Cultura

‘Miss a thing’, por María Bastarós

El rincón para la creación literaria de El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Con María Bastarós

MARÍA BASTARÓS

El chico con el que va a fugarse es el más guapo que ha conocido, aunque es verdad que no ha conocido a muchos. Antes, cuando todavía no se había cruzado con él, los corazones de su diario mutaban sin parar de protagonista: el aprendiz del mecánico, el socorrista de la piscina, el hijo de los vecinos. Desde que vio a ese chico, sin embargo, no ha habido espacio para ninguno más. Con él, –lo sabe con una certeza que solo puede emanar de la verdad–, va a pasar el resto de su vida. Por eso a la una de la madrugada se desliza por el pasillo de puntillas; las Nike de imitación en una mano y la mochila en la otra. No lleva muchas cosas: las medias de rejilla por las que su madre puso el grito en el cielo, un cofre de maquillaje, el casete que el chico le grabó y que ha escuchado hasta saberse de memoria. Su prima le ha traducido la canción que abre la cinta: No quiero cerrar los ojos, no quiero quedarme dormido, porque te echaría de menos, cariño, y no quiero perderme nada. A ella le gusta pensar que eso es lo que el chico siente cuando la mira. Más de una vez le ha pillado observándola mientras se hace la despistada, aunque siempre está pendiente de cada movimiento de él, de sus ademanes, hasta de su respiración. Toda su energía se va en interpretarle, como si el chico fuera un idioma desconocido que ella debiera aprender muy rápido. Mientras le mira se olvida de sí misma y luego le cuesta recordar quién es, o si acaso era alguien antes del chico.

Mientras baja las escaleras, la mochila apretada contra el pecho, la luz de tungsteno del exterior ilumina las firmas de sus amigas, trazadas con típex sobre la lona. Le da pena no haberse despedido, pero lo cierto es que no se han portado bien últimamente: la envidian por pasearse de la mano de ese chico, con su pelo rapado al dos y sus sudaderas Adidas auténticas. Nunca sospecharon que sería la primera en conseguir un novio: ella que no es flaca como Inma, ni tiene el pelo liso como Laura, ni los dientes rectos como Claudia. Pronto comenzaron con sus historias: que si el chico andaba con otras, que si no era de fiar, que si quería burlarse de ella. Las mujeres podemos ser muy envidiosas, mucho más que ellos. Lo leyó una vez en la Bravo y no puede estar más de acuerdo, aunque hasta ahora el objeto de envidia nunca hubiera sido ella.

El Opel Tigra del chico está aparcado en la acera de enfrente, las luces y el motor apagados, un caballo neumático que la transportará a su nueva vida. Se marchan a la ciudad, a donde ella siempre ha querido mudarse. Procura no hacer ruido al abrir la puerta. El chico está sentado al volante, con su perfil evidentemente bello pese a la penumbra. En el asiento del copiloto hay otro tipo, uno al que nunca ha visto. Se queda un instante quieta, sin atreverse a preguntar. Delante del chico procura no hacer comentarios inoportunos, meditar unos segundos antes de abrir la boca.

–Siéntate detrás, –dice el chico, y ella obedece como solo le obedece a él. 
En la parte de atrás hay un tercer pasajero, con el pelo decolorado, que sonríe enseñando una pala rota. Ella se sienta y deja la mochila a sus pies, las dedicatorias de sus amigas arracimadas en los tobillos. El chico arranca y nadie dice nada en mucho, mucho rato; ni siquiera ella. Las preguntas le bullen en la boca igual que agua hirviendo. Siente sobre su cuerpo los ojos del tipo a su izquierda; su mirada le pesa como un abrigo mojado. La chica gira la cara, se concentra en el paisaje nocturno. Las luces de la ciudad y todas las cosas que van a pasarle se extienden a su alrededor mudas, brillantes, imposibles de evitar.

Ilustración de Josune Urrutia Asua

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