Cultura
‘Ocho apellidos marroquís’: ¿de qué nos estamos riendo?
Dirigida por Álvaro Fernández Armero, esta película es la tercera entrega de la saga de mayor éxito en taquilla de la historia del cine español.
Debo confesar que entré al cine preocupada. Con los dedos cruzados, casi. Di un primer suspiro de alivio al constatar, ya desde el arranque de la trama, que la cosa no iba a ir de reírse de los moros –en este país nunca se sabe–, sino más bien de quienes siguen llamando así en 2023 a un amplio espectro de gente a la que conciben, sobre todo, como alguien que no se les parece. Este fin de semana se estrena Ocho apellidos marroquís, destinada a ser uno de los pelotazos del final de un año en que las relaciones de España con Marruecos se han afianzado en su punto más dulce.
Dirigida por Álvaro Fernández Armero, esta película es la tercera entrega de la saga de mayor éxito en taquilla de la historia del cine español, aunque con cambio de director, guionista y elenco. La primera de las preguntas que trae consigo es: ¿Repetirá el éxito de los anteriores? Hay quien lo plantea por los cambios de equipo y de espíritu. Pero también cabe otra duda razonable: vale, puede que millones de personas en España estuvieran dispuestas a reírse del estereotipo de vascos y catalanes. Pero, ¿y de nuestro propio racismo?
A partir de ahí, se deshilan otras cuantas. Casi todas tienen que ver con de qué nos estamos riendo realmente. El suspiro de alivio llega, decíamos, al constatar que de lo que se ríe la película no es de los marroquíes del título, sino de los verdaderos protagonistas de la historia: una familia de pijos de Santander que se ve abocada por un enredo a cruzar el Estrecho y encontrarse con el vecino del sur. Y esto no va de ponerle límites al humor, sino de recordar que jugar con los estereotipos siempre es jugar con fuego: no es lo mismo reírse del poder que de quienes lo sufren.
En ese sentido, en principio, la película elige bien. Elena Irureta, Michelle Jenner y Julián López encarnan a tres españoles de esos que llevan siempre consigo muchas banderitas y un miedo irracional a que el país se les rompa por quién sabe qué costura. Y eso alivia a quien ve la peli, sí: la otredad se pone en ellos, que viajan llevando por delante sus prejuicios y su desprecio. Pero ¿no ocurre también que esto de situar la crítica en unos pijos muy pijos –unos que, cuando quieren hacerse querer en Marruecos, dicen que son “españoles pero de Alándalus, de Lavapiés”– nos exime de darnos cuenta de que muchos de esos prejuicios están también en nosotras y nosotros?
Y es que buena parte del racismo no es notorio, sino que se cuela en gestos y en vicios de la mirada. Inercias que, como no han llegado a hacerse siquiera presentes en el sentido común, es difícil desactivar. Así es como acabamos riéndonos de cosas de las que no nos damos cuenta de que nos estamos riendo. La mirada que se lanza sobre Marruecos en esta película está mediada por la de estos viajeros a los que todo les desconcierta, y es así como se justifica que los escenarios oscilen entre la pobreza y el exotismo, que los hombres tengan caras amenazantes y las mujeres proporcionen una mezcla de velos y seducción.
El problema es que, por más que el recurso narrativo lo justifique, esas representaciones son las que han cimentado durante más de un siglo la imagen de los países musulmanes que sigue alimentando los prejuicios. Como también es un tópico quizá inadvertido el de deslizarse luego del miedo a un condescendiente e idealizador “¡qué gente tan maravillosa!”. Y tal vez la mirada crítica sobre ello no está tan instalada como para que millones de espectadores lo detecten en lugar de naturalizarlo.
También entré al cine pensando que la película trataría, como las dos anteriores, de una boda entre españoles de distintas tradiciones culturales. Seguir la broma de la saga habría llevado a contar que un chico o chica española de origen marroquí se enamora de un cayetano o cayetana y a sus familias les toca encontrarse en el Raval o el Barrio de Salamanca, en Granada o en Sevilla. Pero no es eso lo que pasa: viajar a Marruecos le pone más color a la cinta, supongo. Y, por otro lado, no implica el paso de afirmar que esos son los españoles y españolas de quienes toca hablar ahora. O, mejor dicho: los españoles y españolas a quienes toca que escuchemos.
La premisa de partida de la trama es la revelación de que el probo ciudadano español José María tenía una hija secreta en Essaouira. Funciona bien para poner bajo el foco la hipocresía y las dobles vidas de personajes como ese. Pero es gracioso también cómo en la idea de la hija relegada se cuela entre líneas algo más que no es explícito, algo que llevamos en el inconsciente colectivo. La metáfora del hermano pequeño, del hermano a salvar, es la matriz misma del discurso colonial en España. Y se cuela todo el rato por las rendijas, como aquí, hasta cuando la voluntad es buena. Hamida es guapa, lista y más feminista que su medio hermana española, pero sigue siendo subalterna. Depende de que alguien llegue y la rescate.
Y esto es un problema no solo por la reproducción de imaginarios caducos, que también, sino asimismo en términos muy materiales, en la forma en la que se reparten el poder, el prestigio y el dinero. Y esto la película también lo refleja. En el reparto están actores como Hamza Zaidi, Ayoub el Hilali o Abdelatif Hwidar, pero no son esos nombres los que salen en el cartel, porque sus personajes son secundarios. En cuanto a la protagonista marroquí, la interpreta la sevillana María Ramos, cuyo segundo apellido, Mouhoub… tampoco aparece en esos pósteres.
Aunque, en términos de nombres, es aún más significativa otra cosa: dejando aparte al elenco, cuando llegan los créditos, estos son españolísimos hasta que empiezan a pasar por la pantalla los equipos técnicos locales. No hay nombres marroquíes en la dirección, el guion, la producción, la fotografía… Igual el siguiente giro de la broma exige esto, para que nos riamos todos. También habría estado bien que los chistes nos golpeasen un poco más a quienes la vemos desde la parte privilegiada del binomio. Que no saliésemos complacidas por no ser esa rancia derecha prejuiciosa que retrata, sino un poquito más incómodas por el racismo que a nosotras mismas también se nos habría podido señalar.
Para quien tenga ganas de dejarse remover en ese sentido, algunas pistas. Escuchar el podcast La Guardia Mora, que rastrea los orígenes y presente de esas relaciones bilaterales. Seguir a Hanan Midan: activismo amazigh desde un sarcasmo muy Gen Z . O, fuera del humor pero enganchando con lo marroquí, leer las novelas de Karima Ziali y Youssef El Maimouni, reflejos de una realidad mucho más interesante que los tópicos. O, fuera de lo marroquí pero enganchando con el humor, ver el monólogo de Asaari Bibang –en España no ha habido por ahora un boom de la stand up comedy de este tipo de contenido, como el que sí han protagonizado en países como Francia humoristas de origen magrebí como Gad Elmaleh–.
Si entré en la película preocupada, salí algo triste. No por el final que cuenta, que es muy feliz en sus términos. Más bien por cómo en realidad refleja con precisión la realidad, de nuevo quizá de manera involuntaria. Nos habla de un encuentro, sí, pero es una reconciliación tramposa. Se reconcilian una parte con poder y otra sin él, y lo hacen en la medida en la que hay un vínculo personal, y en una lógica que no sale de lo caritativo, de una aceptación y una acogida que no mueven un ápice el statu quo. Los antes prejuiciosos quedan redimidos, y los recién llegados se integran en términos de papeles, trabajo y matrimonios… que se les conceden.
Y es que, en realidad, no nos estamos riendo en serio de casi nada. En las entrevistas de los días previos al estreno, director y actores aseguraron que esos personajes “conservadores” no pretenden ser un ataque a la extrema derecha, sino solo algo así como un recurso narrativo para una película que trata “sobre el precio que se paga por ser ignorante en la vida». “De hecho, no se habla de afiliación política ni nada”, explica el director, “es un terreno que no se pisa”. Y es verdad. Porque si se pisara ese terreno –y no hubiera problema en pisar de paso algunos pies–, hay algunas cosas de las que sí que nos podríamos estar riendo bastante.
Ya que estamos hablando de Marruecos, por ejemplo, lo que le falta a esta familia es tener algún negocio en ese país, que es lo que hace su clase: su empresa es pesquera, además, así que lo tenían bien fácil. Les falta también afrontar la contradicción de meterse con ese gobierno socialcomunista que negocia con los moros –recordemos la lona aquella de “Tú a Marruecos, nosotros a la Moncloa”– sin cuestionar ni por un momento la magnífica relación que mantienen las dos casas reales. O reconocer que si el difunto padre Chema iba tanto a ese país como para acabar teniendo allí una familia oculta, bien podía ser con la excusa de las muy legitimadas cumbres bilaterales en las que atan todo bien atado ambas orillas.
De todo eso –que sí es el poder– parece que no nos estamos riendo. Y es que así funciona la cosa cuando se trata de Marruecos: hacer un chiste con una patera mientras pasamos por alto que Fernando Grande-Marlaska repite en el Gobierno. Aunque parezca que nos estamos riendo de otra cosa. ¿O quizá por ello?
Buenos días ayer me invitaron a ir a verla solo me reí con el baile y el desembarco con la patera y la canción de manu chao clandestino.
Claro, vamos a reirnos solo de España y sus arquetipos porque Marruecos es todo un ejemplo de transparencia e integración. Que se lo digan a la gente del Sahara Occidental (abandonada por este gobierno, por cierto) o a los inmigrantes ametrallados en la valla. Por no hablar de la situación de mujeres, colectivo LGTBI, etc. y eso que no es de los peores países musulmanes ni africanos en ese aspecto, si es que hay alguno menos malo, modelo que estamos trasladando a Europa. Veo que esta crítica sigue el maniqueísmo muy de moda ahora de lo que se puede criticar y lo que no, lo que es bueno o malo, etc.
No creo que sea cierto lo que decia Rosseau, que los hombres son naturalmente buenos. Pero, de lo que estoy seguro, es que aquellos hombres que adoptan, ciegamente, las burradas que dicen las religiones monoteistas: catolicismo, islamismo y, sobre todo, judaismo, se vuelven muy malos. Y lo estamos viendo en Israel hoy en dia y desde siempre. Esas tres religiones han inventado Biblias y el cuento del » pueblo elegido por Dios. En posesion de semejante cuento fantastico, tomado como solido argumento, los seguidores ciegos de esas religiones, concluyen que les asisten los «derechos» a: la » guerra santa», al supremacismo, al racismo, a la denigracion, como tambien el » derecho a practicar la limpieza etnica y a la guerra de exterminio de quienes son de otras religiones u otras etnias. Todas esas aberraciones las estan cometiendo hoy los del judaismo contra el pueblo palestino, pero, no hay que olvidar, mucho antes, los Papas inventaron Las Cruzadas, que fueron «guerras santas» y de exterminio contra arabes y judios palestinos. Despues, los mismos Papas hicieron lo mismo contra Albigenses y otros pueblos europeos. Los españoles, ingleses, franceses, holandeses, belgas, alemanes y portugueses tomaron la posta y declararon » guerras santas» contra los nativos de los lugares que conquistaron. Hoy, los WASPs yanquis, ultra religiosos, declaran » santas» a toda guerra contra quienes tienen algo que ellos necesitan y los bombardean matando a millones. Para rematar, Kissinger, Marilyn Albraigth y otros judios, han convencido a los WASPs que ellos tambien son el pueblo elegido por Dios y, por tanto, pueden hasta comerse niños sin remordimiento.
La derecha de este país siente especial desprecio por el «moro» inmigrante porque éste votante no suele votarles a ellos. Por eso, y no por otra cosa, su empeño en desprestigiarlos, en cargar contra ellos.