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El salario emocional: la respuesta empresarial a un universo laboral inestable

Una nueva tendencia propone recompensas no monetarias al trabajador, como medidas para la conciliación, mayor flexibilidad, autonomía o formación continua. No debe sustituir a los derechos laborales, y presenta algunas desventajas.

El debate político gira ahora en torno a la reducción de la jornada laboral como forma de promover el bienestar personal y medioambiental. PIXABAY

A no ser que se posean ahorros, un estipendio por circunstancias especiales, o se sea miembro de ese clan privilegiado que tan bien retrató el economista Thorstein Veblen en Teoría de la clase ociosa (1899), todas y todos los adultos necesitamos trabajar. Sin embargo, algo está cambiando en el mercado laboral, en ocasiones incluso de manera vertiginosa, tanto en cuestiones de derechos como en movimientos que vienen alterando la composición de eso que llaman “capital humano” y las connotaciones asociadas a un fenómeno, el trabajo remunerado, constitutivo de la propia noción de Modernidad.

En Estados Unidos, multitud de empleados decidieron auto-despedirse de sus respectivos puestos, alcanzando cifras récords de hasta 4 millones al mes en 2021: lo que se denominó “la Gran Dimisión”. En España, las dimisiones no alcanzaron esos números, pero sí se situaron al alza y, desde entonces, circula en el tablero político un debate en torno a la reducción de la jornada laboral como forma de promover el bienestar personal y medioambiental.

Unida a la inquietud que desata la popularización de la Inteligencia Artificial en los entornos laborales, y al hecho de que la crisis climática va a demandar mudanzas significativas hacia tareas más sostenibles, la percepción de que es preciso reformular el trabajo es cada vez más común. En este contexto, los profesionales de Recursos Humanos han acuñado una expresión que está calando en los entramados organizativos de las empresas: se trata del “salario emocional”, una compensación no monetaria, polifacética, que proporcionaría mejoras inmediatas en la calidad de vida de los empleados.

Según Manel Fernández, el salario emocional “se refiere a las recompensas no financieras que las personas trabajadoras reciben en el lugar de trabajo y que contribuyen a su satisfacción, bienestar y motivación”. El profesor en dirección y gestión de personas de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) advierte de que “estas recompensas no se traducen en dinero directamente, pero tienen un impacto significativo” en los empleados. Entre ellas, se encontraría la flexibilidad horaria, el desarrollo profesional (la posibilidad de seguir formándose con programas basados en el mérito), el reconocimiento y el apoyo, la puesta en marcha de iniciativas para la conciliación familiar, o beneficios sociales que van desde un seguro de vida, de salud o acceso al gimnasio. Expertas de la misma Universitat subrayan como ejemplo la jornada intensiva, que prefieren el 60% de los trabajadores de acuerdo con la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), y aseguran que el salario emocional reduce la fuga de talento. Entre las compañías conocidas por favorecer los espacios de dispersión dentro sus oficinas destaca Google, con clases de yoga y fitness, un enfoque que la profesora de estudios de economía y empresa Eva Rimbau considera acertado si sirve para “retener a trabajadores muy cualificados”. 

No confundir con derechos laborales

Precisamente Google, en el corazón de Silicon Valley, organización líder en impulsar el llamado “capitalismo de la vigilancia” según la profesora emérita de Harvard Shoshana Zuboff, ha sido protagonista de varios escándalos relacionados con la toxicidad de su cultura corporativa. La exempleada e ingeniera Emi Nietfeld narró para The New York Times cómo pasó de adorar esta empresa que juzgó como una familia, debido parcialmente a los beneficios inmateriales del salario emocional (incluyendo el gimnasio), a darse cuenta de que ella era “desechable” cuando denunció ser víctima de acoso sexual por parte de un compañero.

Según su testimonio, la reacción de Google fue insuficiente, y consistió en animarla a que se cogiera una baja, teletrabajase o buscase ayuda psicológica. “Luego entendí que Google respondió de manera similar a otros empleados que reportaron racismo o sexismo”, declaró Nietfeld. Al final, optó por la baja, perdiendo así toda una valiosa red de relaciones afectivas y autoestima concentrada en el recinto del gigante tecnológico, antes de marcharse definitivamente.

Este caso se hizo viral en Estados Unidos y nos recuerda, por una parte, la importancia de no construir una identidad alrededor de unas lógicas corporativas que siempre irán orientadas al lucro y nacen de una fuerte jerarquía; por otra parte, la necesidad de que exista una legislación laboral sólida que proteja a la ciudadanía. Como indica Manel Fernández: “El salario emocional nunca se debe confundir con los derechos de los trabajadores” y, en el caso de España, medidas como la flexibilidad o la conciliación “están recogidas en muchos convenios” colectivos. 

En este sentido, Irene Rey Delgado, en un estudio realizado para la Universidad de Valladolid, apunta a las garantías recogidas en el artículo 35.1 de la Constitución española, según el cual “todos los españoles tienen derecho a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”. El machismo en el lugar de trabajo está penado. Respecto al sueldo, debería ser digno independientemente de otras dádivas empresariales. A saber: “La retribución económica debe cumplir unas condiciones mínimas porque, de no ser así, la emocional no surtirá ningún efecto” –expresa Rey–, una aserción con la que concuerda Fernández: el emocional “nunca debe ser un sustituto ni un complemento a un salario real”, a pesar de que algunas organizaciones “hacen trampa”, sostiene el profesor.

Además, se torna imperativo cuestionar una serie de iniciativas empresariales asociadas al concepto de salario emocional que, a menudo, se utilizan con la intención de responsabilizar a la persona contratada de carencias estructurales o del empleador. En Happycracia (2018), los investigadores Eva Illouz y Edgar Cabanas analizan el auge de tácticas provenientes o inspiradas en la psicología positiva que resultan lesivas en los entornos laborales. Entre ellas, desgranan la paradoja de conceder más autonomía al individuo contratado, puesto que ésta se ha convertido en “una falsa retórica de empoderamiento que oculta el verdadero propósito de culpabilizar a los trabajadores de lo que son, en realidad, déficits y paradojas de sus propias condiciones y exigencias laborales, para que hagan suyos no sólo sus propios fracasos, sino también los de la propia empresa”.

El contrato psicológico

Así, los beneficios del salario emocional, que Rey y otras autoras sitúan en el aumento de la productividad, la disminución del absentismo, la reducción del gasto del personal, el fortalecimiento del sentido de pertenencia y la mejora de la imagen de marca de la compañía, podrían quedar opacados por esa transferencia de responsabilidad hacia el empleado actual, calificado por el filósofo Byung-Chul Han como “sujeto del rendimiento”, autoexplotado y, por ende, frecuentemente deprimido.

Su ensayo The Burnout Society (2010), traducido como La sociedad del cansancio, relata el mal de quien ha decidido voluntariamente apostarlo todo por la autorrealización y, por el camino, se destruye a sí mismo, doce años antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) incluyese el “burnout”, o síndrome de desgaste profesional, en su Clasificación Internacional de Enfermedades (2022). De hecho, un estudio de Infojobs desarrollado junto a la universidad de origen jesuita ESADE, al hilo de la Gran Dimisión en Estados Unidos, reveló que, el año pasado, un 27% de los trabajadores en España se planteaba abandonar su puesto y, de ellos, un 32% esgrimía la salud mental como motivo, por encima de la remuneración salarial (27%). Es relevante señalar que este malestar psicológico, causa principal para dar carpetazo a un contrato, atravesaba todas las franjas etarias a excepción de los menores de 25 años.

Además, en dicho estudio se afirma que “la mitad de los problemas de salud mental de la población ocupada estaban vinculados con el trabajo” en 2021. Analizando estos datos, el profesor de la ESADE Carlos Royo Morón se mostraba preocupado por otro fenómeno reciente, denominado “dimisión silenciosa”, por el cual muchas personas, ante la imposibilidad de irse, optan por hacer lo mínimo imprescindible que evite el despido, pero ausentes de compromiso o entusiasmo.

“Las organizaciones no pueden permitirse tener trabajadores que, manteniendo su contrato laboral, han renunciado a su contrato psicológico”, argumenta Royo. Quizá la clave para descifrar el embrollo del salario emocional resida, justamente, en el análisis de dicho contrato psicológico, ya que aquí intervienen tendencias históricas y sociopolíticas que han moldeado el trabajo durante décadas.

Illouz y Cabanas retoman la famosa pirámide Maslow (1943), que ordenaba las necesidades laborales situando las básicas abajo (salario, tipo de contrato) y, sobre éstas, la seguridad (frente a un posible despido), afiliación, reconocimiento y confianza y, por último, autorrealización. Para los autores, desde los años setenta del siglo XX, con la implementación de neoliberalismo, las directrices corporativas se han orientado a fomentar las de los estratos superiores, más motivacionales, y encoger los cimientos, es decir, la remuneración pecuniaria y la estabilidad, una tendencia que, a partir de los años 2000, avivó la psicología positiva. Su reflexión contrasta ligeramente con los datos de Infojobs, basados en una encuesta hecha a casi 5.000 personas, quienes manifestaron que, entre los elementos para un trabajo soñado, primaban el reconocimiento y la confianza, empatados con la seguridad en un 73%, mientras que las necesidades básicas sólo importaban al 54% de los entrevistados. 

Hacia otro paradigma

Es difícil inferir si el segundo plano del dinero responde a la influencia del marketing corporativo, a las identidades neoliberales forjadas en la creencia de que cada hombre o mujer es su propia empresa, o una mudanza en los valores sociales que sitúa el bienestar relativamente alejado de lo más tangible, el grosor de la cuenta bancaria. Lo cierto es que, cada vez más, nos preguntamos por qué y para qué trabajamos o, como en el libro del antropólogo David Graeber, qué utilidad comunal representan nuestros Trabajos de mierda (2018).

La precariedad reinante –hasta el punto de que muchos ciudadanos activos no llegan a fin de mes– añade otro matiz de complejidad respecto un desempeño que ya no garantiza montarse en el llamado ascensor social y, por tanto, trastoca las prioridades existenciales. En este escenario, medidas dirigidas a trabajar menos, como la jornada semanal de cuatro días, que se puso en marcha puntualmente en Valencia con impactos favorables en cuanto a la salud, la conciliación, el disfrute del tiempo libre, la alimentación y la calidad del aire, tal vez caminen en la dirección correcta, hacia otro paradigma. El salario emocional, acompañado de sus correspondientes derechos, podría considerarse entonces como el síntoma de un universo voluble, de empleabilidad tan competitiva como tambaleante, que requiere nuevas definiciones de bienestar colectivo.

Este texto fue publicado originalmente en La fàbrica digital

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Comentarios
  1. A la que dejas de ser absolutamente obediente y útil a la empresa, ésta sabe como deshacerte de tí.
    Te ves sola. Lxs compañerxs te dan la espalda.
    Están bien enseñados y entrenados en prácticas como el mobbing y si es necesario incluso contratan a profesionales para que te hagan trabajos aún más negativos.
    Es la experiencia que yo viví.

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