de Preminger: la sutileza con la que desarrolla el retrato de los personajes y las relaciones que mantienen entre ellos. La escritora no sólo es acusada de asesinato por motivos meramente circunstanciales sino por haber triunfado allí donde su marido ha fracasado, por haber relegado al hombre al cuidado del hogar, por ser bisexual y por haber mantenido esporádicas relaciones extramatrimoniales. Todo lo que puede ser perdonado socialmente en un hombre constituye, en su caso, una prueba acusatoria contra ella. Aquí es donde Anatomía de una caída se vuelve realmente interesante y traspasa los límites convencionales de un thriller.
Lo que hacía Preminger en su clásico e intenta hacer también Triet en su película es convertir al público en jurado. Nunca sabemos más que lo que indica la instrucción del proceso judicial. No se nos presenta a una protagonista inocente en su angustiosa lucha por escapar a una condena injusta. Así ocurriría en una película que respetara el canon tradicional de una historia de buenos contra malos. Ninguno de los dos filmes aquí referidos juega en ese trillado campo de juego. Precisamente por eso son especiales. Aunque simpaticemos con el abogado interpretado por James Stewart, no sabemos si está trabajando por el bien. Y aunque la frialdad del personaje de Sandra Hüller nos incite a pensar que es culpable, en realidad no tenemos evidencias para asegurarlo. Esta ambigüedad moral convierte estas dos anatomías en películas fascinantes.
Pero ha llegado el momento de explicar ese casi, de exponer por qué Anatomía de una caída es una película sensacional, muy recomendable, pero no perfecta. Durante todo el metraje los enfermos del cine (que levanten la mano los acusados) estarán pendientes de si Triet será capaz de desarrollar su historia de acuerdo a los inflexibles principios establecidos por Preminger: ni un solo flashback, ni una imagen que los miembros del jurado no puedan ver, tan sólo testimonios y pruebas periciales. Esos son los únicos elementos con los que tanto el jurado como los espectadores de la película podrán contar para emitir su veredicto. Y no, Triet no llega a ese extremo. Está muy, muy cerca de hacerlo, pero abandona ese método en un par de ocasiones. En la película de Preminger el muerto no hablaba. Aquí tiene un par de escenas. ¿Es importante? ¿Es imperdonable? Seguramente no, pero Triet trata en todo momento, desde la primera escena, de transmitir una atmósfera enrarecida, un aire de incomodidad increíblemente desagradable, y lo consigue escondiendo sus cartas. Por ejemplo, escondiendo a ese marido en el piso de arriba de la casa, donde pone la música anormalmente alta para echar a las visitas. Y después lo saca, en forma de flashbacks, para subrayar unas escenas que no necesitan ser subrayadas. ¿Por qué Triet, después de haber tomado tantos riesgos en su narración, hace esa concesión? No es que afecte demasiado al relato, pero da un poco de pena que no lo cierre con el nivel de virtuosismo que muestra en la mayor parte de la cinta.
Otro par de detalles, también menores, apartan Anatomía de una caída de esa perfección que está continuamente rozando con los dedos. En la película de Preminger, una vez expuestas las pruebas, comienza la representación judicial. La administración de justicia, lo entendemos entonces, no busca la verdad de los hechos. Cada una de las partes busca ganar, nada más, y el tribunal es una suerte de teatro en el que se desarrolla ese juego. En ese escenario, los actores son los abogados y en sus alocuciones hay espacio para el humor y la ironía. Pero esa ironía, que también aparece en la película de Triet, no funciona en la misma medida, quizás porque se desmarca del tono de gravedad que preside toda la narración. Y por último está el hijo (Milo Machado Graner), un personaje clave que también desentona por su ejemplaridad. Todo es ambiguo, todo es gris en Anatomía de una caída, salvo ese niño medio ciego, que da muestras de una madurez y de un discernimiento anormales para su edad y para su disfuncional entorno familiar. Es un niño made in Hollywood, para entendernos, y no es eso lo que la película pretendía contarnos.
Dicho lo cual, ¿dónde pueden encontrar dos horas y media de desafíos morales e intriga absorbente que se pasen en un suspiro? Eso no es nada fácil, no crean.
‘Anatomía de una caída’, de Justine Triet, se estrena en cines el miércoles 6 de diciembre.
Fe de errores: en una versión anterior de este artículo se hablaba, por error, del ‘no-gol’ de Pelé a Italia. En realidad, fue contra Uruguay, en la semifinal del Mundial de 1970.