Cultura
Historias en la tierra
La arqueología está, hasta cierto punto, de moda; vuelve a estarlo como lo estuvo en el siglo XIX, el de las construcciones nacionales, de todas las cuales fue característica la sacralización de yacimientos, convertidos en templos de la diosa nación, analiza el autor.
Dos rostros quebrados y recompuestos, con gráciles facciones de mujer, nos miran con serenidad desde el fondo de los siglos. Las cabezas tartésicas, recién halladas, del yacimiento pacense de El Turuñuelo, en Guareña (Badajoz), nos cautivan con el embrujo de esa paradoja característica de los tesoros arqueológicos: nos resultan, a la vez, mareantemente pretéritos y desconcertantemente presentes. Sus fotografías han circulado mucho por las redes sociales. Lo han hecho poco tiempo después de que sucediera lo mismo con otro gran hallazgo: el de la mano de Irulegi, en Navarra; una placa de bronce del siglo I a. C. con una inscripción en antiguo aquitano o lengua vascónica, un antecesor del euskera moderno. La primera palabra de la misma, sorioneku –la única traducida por el momento al ser fácil de equiparar con el actual zorioneko (“de buena fortuna, de buen agüero”)– se convirtió al instante en un tótem: con la mano de Irulegi se han hecho camisetas y toda clase de mercaderías.
La arqueología está, hasta cierto punto, de moda; vuelve a estarlo como lo estuvo en el siglo XIX, el de las construcciones nacionales, de todas las cuales fue característica la sacralización de yacimientos, convertidos en templos de la diosa nación. Si la joven Grecia excavaba las ruinas de Olimpia, España hacía lo propio con las de Numancia, y ambas buscaban lo mismo: lugares que confirieran a la nación la resonancia de lo remoto. Hallazgos como la Dama de Elche se volvían emblemas, iconos, como la mano de Irulegi ahora. Y si bien ya entonces se sentaban las bases de una arqueología científica, preocupada por el contexto de sus descubrimientos y su elocuencia acerca del pasado en toda su complejidad, triunfaba la noción anticuaria que más tarde trasladarían a la cultura pop las películas de Indiana Jones, y nunca ha llegado a deshacerse.
Sebastián Celestino Pérez, codirector de la excavación de El Turuñuelo, sigue encontrándosela en 2023: “La pregunta que siempre nos hacen”, cuenta, “es cuál es el mejor tesoro del yacimiento: si una escultura griega, si los perfiles etruscos, si las caras… Y siempre decimos que, realmente, el tesoro es la arquitectura del edificio, porque nos dice muchas cosas: técnicas constructivas, mano de obra utilizada, etcétera”.
No sólo la arqueología es algo más que buscar tesoros, sino que no es principalmente eso. El arqueólogo Alfredo González-Ruibal, autor del recién publicado Tierra arrasada: un viaje por la violencia del Paleolítico al siglo XXI, comprende a su vez que “hay cosas tan llamativas que es imposible que la atención no se centre ahí”, pero lamenta –elogiando como excepción al popular divulgador Puto Mikel– que “en los últimos 60 años ha habido debates teóricos en arqueología muy profundos, que han revolucionado la disciplina, y eso raramente llega: perspectivas sobre el concepto de la materialidad, las cuestiones de género, etcétera».
De la visión Indiana Jones habla asimismo Virginia Mota San Máximo, arqueóloga de la Asociación Memoria y Justicia de Salamanca, lamentando que «niega la importancia del método. Da la sensación de que la arqueología es, primero, una aventura; segundo, que siempre vas a sacar cosas guais y lo demás no importa; y tercero, que lo que haces es un hallazgo casual, cuando excavar conlleva un trabajo grandísimo, no es un hobby”.
El problema se presenta cuando no se trata simplemente de que los medios impongan un filtro Indiana Jones a la crónica de la arqueología, sino que tal visión afecte, si no al cómo se excava, sí al qué. Crónicamente infrafinanciada, dependiente de subvenciones y benevolencias políticas, la arqueología ve –manifiesta González-Ruibal– cómo “se supone que prima el proyecto científico, y en los planes estatales es así, pero cuando se trata de arqueología española en el extranjero, la financiación suele ir a proyectos más clásicos: por ejemplo, los de egiptología, que muchas veces no aportan gran cosa, pero es Egipto, y hay momias y tumbas”.
No seducen lo mismo los, sin embargo, importantes proyectos de arqueología contemporánea en los que participa González-Ruibal, que incluyen la excavación de un poblado chabolista del Vallecas de los setenta, el campo de concentración franquista de Jadraque o las infraviviendas de los obreros del Valle de los Caídos. Excavaciones especiales, que rescatan un pasado con protagonistas vivos; que confirman sospechas escamoteadas por la documentación –como las dantescas condiciones de vida, alimentación y trabajo de aquellos esclavos a los que la propaganda franquista decía tratar con mimo–, y que a la fría virtud del conocer –apunta González-Ruibal– añaden la del reconocerse.
Hay excavaciones, como las citadas o las exhumaciones de la memoria histórica, que despiertan la animadversión de las derechas por motivos obvios; pero los arqueólogos no solo se topan con rencillas y obstáculos cuando se ocupan del franquismo. Incluso un pasado tan remoto como el tartésico puede suponerlos. Que sea extremeña la tierra de las Historias en la tierra –título del Carandini, un manual de referencia– que relata El Turuñuelo no fue, apunta Celestino, plato de buen gusto para algunos que, fuera de Extremadura, sentían que se les estaba arrebatando algo: “Cuando aparece no solamente el Turuñuelo, sino otras excavaciones, como Cancho Roano, también muy importantes, y decimos que este tipo de edificaciones deben de ser tartésicas, nos cuesta decirlo y defenderlo. Los primeros que se sienten un poco ofendidos son los andaluces: es como si les robaran algo que todo el mundo identifica con ellos. No se roba nada: simplemente parece una cultura mucho más amplia, que llega hasta el Guadiana y ya está. Pero entran ahí las emociones nacionalistas”. La arqueología es identidad de un modo que Celestino también se topó en Mérida: “Me di cuenta de que todo el mundo se identifica y hace fiestas de lo relacionado con Roma, pero no quiere saber nada de los visigodos, los árabes o tan siquiera los cristianos”.
¿Hay una ola conservadora abatiéndose también sobre la arqueología, como la hay permeándolo todo en este momento, cada vez más retrotópico? A juicio de González-Ruibal, no, aunque con un pero. “La arqueología histórica”, reflexiona, “nació en buena parte como reacción a los relatos conservadores”. Su objetivo era estudiar a los esclavos, a las mujeres; buscar las voces de esa gente olvidada en los relatos hegemónicos. Así que no existe realmente, por ahora, una arqueología reaccionaria. Lo que sí existe es una arqueología neopositivista, que no es tanto que vaya a buscar tesoros sino decir “yo no me meto en política y lo que tengo que hacer son analíticas, isótopos de ADN, ceñirme a los datos y olvidarme de contar historias e interpretar el pasado”. Una parte de esa arqueología es muy fácil de manipular por la extrema derecha, con el tema de las migraciones y el ADN. Y con eso sí hay preocupación.
Preocupa asimismo otra forma, más espuria, de búsqueda de tesoros: el detectorismo, moda creciente propiciada por el abaratamiento de los detectores de metales, que ya resulta devastadora. Mota advierte de que “si no se regula, va a terminar con muchísimo patrimonio. En países como Bélgica o, sobre todo, Gran Bretaña, los piteros ya han terminado con todo”. Recuerda esta arqueóloga que “El País sacaba hace poco un artículo, pagado convenientemente por Amazon, promocionando los seis o siete detectores de metales más económicos. Hay asociaciones de detectoristas que quieren que se regule, pero ¿cómo se va a regular eso? Quieren que se quite la mala fama de su hobby, como dicen muchas veces. Cada vez está más tolerado y mejor visto. Incluso se hacen talleres para niños”.
La precariedad es la nota abrumadora en este gremio. Un lamento recurrente entre los arqueólogos es el de cómo su disciplina se limita, con demasiada frecuencia, a las intervenciones urgentes, cuando aparecen restos al desventrar la tierra para tender una autopista, una vía de AVE o un centro comercial. Es difícil especializarse y desgraciadamente habitual el trabajo por amor al arte, en excavaciones en las que –deplora Mota– “se curra a destajo, de sol a sol, por un plato de comida y un colchón”. El sindicato CNT de la Comarca Sur Madrileña ha sido pionero en abrir una Coordinadora de Arqueología con este banderín de enganche: “Probablemente has sido falsa autónoma, voluntaria acosada y explotada en una excavación de verano, un peón/auxiliar bajo el sol de agosto sin agua ni sombra porque “así trabajan los arqueólogos”, al que se le suman los clasismos propios de las cadenas de mando empresariales; un estudiante desesperanzado sin perspectivas de futuro hastiado de la competición y el feudalismo universitario o una investigadora que, durante años, ha trabajado 60 horas semanales para apenas llegar a un alquiler humilde».
Mota ha conocido la inseguridad aparejada a los caprichos y vaivenes de quienes detentan el bastón de mando: «Yo me quedé sin trabajo en este área», cuenta, «por desavenencias en cuanto a la gestión de un sitio Patrimonio Mundial con los nuevos gestores. Teníamos concepciones diferentes de todo: de la arqueología, del arte rupestre, de la gestión cultural y de lo malo que es vender humo». Se depende del interés y la sensibilidad de quien no tiene por qué tenerlo, suscribe Rodrigo Villalobos, autor de Comunismo originario y lucha de clases en la Iberia prehistórica y otro arqueólogo que no ha podido especializarse en su pasión. Villalobos forma parte de reducidos equipos universitarios que emprenden proyectos muy modestos en colaboración con asociaciones culturales y pequeños ayuntamientos. Para ello, hay que convencer a los alcaldes, sin que su ideología haga predecible su benevolencia: ejemplifica Villalobos la estupenda relación trabada con sendos alcaldes zamorano y burgalés, el uno de un partido de izquierdas llamado Alternativa Socialista de Quiruelas, el otro del PP, en Sargentes de la Lora, y la mala tenida en cambio con regidores del PSOE, puntualizando que esto no pretende ser una estadística rigurosa, sino la expresión de una experiencia personal.
Al albur de todos estos caprichos y peligros, miles de historias aguardan bajo la tierra su momento para ser contadas; para el sorioneku, la buena fortuna, de salir al sol del futuro y mirar a los ojos a los hombres y mujeres del presente.