Crónicas | Sociedad

Nuestra atención ya no es nuestra… y debemos recuperarla

"La atención es también la posibilidad de perderla o no", explica Guillermo Zapata

¿Te has visto alguna vez con el teléfono en la mano sin saber por qué? PXHERE / Licencia CC0

Escasez

En una conferencia grabada el 25 de mayo de 2015 que podéis encontrar en Youtube, Sendhil Mullainathan, profesor de Ciencias Económicas en la Universidad de Harvard especializado en Economía del comportamiento, habla sobre la atención y cómo se organiza dependiendo de las clases sociales. La atención disponible es menor cuando las condiciones materiales son peores. No es porque las personas pobres atiendan menos que las que tienen una situación más desahogada, sino porque, debido a esa condición de pobreza, tienen que atender a algunas cosas que el resto no tiene necesidad de atender. Por ejemplo: ¿Cuánto dinero tengo en el bolsillo? ¿Me llega para coger el autobús? ¿Me dará tiempo a ir de este trabajo a este otro antes de recoger a la cría en casa de mi hermana? ¿Puedo comprarme este lo-que-sea o se me sale del presupuesto del mes?

En esas condiciones de atención, cualquier urgencia desbarata la vida al completo. Y a veces una urgencia es algo tan básico como tener que coger un taxi; o, sin duda, rellenar un complejo conjunto de papeles aportando documentación para recibir algo tan necesario como una ayuda de alquiler.

Mullainathan utiliza su análisis para ayudar a diseñar políticas públicas y para explicar la relación entre pobreza, atención y burocracia. Es habitual que las políticas para personas pobres requieran de muchísimo más papeleo y mucho más control que las del conjunto de la sociedad. Para alguien pobre que solicita una ayuda como el Ingreso Mínimo Vital no existe la “declaración responsable”, sino una suerte de hipervigilancia diseñada por gente cuya atención no suele tener que centrarse en si lleva o no dinero para ir en el autobús.

La atención es, por tanto, un concepto múltiple y escurridizo que depende tanto del tiempo disponible como de dónde tienes que poner el foco para reproducir tu vida al completo. La atención es también la posibilidad de perderla o no. Y es un bien escaso también para quien no se mueve constantemente en entornos digitales. No conviene olvidarlo.

Ojos que ven

El 8 de febrero de 2022, la usuaria de Twitter @naranjalidad comentó que había estado, invitada por Facebook, en un seminario en el que se explicaba qué cantidad y tipo de contenido era necesario generar para despuntar en Instagram y que el algoritmo de la plataforma te reconociera y te diera atención. Lo acompañaba con un cuadrito informativo. A saber: en el feed de Instagram, una publicación diaria; stories de 5 a 8 “por narrativa”; vídeos de IGTV, uno a la semana; directos, uno al mes; y reels, todos los días, no especificaban cuantos. “La clave”, ponía en el cuadrito informativo, “es ser persistente”.

Este trabajo es necesario para conseguir ser visto. Eso quiere decir que es posible que la gente que te sigue no te vea nunca. Ser atendido es existir. Instagram es la única plataforma para decenas de miles de personas que se dedican a actividades entre la cultura, la comunicación y la artesanía. Es un gigantesco centro comercial donde los mejores espacios se ocupan por saturación. Producir esa novedad permanente, trabajar para los ojos que ven, es una doble explotación, para quien produce el contenido y para quien lo consume.

Una canción inédita de Maria Arnal y Marcel Bages dice: “Ofrezcamos nuestras pieles a los seguidores fieles, cíclopes en los ombligos, somos los datos masivos y estos serán nuestros fósiles”. Cada año se dobla la cantidad de imágenes creadas en el conjunto de los años anteriores. El crecimiento es exponencial. Los entornos digitales se podrían definir mucho más por lo no-visto que por lo visto. La basura digital y el almacenamiento de datos ya son un problema de magnitud ecológica. Hemos aprendido a no borrar.

TICs

En uno de los episodios iniciales de Los Simpson, a principios de los noventa, Bart le decía a Homer que lo que fuera a decirle se lo dijera rápido, que él se había criado con la televisión y los anuncios y no podía atender más de cinco minutos. Esos cinco minutos parecen ahora demasiado tiempo. Lo son para nuestro móvil, que nos manda notificaciones bastante más a menudo. Has recibido un WhatsApp, tienes un email, alguien te ha puesto un fav en Twitter, alguien ha comentado tu estado de Facebook, en Tik Tok ha empezado a seguirte no-se-quién, etc., etc.

¿Has estado alguna vez con algún amigo o amiga y ante un silencio en la conversación habéis cogido ambos/as el móvil a la vez? ¿Te has visto alguna vez con el teléfono en la mano sin saber por qué? ¿Has ido a buscar algo a Internet y te has encontrado haciendo otra cosa y olvidando qué era lo primero que ibas a hacer? ¿Tienes cada vez más dificultades para leer un texto largo? ¿Y un libro? ¿La sobredosis de información hace que cuando termina tu jornada sientas que debes agotar al cerebro haciendo algún tipo de actividad monótona y repetitiva?

La aceleración de los impulsos, la multiplicidad de los mismos y las constantes llamadas al despiste van minando nuestra capacidad de concentración. Son los síntomas de una sociedad que tiene tres jornadas laborales: la productiva, la reproductiva y la cognitiva. Una parte importante de nuestro trabajo no pagado consiste en ser los ojos que ven de las máquinas de captar nuestra atención. Eso es trabajo en la medida en que produce riqueza y alienación.

Aprendizaje

Desde hace unos años se ha empezado a analizar de manera profunda esta relación entre redes, atención, tecnología y agotamiento cognitivo. De la enorme producción de literatura a este respecto creo que merece la pena reseñar al menos tres o cuatro títulos que tienen, creo, especial interés. El valor de la atención, de Johann Hari (Planeta, 2023), es el de más reciente aparición y desglosa los elementos de esta pelea de una forma didáctica y útil. Quizás el más interesante de todos sea Cómo no hacer nada, de Jenny Odell (Planeta, 2021), porque propone más bien un desplazamiento de la atención. Aprender a no estar disponible, aprender a persistir para recuperar la atención sosegada y poderla desplegar a través de tecnologías cuya función es el vínculo social y no la extracción de datos o el monopolio de la opinión pública.

Por otro lado, Richard Seymour aporta La máquina de trinar (The twittering machine) (Akal, 2020): un completísimo análisis sobre algunos de los elementos más perversos del desarrollo de las tecnologías de captación de atención. Uno especialmente interesante es cómo a través de la proyección digital se empiezan a aplicar al conjunto de la población la ansiedad y el estrés de la fama sin ninguno de los recursos económicos y de poder simbólico que tienen las personas famosas (dinero, abogados, relaciones con medios de comunicación, poder político, etc.). Me permito recomendar otro que habla de todo esto en primera persona: Atención radical, de Julia Bell (Alpha Decay, 2021).

En nuestro territorio es especialmente relevante la aportación que hace Remedios Zafra a este cruce entre tecnologías, cuerpo, atención, explotación, empoderamiento, etc. Especialmente en Ojos y capital (Consonni, 2015), El entusiasmo (Anagrama, 2017) –quizás el ensayo que mejor condensa sus últimas investigaciones– y, por supuesto, Frágiles (Anagrama, 2021), que es una suerte de coda a los temas de El entusiasmo. Otro libro que no debemos olvidar es El enemigo conoce el sistema (Penguin, 2019), de la periodista Marta Peirano, una de las obras más claras y pedagógicas que se pueden encontrar hoy por hoy en relación con estos asuntos.

Por otro lado y para terminar esta suerte de recomendaciones o de guía de supervivencia al asalto del agotamiento cognitivo, el periodista e investigador Ekaitz Cancela ha escrito mucho sobre la relación entre este tipo de dinámicas y la capa de infraestructuras que las sostiene. Muy crítico con cualquier forma de solucionismo, su Despertar del sueño tecnológico (Akal, 2019) es una obra clave para abordar no solamente el análisis, sino parte de la soluciones.

Salidas

Cuando Elon Musk compró Twitter empezó una transformación basada en una suerte de secuestro. Nos mantenemos unidos/as a dispositivos tóxicos porque somos rehenes unos/as de los otros/as. Nadie se quiere mover, no porque le guste Musk, sino por no perder los vínculos construidos. La salida, por tanto, debe ser colectiva. No hay más camino.

Para recuperar la capacidad de autoorganizar nuestra propia atención necesitamos desarrollar y promover tecnologías digitales que no estén basadas en la obtención de datos. Esto es prácticamente imposible sin una acción decidida de las instituciones. Necesitamos infraestructuras públicas y necesitamos legislación. La prioridad hoy por hoy es avanzar en términos de interoperabilidad. Es necesario obligar a que las distintas herramientas sean interoperables entre sí para garantizar que se acaben los monopolios. Si alguien tiene una cuenta en un servidor de Mastodon, tiene que poder interactuar con una cuenta de Twitter o de Instagram, y viceversa. Exactamente igual que pasa con el email.

De esta forma, al menos habremos democratizado lo suficiente el ecosistema de las plataformas como para poder elegir (o construir) aplicaciones de comunicación basadas en otros principios sin renunciar, a priori, a las comunidades que le dan sentido a nuestra comunicación digital. En segundo lugar, tenemos que poner freno a la acumulación sistemática de datos por el impacto ecológico que tienen. Los servidores y los data-sets no pueden ser los nuevos coches.

Pero quedarnos en la legislación y las infraestructuras digitales es olvidarnos de toda otra serie de elementos que tienen que ver con la atención que no podemos dejar de lado. Es necesario reducir la jornada laboral al menos a las 32 horas semanales –cuatro días a la semana– para disponer de tiempo propio y es necesario avanzar en modelos de redistribución que reconozcan toda la riqueza generada y no pagada en la jornada cognitiva (igual que en la reproductiva). En ese sentido, avanzar tanto en sistemas de protección social no basados en el control y la hipervigilancia burocrática como en modelos de rentas básicas incondicionales son elementos centrales para recuperar el dominio de nuestra propia vida.

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