Internacional
En búsqueda de la última víctima
CRÓNICA DESDE MARRUECOS I La ayuda humanitaria oficial empieza a llegar a los pueblos del Atlas, aunque aún la mayor parte de los enseres que se reparten son de la sociedad civil.
Hace dos horas que Habiba ha recuperado el cuerpo de su único hijo, de siete años. Lleva dos días enterrando a su padre, a dos hermanos, a dos cuñadas, a un sobrino y, ahora, a su hijo. Todos ellos han sido desenterrados por sus vecinos, salvo el niño, cuyo cuerpo han recuperado los militares que han llegado, como a otros pueblos del Atlas, tres días después de que tuviese lugar el terremoto más grave registrado en Marruecos.
Una periodista asalta a Habiba cuando conoce su caso, ordena a su cámara que la enfoque, a su traductor que la dirija hacia donde fueron hallados los restos. Allí, la excavadora sigue removiendo los escombros en búsqueda de la última víctima identificada en este pueblo, donde el terremoto provocó la muerte de más de 60 personas. La periodista exige saber hasta el último detalle que rodeó al momento del seísmo. De repente, entiende, que la mujer, prácticamente, acaba de ver a su hijo muerto.
–¿Guardaba alguna esperanza de que siguiese vivo después de tanto tiempo bajo los escombros?, pregunta en inglés.
El traductor la mira, no cree haberla entendido bien.
–No puedo hacer esa pregunta, es muy dolorosa, le responde el hombre.
–Do it (hazla), le responde.
Entonces, Habiba se derrumba, llora, la periodista la consuela tocándole el brazo, justo antes de dirigirla de nuevo a la zona donde se acumulan los escombros, le dice al traductor que se aparte para que la camarógrafa ruede una aparente conversación entre ellas. Hace ir y venir a la superviviente para grabar tomas durante más de veinte minutos más. Hasta que considera que ya tiene suficiente para su pieza y libera a Habiba, cuya mirada trasluce que está en algún sitio más cercano a sus muertos que a algunos vivos.
También en medio de las crisis humanitarias hay un periodismo que daña, que se ensaña con las personas en su momento de mayor vulnerabilidad. Es mucho peor que el periodismo basura, por mucho que se disfrace de reporterismo internacional: retorcer el dolor de una madre para ganar audiencia también debería ser un delito de lesa humanidad.
A unos metros, observa la escena su prima Ouimaima Govirgane. Tiene 17 años, quería ser profesora de inglés, y ahora sólo puede pensar en que la mitad de su familia ya no existe. Su abuela, una anciana ciega a sus apenas setenta años, es el centro de una nube de mujeres arremolinadas en una carpa por la que no dejan de pasar vecinos para darles el pésame. En Ouirgane, un pueblo de 7.000 habitantes, la devastación es total. Este paraíso turístico, reconocido por estar en una reserva natural, empieza a oler a muerte.
El silencio se hace cuando los militares consiguen recuperar de entre los escombros el cuerpo de una mujer de treinta años. Como con el niño de Habiba, no ha sido hasta que han llegado las excavadoras que han podido acceder a sus restos. Los soldados, protegidos con mascarillas, han envuelto su cuerpo en una manta roja y lo han cargado en una camilla hasta una planicie en la que un imán y decenas de hombres han rezado. Junto a ellos, policías y gendarmes guardaban silencio con las cabezas descubiertas y bajas. Acabada la breve ceremonia, los soldados han salido corriendo para seguir buscando a la última víctima.
En un edificio de dos plantas, el bulldozer abre las entrañas de un edificio mientras, delicadamente, los oficiales apartan muebles y alfombras. Buscan a la última persona identificada como desaparecida. Un soldado recuerda a la periodista que “los miembros del Ejército no tienen autorizado hablar con nadie” y un jefe le recuerda que eso significa que deje de hablar con ella. Son miembros de la Unidad de Salvamento y Socorro, la que han esperado durante todo el fin de semana en buena parte del Atlas, donde han sido sus propios habitantes los que han tenido que rescatar a sus seres queridos y vecinos con azadas y con sus propias manos. Así se han repartido las últimas 72 horas los hombres del pueblo: excavando, rezando y enterrando a los muertos.
A unos metros de allí, Lahcen Jedabaca señala el lugar en el que su mujer quedó sepultada. Su dormitorio es ahora un patio a cielo abierto en medio de los pocos muros en pie que quedan de la casa. Fue él mismo, con sus ochenta años y un cuerpo de pajarito, el que, junto a su hijo, retiró cascotes durante 20 horas hasta poder desenterrar a Zahera. De debajo de la chilaba agujereada extrae una bolsa pequeña. Contiene todo lo que ha salvado: sus documentos de identidad.
El agua corriente está contaminada después de que el seísmo hiciera estallar las tuberías y, aun así, marrón, muchos vecinos se ven obligados a utilizarla para asearse. Las carreteras que comunican Marrakech con este y otros pueblos del Atlas se han convertido en canales de ayuda humanitaria: cientos de camiones militares, de furgonetas de todo tipo de establecimientos y de coches particulares avanzan llenos de agua, mantas, colchones y comida. La ayuda humanitaria oficial empieza a llegar, aunque todavía la mayor parte de los enseres que se reparten son de la sociedad civil. “Somos nosotros quienes estamos lo que debería estar haciendo el Estado”, espeta una joven de larga melena negra y grandes gafas de sol que está coordinando el reparto de ayuda.
En el Hospital provincial de Al Houz, en la población de Tahanout, a una hora de Marrakech, se ha habilitado una zona de tiendas de campañas para atender a las víctimas del seísmo. Este lunes seguían llegando continuamente ambulancias con niños heridos, con la mirada perdida. Proceden de las zonas más alejadas, adonde empiezan a llegar los servicios sanitarios y el Ejército. “Mi hija se rompió el brazo y no hemos podido venir hasta hoy. La carretera estaba cortada por las rocas”, explica Fátima antes de que la seguridad del hospital nos eche del patio convertido en sala de espera.
A veinte minutos, Azro se ha convertido en un campo de refugiados. Las casas, escarpadas sobre la montaña, se han desmoronado y sus sesenta habitantes se han tenido que trasladar a tiendas improvisadas con trapos y palos a orillas del río. La de Fatiha sepultó a su padre y a su abuelo. “Mi hermana, mi madre y yo cenábamos en la cocina. Mi padre acababa de irse a la cama. Si se hubiese quedado unos minutos más estaría vivo”.
La joven estudia Biología y Enfermería y su hermana el Bachillerato. Ahora saben que dependerán de la ayuda familiar hasta que se pongan a trabajar. Sus estudios han pasado a convertirse un lujo que no se pueden permitir. Las consecuencias del terremoto durarán años y atraviesan todos los ámbitos. “Era mi padre el que nos animaba a estudiar para tener vidas buenas e independientes. ¿Y ahora?”, se pregunta esta muchacha de veinte años.
Monarquía marroquí vs monarquía española . Exactamente iguales , pues da lo mismo que da igual …
Mi sincera solidaridad con el pueblo marroquí .
Salud.