Cultura

‘Una casa, una codicia, un personaje’, por Eva Cruz

El rincón para la creación literaria de El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Con Eva Cruz.

Detalle de la ilustración De Alba Casanova para 'El Periscopio' de #LaMarea93. Puedes verla completa al final del texto.

EVA CRUZ

Donde hay una casa puede haber un deseo de anidar o una codicia. No siempre son fáciles de distinguir. Esta casa era muy antigua, y eso la hacía bella, pero también frágil. La casa crujía, se desmigajaba, sus estructuras vencidas por tres siglos, puede que cuatro, eso no se sabe. Se ubicaba en el trópico y por eso en las ventanas no hacían falta vidrios, y el pasillo discurría por el aire siempre cálido. Crecían mangos en el patio y las ramas entraban por las habitaciones, como en una casa en un árbol donde se escondieran los niños. Despertar en la casa era despertar con la luz, cantaban pájaros, eran tan leves las separaciones entre fuera y dentro que la casa parecía existir apenas, y sin embargo ocupaba una parcela grande de suelo y tenía un valor en dinero. Un dinero incalculable, porque la propiedad requería grandes inversiones o pronto sería solo su suelo. Tal vez valiera más como suelo. Como casa corría riesgo de convertirse en una inversión interminable, un agujero  donde enterrar el dinero para siempre. Hacía falta una idea de rentabilidad. Al fondo de esa casa había un personaje que no tenía muchas ideas, aunque sí recuerdos. Hacía muchos años, a ese cuerpo, carne redondeada y luminosa, habían empezado a llamarlo Labardó, como a la estrella francesa. Una mujer mirada, sobre la que se proyectaban ideas de peligro y de fatalidad, un agujero donde enterrar el deseo. Labardó conocía, por tanto, el deseo de los demás, y en aquel momento sentía sobre su casa esa misma codicia. Su instinto siempre había sido ceder para sobrevivir, y su casa era tan abierta, las tapias tan bajas, los títulos de propiedad tan confusos… Labardó sentía que no tenía aliados. Llamó a su hijo, Mauro, que vivía en la ciudad. 

—Se me cae la casa encima, Mauro. ¿Cuándo vienes? Si no arreglamos el tejado me la van a quitar. Una rama está quebrando la viga. 

—Te dije que podaras. 

—¿Tú quieres a tu madre subida a los árboles, Mauro? 

La imagen de su madre subida a un árbol era grotesca, en efecto. Y además la llamada rescataba a Mauro de una vida que cada vez le parecía más equivocada y solitaria, con un trabajo ingrato para el que carecía de aptitudes. Cobró la fianza de su alquiler y pagó un pasaje al trópico remoto, a la casa de su infancia. Labardó estaba muy gorda, apenas salía de su casa, instalada en una paranoia contagiosa para la que Mauro pronto sintió que había razones. La habían envidiado cuando era una estrella y su caída no les despertaba ninguna piedad. Y ahora venía el hijo de la ciudad, con su palabrería. Esa casa, pensaba el pueblo, está pidiendo tierra. El pueblo codiciaba el solar, lo merecía. Labardó siempre se creyó marquesa, y el hijo le había salido maricón. Putos modernos. Miren a Mauro con una sierra eléctrica entre las manos, un objeto que ha visto solo en películas de sangre. Ahí subido al árbol, motor encendido, humo y rugido de terror, entiende que tampoco para esto tiene aptitudes. Labardó y Mauro encerrados en aquella casa moribunda, sin dinero ni ideas, con un arma homicida en la mano. Y entonces Gaspar, que había sido su profesor de yoga, llamó a Mauro. Había visto las redes sociales de Mauro, su fértil casa en el paraíso, y tenía una idea. Mauro recordó los brazos de Gaspar, el equilibrio perfecto de su sirsasasana, imaginó la sierra en sus manos, su voz pacífica, el vello rubio de su vientre liso, y le dijo: ven. Recordemos que donde hay una casa puede haber un deseo de anidar. O una codicia.

Ilustración de Alba Casanova

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