Cultura
‘Cambio de divisa’, por Azahara Alonso
El rincón para la creación literaria de El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Con Azahara Alonso
AZAHARA ALONSO
«Ojalá estuviera dando tumbos por París / en lugar de estar dando tumbos por Nueva York», escribió Frank O’Hara. Y seguía con palabras que son más atractivas que sus referentes. Incluso, diría, sus referentes se hacen atractivos por cómo los nombran las palabras. ¿Qué son Sutton o Beekman Place más allá de las letras? ¿Qué importa no haber estado nunca allí? Lo mismo para el Bronx, para el Upper East Side o para tantos sitios que he buscado en el satélite como una inversa Caperucita en Manhattan, yo en el aire de la pantalla, ella en el subsuelo de la página. Lugares en los que nunca he estado y en los que nunca estaré.
Llega el verano y si me preguntan a dónde quiero viajar, juro que a 1971. Claro que si tengo que ir a la orilla de enfrente tampoco me parece mal, porque en las fotos de mi pared hay siempre agua y todo es cuestión de perspectiva. Cruzo de la forma que me ordenan y me instalo, aunque asiento cuando me dicen que todo es un dormir de paso. Dispongo las cosas como si fueran a servirme perpetuamente, pienso en la importancia de estar, pero todavía no resuelvo si se puede encarnar un lugar al habitar su nombre, al atravesarlo o al poner en hora mi reloj en su destino para que el tiempo coincida con la luz. Desde el hotel huele a verano, con el sol que parece amable, su siesta en celofán, la tarde desdibujada. Creo que no merezco tanto cielo solo a cambio del gesto de abrir la ventana y, como desconfío de que el buen tiempo me sitúe en el reflejo de su buen humor, salgo a la calle para comprobar si soy de aquí. En la mesa de al lado las jóvenes trabajadoras toman copas sin prisa hoy, pleno lunes, mientras se sorprenden por que las playas existían antes de que las pisaran, por cómo no ha hecho falta construirlas sobre el plano. La conversación se aligera y hablan mal de alguien que no está. Ocupación, qué palabra, lo mismo vale para el oficio que para la guerra.
O’Hara me parece demasiado. Eso me digo ahora, en este dar tumbos con él, para evitar el pudor de lo que de veras me agrada, la rabia de llevar siempre el mismo libro y olvidar los pasatiempos. Y es que es así, las cosas que nos gustan tienen una doble cara, la confesable y la disimulada, y a salvo de algunas excepciones, una norma no escrita dice que los gustos deben envejecer con nosotras y caérsenos como una piel que ya no sirve. Me conmueve entonces la luz de las farolas, que hace que la ciudad parezca confundida, y me es imposible comprender de una sola vez la palabra circular, por eso quiero arrancar todos los relojes de aquella casa, para que deje de estar regida por el tiempo mientras no haya cuerpos en ella que giren con los días. Y como todo viaje es recuerdo, me pregunto qué soy ahora, cómo generaré la postal de mí misma si cada momento siempre es el centro mismo de la Tierra, su magma invariable. Cuesta creer que la vida buena no sea la verdadera, porque al final hay que volver. En el reencuentro: guapos, relajados, sacados de contexto, posibles otros que precisamente en ese relato del retorno —entusiasmo de consolación— cancelan toda posibilidad. Bienvenidos de nuevo a la versión oficial de ustedes mismos.