Cultura
Una rubia muy legal
«Con el retrato de los personajes masculinos, la película abrió melones tan importantes como el del acoso sexual y la violencia machista», analiza la autora
Este artículo forma parte la revista #LaMarea86 (enero-febrero 2022). Puedes conseguirla aquí.
No sabría decir cuándo se me cayó el primer diente pero sí la primera vez que vi Una rubia muy legal –en 2002, un año después de su estreno en cines y gracias al videoclub de mi barrio–. Siempre he pensado que mis primeros recuerdos son como los primeros dientes: de leche. Los he ido perdiendo y, en su lugar, han nacido otros más robustos, con raíces más fuertes y largas. Prefiero mudar las ausencias de mi infancia –como si fuesen huesecitos temporales de mi cuerpo– y sustituirlas por las presencias, aunque sean las de personajes de ficción: la imagen de Elle Woods, pidiendo que la tomen en serio –rubia, vestida de rosa y con su voz chillona– hizo más por mí, en cuanto a educación emocional, que el colegio. Supongo que las feministas de verdad han leído a Simone de Beauvoir en la adolescencia y yo he visto Una rubia muy legal. Se podría decir que mi feminismo es un tropiezo reiterado. Oops, I did it again.
No tuve amigas imaginarias, pero sí amistades imaginadas: en mi cabeza, Elle Woods, Josie Asquerosi, Buffy Summers, Willow Rosenberg, Laney Boggs, Kimberly Wallace, Arancha, Valle y yo éramos todas amigas de un mismo grupo. Compartíamos pupitre y quedábamos después de clase para ponernos purpurina. Sí, queridas, el brilli brilli, como el rosa, son armas revolucionarias porque con ellas reafirmamos nuestra presencia en un mundo que nos desprecia y nos aboca a la oscuridad. Llamamos la atención porque así nos hacemos reconocibles las unas a las otras.
La defensa de la estética feminizada es donde reside uno de los mayores potenciales de Una rubia muy legal, cuya tercera parte, por cierto, ya se está fraguando. Fíjense en cualquier parlamento o despacho de abogados, por citar dos entornos asociados históricamente copados por hombres. Todo gris, todo americanas, todo pantalón. En definitiva, el traje masculino como medida universal. Digo más: lo teóricamente neutro no es sino la extensión de lo masculino. Que para que seamos respetadas, o tomadas en serio, debamos asumir estos códigos estéticos dice mucho de la penalización del universo femenino. Por ello, no podemos más que admirar a Elle Woods cuando se reafirma, de cara al juicio final, en su icónica vestimenta rosa para ejercer de abogada a pesar de que es consciente de la credibilidad y la legitimidad que pierde por ello.
La película no va del empoderamiento femenino que nos venden ahora las business women, sino de poner en valor aquello que nos han dicho que solo era pura opresión y que teóricamente limita nuestro camino a la igualdad. Nadie ha escrito tanto sobre esto como la periodista feminista Alba Correa. Hace un año publicaba en su cuenta de Twitter un alegato contra la misoginia que supone el desdén hacia esta herencia cultural: “Podríamos trabajar en respetar la carga identitaria de aquellos que se reconocen como femeninos o femeninas en algún grado. Resignificar lo codificado como femenino como algo digno, liberarlo de lo que el sistema ha hecho de sus elementos”.
También Correa escribía en Vogue lo siguiente: “Como un rito iniciático, dejar atrás la purpurina, las emociones, el rosa y las faldas de vuelo, la vulnerabilidad y las dudas, era un paso necesario antes de asumir cualquier responsabilidad en el mundo capaz de igualarte con tus colegas varones”. Eso sí, no puedes abandonar la feminidad del todo porque son los hombres los que fijan las posiciones de poder respecto a la diferencia. Por eso también son penalizadas las bolleras que performan la masculinidad. De algún modo, lo que el patriarcado les indica es que están performando demasiado algo que no les corresponde.
Una de las mayores apuestas de la película es permitir que Elle sea lista gracias, en gran parte, a sus conocimientos femeninos. Los saberes de nuestras madres, abuelas y tías nunca han tenido estatus ni reconocimiento. Así, se las ha retratado como sujetos ignorantes que no habían adquirido el conocimiento académico formal, aquel producido por los hombres. La protagonista de Una rubia muy legal gana el juicio al descubrir que la testigo principal está mintiendo en su coartada, asegurando que en el momento del asesinato estaba duchándose: ¡nadie se lava el pelo justo después de hacerse una permanente porque los rizos se irían al carajo! Con este detalle, que solo resulta obvio para Elle, la narrativa pone de manifiesto que nosotras también manejamos un capital cultural válido y valioso.
Quizá el personaje que mejor evoluciona es el de Vivian Kensington, quien se promete con Warner después de que este rompa con Elle por ser una chica más bien para divertirse que una chica con la que comprometerse. Lo respetable frente a lo ridículo. El clásico mito de dos mujeres compitiendo por el mismo hombre se va a pique cuando Vivian se da cuenta de que aunque se amolde a las exigencias masculinas, nunca la dejarán subir a la casa del árbol, ese club selecto en cuya entrada cuelga un cartelito que dice: “Chicas no”. El relato más extendido es el de la competitividad entre tías por ser la elegida, pero el más común, en realidad, es el de chicas que se hacen amigas después de liarse con el mismo pavo mediocre. Como Vivian y Elle.
Con el retrato de los personajes masculinos, la película abrió melones tan importantes como el del acoso sexual y el de la violencia de género. La peluquera sometida a maltrato psicológico por parte de su ex o el gran profesor e importante abogado que le insinúa a Elle que para promocionarla tendrá que acostarse con él, por desgracia, son situaciones que siguen de actualidad dos décadas después de su estreno.
Me molesta que aquello que consideramos feminista sea solo lo que se enuncia como tal. De cría fantaseaba con que Elle Woods fuese mi amiga porque había una intuición sin verbalizar a la que ahora sí pongo palabras: es esa persona que te contagia su autoestima, construyendo una autonomía necesaria para iniciar una revolución interna que desemboca, accidentalmente, en un reconocimiento político como feminista.
Es aquella que te hace las uñas o te da consejos de belleza mientras pone orden a todos los traumas que brotan casi sin querer cuando alguien te mira con cariño y cuidado. Lo que algunos consideran mera superficialidad no es otra cosa que reparación. Como Elle, ya no tenemos que impostar una seriedad que, a veces, no nos corresponde. O como ella misma dice en la película: “Basta de intentar ser algo que simplemente no soy”.