Cultura | Opinión
La lengua del río
"Un día yo también quise hablar de vacas y aprendí, como muchos navarros huérfanos de nuestra lengua, el viejo idioma", escribe el cineasta Oskar Alegria.
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Dos campesinos en un ancho río, cada uno desde su orilla, hablando sin gritarse, tienden de lado a lado un puente de palabras. Las sílabas vuelan sobre el agua. El diálogo supera la frontera líquida que los divide. La corriente sigue su curso. Es la hora del Ángelus.
-Behiak honat pasa dira, Mitxarrakako iturrirat.
-Nola? Arratsaldez joanen niz eta ekarriko ditut. Zenbat dira?
-Bost ikusi ditut, zezena ez.
Es la primera imagen que tengo de esa lengua, el vasco, el euskera, primera imagen y primer sonido. Mezclada con el agua golpeando las piedras. La lengua del río. Así fue para mí desde la infancia, en Artazu, el pueblo de mis padres, que no la llegaron a hablar, la perdieron desde generaciones anteriores, cuando en ese mismo lugar y en la edad de Cervantes un visitador del gobierno se tenía que volver a la ciudad al no hallar en la parroquia al único habitante bilingüe, el cura.
Por entonces, el resto de la población de este pequeño pueblo de la zona media de Navarra desconocía otra lengua que no fuera la “navarrorum”, como aparecía consignada en los viejos papeles del Reino. Un día, un año, hace un siglo, vino hasta aquí desde París el príncipe Louis Lucien Bonaparte y en sus estudios de filología se enamoró de todas aquellas palabras ancladas en las montañas. Bajo las piedras de nuestro pequeño pueblo encontró una manera tan larga como curiosa de llamar al escorpión: ogeitalauordukoapoa, “el sapo de las 24 horas”. Y marcó Artazu en su mapa de dialectos como el punto más al sur donde la lengua resistía en su tono verde. Como una lágrima que descendía desde el norte.
Un día mi padre recogió en un pequeño diccionario 257 palabras antiguas, en riesgo de desaparición, la mayoría de ellas restos de aquel viejo euskera del lugar. El libro salió de la imprenta con una grapa en el lomo. Siempre he pensado en que tras esa grapa se escondía todo un manifiesto, un libro como una ofrenda y con un único cometido nada pequeño: salvar del naufragio las últimas palabras de su universo. O por lo menos la última de las últimas, la que empezaba por z y u, zumiriki, “la isla en el centro del río”.
Pero estábamos en el río. Como esa isla. Que estaba porque ya no está, por lo menos a la vista. Hoy ese zumiriki donde jugábamos en nuestra infancia yace sumergido bajo el agua tras la construcción de una gran presa. No hay que ser muy llamazares para sacarle una metáfora a ese regalo envenenado del progreso. La isla, como la lengua, quedó sepultada, a cinco metros de la superficie. Pero sus enhiestos árboles se mantienen como señales fantasmas en medio del agua. Siete álamos temblones que reciben el bello nombre de zunzun, por el agitado del viento en sus hojas y copas, todavía hoy audible. Ligeramente.
Y no lo hemos dicho pero los hablantes del río eran Francisco Albistur Albistur y Vicente Barberia Aranguren, con sus dos apellidos, por aquello de que una lengua es siempre más materna. Y no lo hemos dicho, pero los dos eran los dos últimos conocedores de ese idioma en estos parajes, donde vivían divididos por el gran río. Cada uno había venido de un valle más norteño y mantuvieron entre ambos aquella lengua moribunda en la que sus madres rezaban el rosario y les susurraban las nanas. En sus pequeñas conversaciones del río, siempre a la hora del Ángelus, nunca faltaban a esa cita con el paisaje. Sin relojes, guiados por sus sombras, salían puntuales en su descanso del campo y hablaban de vacas, de viejas carboneras y de nuevas trampas para cazar conejos.
Vicente murió antes que Francisco. Siempre he querido imaginar esa última noche. La que Francisco pasó en su caserío aislado al ver que su compañero del río no aparecía una mañana a la cita. Vivía solo en el monte, sin electricidad ni agua corriente, rodeado de cien vacas. Aquel día una luz que no entendemos se apagó en su interior. Se dice mal “el último hablante de una lengua”, cuando el que se queda solo con ella ya no tiene con quien hablarla y queda mudo para siempre. Nunca hay un “último hablante”.
Un día yo también quise hablar de vacas y aprendí como muchos navarros huérfanos de nuestra lengua el viejo idioma. Y lo hice para hablar con mis fantasmas. Sin más manifiestos. Recordando aquella grapa del diccionario de mi padre. Una lengua que ha exportado al mundo las palabras bizarro y silueta, y que mantiene algunas de sus 127 diferentes formas de decir mariposa, merecía para mí un escenario tan creativo como vital. Y un día volví al río y al otro lado apareció Fernando, el nuevo propietario del caserío de aquel “penúltimo hablante”, y entre los dos volvimos a hablar de orilla a orilla una lengua que en nuestras familias se había perdido y olvidado. Recuperamos sus palabras cargadas de aire y hablamos sobre una vaca que todavía queda viva por allí, descendiente del ganado de Francisco Albistur Albistur, una vaca rebelde que escapó del camión de un salto cuando se llevaban a sus compañeras al matadero y que todavía sigue paseando en solitario por el bosque, cada vez más escondida, allá en su lejanía verde.
Lo Congreso reconoixe formalment el plurilingüismo d’o Estau espanyol.
La portavoz de l’ultraderechista Vox ha buscau l’enfrontinamiento con o deputau de Sumar Aragón, Jorge Pueyo, cuan este ha utilizau l’aragonés dende la suya cadiera indicando que “nos han estau censurando y reprimindo tota la vida. Yo no he puesto estudiar en a mía luenga y los aragoneses no tienen dreitos lingüisticos plenos”.
“No deixaré de decir tontadas -jautadas- como me dicen per aquí”, ha continau Pueyo en referencia a las faltas de respecto dende las cadieras d’a ultraderecha, y ha tornau a pedir respecto “a totas las luengas. No i hai una luenga común, sino muitas luengas comuns”, ha apostillau.